La culminación de la Revolución Cubana en el establecimiento de un sistema de economía planificada sentó las bases para un desarrollo económico y unos avances sociales que serían impensables bajo el capitalismo. Incluso hoy, a pesar del bloqueo econó La culminación de la Revolución Cubana en el establecimiento de un sistema de economía planificada sentó las bases para un desarrollo económico y unos avances sociales que serían impensables bajo el capitalismo. Incluso hoy, a pesar del bloqueo económico, comercial y financiero de EEUU y la caída de los regímenes del Este con los que Cuba tenía la gran mayoría de sus relaciones comerciales, es significativo el abismo que separa la situación de la sanidad, de la educación y de otras prestaciones sociales existentes en Cuba en comparación con los demás países capitalistas centroamericanos e incluso con los países capitalistas más desarrollados de América Latina.

La supresión del capitalismo en la Isla trajo enormes ventajas pero también nuevas contradicciones. Algunas se derivan del hecho de que la economía predominante en el mundo sigue siendo capitalista y que la economía del país se amoldó a lo largo de muchas décadas antes de la revolución a una división mundial del trabajo por la cual Cuba tenía “asignado” el papel de producir azúcar. Otras contradicciones provienen del carácter específico que tiene una sociedad que rompe con el capitalismo, pero que aún no es socialista.

LA TRANSICIÓN AL SOCIALISMO. ALGUNAS CONSIDERACIONES TEÓRICAS

Una cuestión elemental de la teoría marxista es que el socialismo, entendido en el sentido de una etapa específica del desarrollo social de la humanidad, no sobreviene automáticamente como consecuencia de la supresión del capitalismo. Lo que sí es automático, repentino, o por decirlo de alguna manera, realizado en un solo acto, es el derrocamiento de la burguesía (es decir, quitarle el poder económico y político que le confiere el control del aparato estatal). En la Revolución Cubana, como hemos visto, la expropiación económica requirió otro acto, permitiendo así el establecimiento de una economía planificada y la supresión del capitalismo en la Isla. Pero por sí mismo, un sistema de economía planificada no es socialismo, es sólo la precondición para alcanzarlo.

Una diferencia fundamental entre una sociedad socialista y una sociedad en transición hacia el socialismo es que en esta última sí existe el peligro de restauración capitalista. Pese al derrocamiento de la burguesía aún persisten factores externos e internos que pueden llegar a frenar el proceso y hacerlo retroceder. Sólo comprendiendo la naturaleza específica de una sociedad de transición entre el capitalismo y el socialismo, con los peligros y las desviaciones que le acechan, se le podrá dar la importancia que le corresponde al papel consciente de la clase obrera en ese proceso y llegar a la consideración de que la democracia obrera es algo indispensable y no un “extra”, una “opción”, en función del “tipo” de socialismo que cada país “elija”. La lucha por la extensión de la revolución en otros países, al igual que la democracia obrera, es otra de las líneas fundamentales que debe seguir una sociedad en transición si no quiere asfixiarse en los límites impuestos por el estado nacional.

LA INVIABILIDAD DEL SOCIALISMO EN UN SOLO PAÍS

En realidad, la idea de que es posible el socialismo “en un solo país”, planteada por primera vez por Stalin, reflejando el carácter conservador y miope de la burocracia que representaba, es un total contrasentido y pisotea los principios más elementales de la teoría marxista. La teoría del socialismo en un solo país, que criticamos, no tiene nada que ver con la necesidad, obvia para cualquier revolucionario que merezca tal nombre, de defender las conquistas revolucionarias alcanzadas en un país, en dos o en veinticinco, en los que la clase obrera toma el poder. Si la clase obrera alcanza el poder en un país determinado los trabajadores tienen que luchar por mantenerlo a toda costa. Esa tarea de elemental supervivencia no contradice la idea de que no puede haber socialismo si la revolución no triunfa internacionalmente. En realidad, entender que el socialismo sólo es posible si es internacional es el fundamento mismo del internacionalismo proletario y las implicaciones que esa idea tiene en la práctica es que una revolución, que necesariamente empieza en un país, no puede detenerse en las fronteras nacionales.

En realidad la economía mundial es un cuerpo con vida propia, no es la simple suma de economías nacionales. La globalización es un fenómeno que acompaña al capitalismo desde que nació -como señala El Manifiesto Comunista- impulsado por el comercio mundial y la división internacional del trabajo. El problema para el desarrollo de la humanidad, y en particular en los países económicamente retrasados, no está en la globalización, o dicho en la terminología clásica del marxismo, en la internacionalización del proceso de producción, sino en el dominio que el imperialismo ejerce a través de él, que una cosa muy diferente. Desde un punto de vista revolucionario y marxista, el carácter internacional alcanzado por el desarrollo de las fuerzas productivas es el punto de partida para la construcción del socialismo, sienta las bases para que con una economía planificada mundialmente los avances de la humanidad puedan ser vertiginosos y por lo tanto es algo progresista. El verdadero obstáculo para el progreso social es la propiedad privada de los medios de producción y la camisa de fuerza del Estado nacional, que es una expresión material de los intereses nacionales de la burguesía.

Una de las cosas que Lenin y los bolcheviques tenían muy claras es que la tarea más urgente y necesaria para la propia supervivencia de la Revolución Rusa era la extensión de la revolución a otros países. Esa idea estaba arraigada no sólo en la dirección y en la militancia bolchevique sino en amplias capas del proletariado, que la asumieron como propia. Rusia era un país capitalista con enormes elementos de atraso económico y social y la extensión de la revolución a Alemania, entonces el país capitalista más desarrollado del mundo, permitiría una mayor rapidez en la mejora de las condiciones de existencia de las masas soviéticas. Este punto tenía implicaciones políticas importantes porque el desarrollo de la técnica y la reducción de las horas de trabajo era un elemento fundamental para mantener e impulsar la participación consciente de la clase obrera en las tareas de construcción del Estado socialista soviético.

El internacionalismo de Lenin no era abstracto sino concreto. Todas sus energías desde la capitulación de la II Internacional en agosto de 1914, se centraron en reunir las fuerzas necesarias para construir una nueva Internacional. La III Internacional, el Partido Mundial de la revolución socialista, fue la concreción del internacionalismo de los bolcheviques, su más ansiada creación y en la que se basaron para impulsar el derrocamiento del capitalismo mundial, la única forma de asegurar la victoria de Octubre y defender a la propia URSS. Lenin siempre atacó las ilusiones sobre la supuesta “construcción del socialismo en un solo país”.

Existen innumerables textos al respecto que reflejan perfectamente su pensamiento. En uno de ellos señaló: “Ustedes saben bien hasta qué punto el capital es una fuerza internacional, hasta qué punto las fábricas, las empresas y los comercios capitalistas más importantes están vinculados entre sí en todo el mundo, y por consiguiente es imposible batir definitivamente al capitalismo en una sola parte.

“Se trata de una fuerza internacional y para batirla definitivamente es necesaria la acción común de los obreros a escala internacional. Y desde que combatimos a los gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que conquistamos el poder de los sóviets en noviembre de 1917, nunca dejamos de señalar que la tarea esencial, la condición fundamental de nuestra victoria residía en la extensión de la revolución cuanto menos en algunos países avanzados” (V. I. Lenin, Discurso en el VII Congreso de los Sóviets de Rusia).

EL ESTADO Y EL PERÍODO DE TRANSICIÓN

En una sociedad en transición, que aún no es socialista, que en cierta medida aún arrastra determinados rasgos de su reciente pasado capitalista, es fundamental prestar atención a las características que debe tener el nuevo Estado obrero.

Marx y Lenin eran perfectamente conscientes de que el socialismo necesitaba de un período de transición, en el que la clase obrera organizada como clase dominante necesita todavía ejercer su coacción sobre las antiguas clases poseedoras, la burguesía y los terratenientes. Pero esa dictadura del proletariado, o dicho en términos más actuales, la democracia obrera, no constituía un Estado a la vieja usanza. En realidad se trataba de un estado en proceso de extinción, pues en la medida que las clases fueran desapareciendo, que no fuera necesaria la represión y se hubiera acabado con la resistencia de los capitalistas, el Estado como tal se iría disolviendo. Los marxistas no comprendemos el socialismo como un proceso donde el Estado se refuerza, sino por el contrario, como una fase de transición donde el Estado, en este caso un Estado obrero, también va perdiendo sus funciones y se disuelve.

En El Estado y la Revolución, Lenin estableció las condiciones para un régimen de democracia obrera sana, que debía llevar adelante la transición del capitalismo al socialismo:

1) Todo el poder a los sóviets, esto es, a los consejos obreros, de soldados y campesinos.
2) Todos los funcionarios serán electos y revocables en cualquier momento y no recibirán un salario mayor al de un obrero cualificado.
3) Todos los cargos en la administración serán rotativos. En palabras de Lenin, “también una cocinera puede ser primer ministro”
4) Ningún ejército permanente, sino su sustitución por una milicia obrera.

EL SURGIMIENTO DE LA BUROCRACIA EN LA URSS

Los acontecimientos posteriores a la revolución de octubre no se desarrollaron como tenían previsto los bolcheviques. La oleada revolucionaria que se desató en Europa y que afectó a numerosos países no culminó con éxito. En Alemania la revolución fracasó por la traición de la socialdemocracia que actuó como el principal sostén del régimen capitalista. El asesinato de los mejores líderes del proletariado alemán, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fue un duro golpe para las jóvenes fuerzas del comunismo en Alemania y del conjunto de la Internacional. Durante un largo período la revolución rusa quedó aislada, mientras en el interior de la URSS se producía un profundo proceso de agotamiento de la clase obrera. La revolución había sido una gran devoradora de energías, a la que siguió la guerra civil y la intervención de 21 ejércitos extranjeros. Una gran parte de los mejores cuadros comunistas, miles en realidad, perecieron en los campos de batalla. En todo ese contexto el Estado soviético tuvo que basarse en una economía de guerra que impuso condiciones de vida aún más duras que las que existían bajo el zarismo.

El reflujo del “orgullo plebeyo”, parafraseando a Trotsky, que había sido el sostén de todo el proceso revolucionario y de la defensa de la revolución, aflojó el control que la clase obrera ejercía, con su actividad y su participación, sobre el aparato del Estado. En este contexto las capas más pasivas de la sociedad, los funcionarios y la gran cantidad de mandos militares que se habían quedado sin una función muy clara que desempeñar terminada la guerra, fueron adquiriendo más independencia y conciencia de su papel privilegiado.

El último combate de Lenin al final de su vida, fue precisamente contra este fenómeno de creciente burocratización del Estado. Como Marx había señalado hace tiempo, en medio de la miseria, de la necesidad y la lucha por la supervivencia cotidiana, era inevitable que “toda la vieja basura” empezase a subir a flote. En esas condiciones objetivas era extremadamente precipitado hablar de socialismo, algo que Lenin tenía muy presente cuando advertía a sus camaradas de los peligros que amenazaban al joven Estado obrero soviético: “Se dice que era necesario un aparato del Estado”, señala Lenin en su artículo Más vale poco y bueno, “¿De dónde proviene esa convicción? ¿Acaso no fue del mismo aparato ruso que, como señalé en otro capítulo de mi diario, tomamos del zarismo y ungimos ligeramente con aceite soviético? Sin duda esa medida debería haberse retrasado hasta que hubiéramos podido garantizar un aparato propio. Pero ahora debemos admitir, conscientemente, lo contrario: El aparato del Estado que denominamos nuestro nos es todavía, de hecho, bastante ajeno, es una mezcolanza burguesa y zarista y durante los últimos cinco años no ha habido ninguna posibilidad de librarse de ella porque no hemos contado con la ayuda de otros países y porque la mayoría del tiempo hemos estado ‘ocupados’ en compromisos militares y luchando contra el hambre”.

La muerte de Lenin, con toda la autoridad política y moral que tenía, aceleró la degeneración de la democracia obrera en Rusia en un Estado burocrático. Aun así, las tradiciones bolcheviques de participación de la clase obrera rusa no habían desaparecido y podían emerger en cualquier momento. De ahí que, para su consolidación definitiva, la burocracia tuviese que eliminar físicamente cualquier referente que recordase y pusiese en entredicho su papel en la sociedad, porque en realidad, la existencia de una casta burocrática privilegiada no era un ingrediente necesario sino un obstáculo en una sociedad de transición al socialismo.

En los primeros tiempos de la revolución Lenin tenía muy claro que la escasez de técnicos requería la utilización inteligente del personal calificado, y que no era posible establecer una igualdad salarial estricta. Incluso Trotsky, que tuvo que levantar el Ejército Rojo prácticamente de la nada, utilizó los conocimientos de los mandos militares del antiguo ejército zarista para fines revolucionarios. Pero en todo caso, a las diferencias salariales se les establecía un límite razonable y lo más importante, las decisiones políticas no dependían de ese sector que tenía condiciones relativamente más cómodas que los trabajadores normales, en los que descansaban, realmente, las tareas de control.

Una vez la burocracia adquirió conciencia de sus privilegios y eliminó la democracia obrera del partido, de los sóviets y del propio proceso productivo (sustituyendo el control obrero por la gestión burocrática), el peligro de una involución social fue aún mayor. Los burócratas, que con su papel asfixiante y parasitario neutralizaron totalmente los avances de la economía planificada, acabaron por decidir que precisamente, lo que sobraba, no eran ellos, sino la economía planificada y trataron de conservar sus privilegios convirtiéndose ellos mismos en capitalistas, con el consiguiente drama social y político que vive Rusia hoy día.

DIFERENCIAS ENTRE LA REVOLUCIÓN RUSA Y LA REVOLUCIÓN CUBANA

En el caso de Cuba, por las peculiaridades que tuvo su proceso revolucionario, explicado en el capítulo anterior, la clase obrera nunca llegó a jugar un papel central en el proceso revolucionario y en el Estado cubano. Mientras en Rusia, los sóviets constituían el embrión del Estado obrero ya antes de la revolución, y era a través de ellos como la clase obrera participaba y avanzaba en su conciencia -unido al papel determinante de la política defendida por los bolcheviques- el elemento de contrapoder en Cuba lo ejerció la guerrilla, introduciendo, necesariamente, enormes distorsiones desde el primer momento.

Como vimos, la huelga general de La Habana, en los primeros días de enero de 1959, fue fundamental para desmantelar el plan de formación de un gobierno militar “provisional” que apartara a la guerrilla del poder y diese continuidad a un régimen batistiano sin Batista. Pero, con todo lo decisivo que fue la intervención de la clase obrera en el éxito de la revolución, no jugó el papel de dirección política del movimiento revolucionario, tal como concibió Lenin y ocurrió en la Revolución Rusa. Es difícil que los dirigentes del Movimiento del 26 de Julio tuviesen una visión leninista del papel que debía jugar la clase obrera en la lucha por el socialismo cuando ni siquiera era ese el objetivo que tenían en un primer momento y las ideas del socialismo estaban tergiversadas por la lamentable orientación del PSP.

Por supuesto que la revolución despertó a la clase obrera a la vida política y a la participación. La autoridad moral y política que tenían Fidel y el Che era impresionante y las masas cubanas realmente vivieron el proceso revolucionario. El entusiasmo revolucionario incluso se manifestó con más claridad después de la victoria de la guerrilla y en todo el proceso de enfrentamiento con el imperialismo que desembocó en las nacionalizaciones y la derrota de la invasión imperialista. Es incuestionable la tremenda base de apoyo social que tenía el régimen instaurado por los guerrilleros. Pero todo eso por sí mismo, no significaba que en Cuba existiese un régimen de democracia obrera como en los primeros años de la Revolución Rusa, un régimen que fue producto directo del papel que jugó la clase obrera en el período anterior al derrocamiento del capitalismo.

En 1959, el régimen existente en la URSS ya no tenía nada que ver con el que existía en vida de Lenin, de 1917 a 1924. En ese año, ya hacía tiempo que la III Intencional -que había sido una de las contribuciones políticas más importantes de la Revolución Rusa y de Lenin al socialismo mundial- estaba disuelta por Stalin. Al fin y al cabo ¿qué sentido tenía si era posible alcanzar el socialismo “en un solo país”?

Si algo pudo transmitir a la Revolución Cubana la burocracia rusa no fueron las tradiciones bolcheviques, sino las deformaciones burocráticas que condujeron a la destrucción del último vestigio de la Revolución Rusa, la economía planificada. Para los bolcheviques el partido era un instrumento de organización e intervención fundamental. Sin el partido bolchevique incluso el papel de los sóviets, los órganos de participación democrática de los trabajadores durante el período de doble poder y de los primeros años de auténtica democracia soviética, hubiese sido distinto. Además, el partido era un marco de debate permanente y democrático. El debate, e incluso las discrepancias, nunca fueron sinónimo de desorganización, esa era la gran virtud del centralismo democrático.

En contraste con la trayectoria y el papel del Partido Bolchevique, la dirección del PSP jugó un rol lamentable. El nuevo Partido Comunista Cubano no se funda hasta siete años después de la revolución y hasta 1976, según la propia historiografía oficial, no se crean los órganos de Poder Popular. En Rusia, antes del derrocamiento del capitalismo, ya existían los sóviets, que eran organismos de poder obrero, y que constituyeron luego la base del nuevo Estado. De alguna manera, la Revolución Cubana pagó un precio por su audacia, por un hecho realmente peculiar: el capitalismo fue abolido en la Isla sin que la clase obrera jugase un papel de dirección y sin que al frente del proceso revolucionario existiese un partido de tipo bolchevique, sino un movimiento de carácter democrático revolucionario, basado fundamentalmente en el campesinado pobre. A pesar del carácter incuestionablemente progresista que tuvo la Revolución Cubana, su propio desarrollo peculiar favoreció que se cristalizase una burocracia mucho más rápidamente que en Rusia.

LA IMPORTANCIA DE LA DEMOCRACIA OBRERA

No se trata de alimentar polémicas estériles, pero este punto tiene una enorme trascendencia práctica para el futuro de la Revolución Cubana. En el capitalismo la necesidad de acumular beneficios por parte de los capitalistas es lo que mueve a la economía y lo que moldea la superestructura política. En una economía planificada la tarea de dar impulso al funcionamiento del sistema corresponde a la fuerza de la clase obrera, que debe gozar de absoluta democracia para gestionar, administrar y controlar cada instante del proceso productivo y del funcionamiento del aparato estatal. En caso contrario el sistema será sofocado por la ineficiencia y el despilfarro que antes o después lo llevará al colapso, como sucedió en la URSS y en el Este de Europa.

En realidad, la importancia del control democrático de la clase obrera es fácil de entender. Bajo el capitalismo, es el propio mecanismo de la oferta y la demanda, inherente a la economía de mercado, el que regula el peso que tienen que tener las distintas ramas productivas, el que ejerce un control sobre la calidad de los productos, etc. Eso no evita, obviamente, las crisis de sobreproducción, ni la explotación, ni la desigualdad creciente y ni siquiera la mala calidad de ciertas mercancías. Pero es el mecanismo que existe y a su manera funciona. Cuando se suprime el mercado, un factor orgánicamente ligado al capitalismo, hay que sustituirlo por algo, y ese algo, es la participación democrática de los trabajadores en la toma de decisiones a todos los niveles de la economía y de la política. Las tareas de control y decisión bajo una economía planificada necesitan de una amplia participación democrática de la clase obrera. Eso no es algo optativo, como si en cada país se pudiese elegir un “modelo” de socialismo. Nunca las tareas de planificación pueden basarse exclusivamente en una minoría especializada.

En 1966 K. S. Karol visitó una de las más grandes fábricas de níquel en la Isla. Reproducimos algunas líneas de su interesante relato: “(…) Pasamos después a la oficina del sindicato para discutir sobre las relaciones de trabajo. ¿Había alguna forma de gestión o de control obrero? Sorpresa y embarazo: una industria nacionalizada es de por sí socialista y funciona de acuerdo con el pueblo, sin necesidad de estos organismos. Pasamos a los salarios, cuya variedad nos pareció enorme: un ingeniero ganaba 1.700 pesos (el equivalente a 1.700 dólares), mientras los obreros medios ganaban 100 dólares. (…) ¿Los trabajadores impulsan reivindicaciones salariales o de otra naturaleza? ¿Cómo? Claro que no. Los trabajadores saben que trabajan para el pueblo y así son felices. ¿Y cuál es la tarea del sindicato? Entusiasmar a las masas para que trabajen mejor y contribuyan al progreso de la revolución” (K. S. Karol, op. cit., págs. 291-292).

En Rusia los bolcheviques establecieron que ningún ingeniero u otro profesional podía ganar más de cuatro veces el salario de un obrero calificado y si eran miembros del partido ni siquiera podían gozar de este privilegio. Lenin condujo una encarnizada batalla en el X Congreso del partido en 1920 para que los sindicatos no se convirtieran en un simple aparato estatal, sino que pudiesen apoyar a los trabajadores en contra de las posibles irregularidades que el aparato estatal pudiese cometer en aquel delicado momento de transición.

De cualquier modo, a pesar de todas las distorsiones debidas a la ausencia del control obrero, los efectos beneficiosos de la economía planificada eran evidentes. De 1958 a 1968 el número de hospitales pasó de 44 a 221; el número de camas se dobló. Lo mismo sucedió para el número de escuelas primarias y niños en ellas. Los pasos hacía la eliminación del analfabetismo eran impresionantes.

Por otro lado, el respaldo social con el que contaba el gobierno era incuestionable. El ambiente revolucionario era palpable. Cuando el gobierno llamó a las armas a la población contra el intento contrarrevolucionario en Bahía de Cochinos, 200.000 personas respondieron al llamamiento. Un pueblo entero estaba armado para responder a la invasión imperialista. Existía una gran voluntad de participación, pero las masas no tenían un cauce por el que pudieran ejercer un control sobre el aparato estatal de esa misma revolución que habían apoyado decididamente.

Los Comités de Defensa de la Revolución, aunque caracterizados como los órganos de organización de las masas, no decidían en realidad cuestiones fundamentales, salvo algunos aspectos más bien ligados con la organización de la vida en los barrios, y la movilización de la población a participar en los llamamientos a manifestaciones y otras acciones realizadas por la dirección del PCC.

En la mitad de los años setenta fueron creadas instituciones locales, los Órganos del Poder Popular (OPP). Su función era la de dirigir programas de inversión local de modo de alcanzar los objetivos señalados por el plan general. Pero el poder de decisión económica seguía concentrado en unos cuantos ministerios. La elección directa regía sólo para los OPP, pero bajo el control del partido y bajo las candidaturas de éste.

LA CUESTIÓN DEL PARTIDO ÚNICO

Otro aspecto extraordinariamente polémico es la creencia de que un Estado Obrero excluye la existencia de partidos políticos y tiene que ser a la fuerza un régimen de partido único. En realidad esto no es más que una distorsión introducida por el estalinismo cuando consolidó su poder a finales de los años veinte y principios de los treinta en la URSS. Con el triunfo de la Revolución de Octubre Lenin y los bolcheviques en ningún caso prohibieron la existencia de otras formaciones políticas. Tan sólo se prohibieron las Centurias Negras (fascistas). De hecho el primer gobierno soviético fue una coalición entre los bolcheviques y los eseristas de izquierda. En el seno del partido bolchevique, también existía la máxima libertad de discusión hasta el punto de que se llegaron a organizar fracciones cuando las discrepancias alcanzaban aspectos tácticos de importancia. Este fue el caso de los llamados “Comunistas de izquierda” encabezados por Bujarin y Preobazhenski que defendían la guerra revolucionaria contra Alemania en el período de la firma de la paz de Brest Litovsk. Lenin combatió duramente sus puntos de vista pero nunca se le ocurrió exigir su expulsión del partido. De hecho la formación de plataformas políticas era algo natural en los períodos congresuales o cuando los debates afectaban a cuestiones serias. La cohesión ideológica del partido, que era evidente y una cualidad a resaltar, fue el producto no de la imposición, no del ordeno y mando burocrático, sino de la autoridad política que la dirección se ganó a lo largo de años, donde la explicación paciente, el ejemplo, el sacrificio, y la crítica compañera, fueron sus métodos más destacados.

La situación en la que se tuvo que desarrollar la Revolución Rusa fue extremadamente hostil. La oposición burguesa pronto se levantó en armas contra el poder obrero. Lo mismo hicieron otras tendencias denominadas “socialistas”, como los eseristas o una fracción de los mencheviques. En esas condiciones, cuando las fuerzas de la contrarrevolución imperialista se aliaron con la contrarrevolución interna, que aspiraba a la restauración del viejo orden capitalista, los bolcheviques procedieron a ilegalizar a aquellas formaciones que se levantaron en armas contra el Estado obrero. Era una medida defensiva y justificada, no hacerlo hubiera significado ofrecer una palanca a la burguesía zarista y a los imperialistas para destruir más fácilmente el poder soviético. En la X Conferencia bolchevique, en plena guerra civil y con el levantamiento armado de Kronstadt, los delegados bolcheviques votaron a favor de prohibir temporalmente, subrayamos lo de temporal, las plataformas políticas dentro del partido. La exigencia de centralización y máxima disciplina en la acción se justificaban por el momento crítico que atravesaba la revolución.

Como hemos explicado anteriormente, la combinación de toda una serie de derrotas revolucionarias en Europa, la catástrofe económica que asolaba la URSS, la desmovilización del Ejército Rojo, el cansancio, el hambre, el exterminio de una parte considerable de cuadros comunistas creó las condiciones para el surgimiento de una casta de funcionarios que, apoyándose en medidas adoptadas en momentos de excepcionalidad, acabaron con la democracia obrera en el seno del partido y de las instituciones soviéticas. El partido único, no significaba que sólo existiera la expresión política del proletariado revolucionario. En realidad el Partido Bolchevique, que era esa expresión, fue purgado físicamente con el exterminio de cientos de miles de cuadros obreros comunistas y del Komsomol que se oponían al rumbo adoptado por Stalin. El “Partido único” fue la consecuencia del dominio de la burocracia en todas las esferas de la sociedad.

Lamentablemente el ejemplo que tenía delante Fidel y los dirigentes de la revolución no fue el del Partido Bolchevique, sino el del PCUS estalinizado. El nuevo Partido Comunista Cubano fundado en 1965, celebró su primer congreso diez años después. En este tiempo todos los hombres encargados de la dirección eran nombrados por Fidel o por sus más cercanos colaboradores. En treinta y cinco años de vida del partido se han celebrado apenas cuatro congresos. La comparación con el Partido Bolchevique de los primeros años de la revolución no puede ser más clara: aun durante la guerra civil los bolcheviques celebraron congresos anuales.

Los únicos que tienen justificados temores a un debate genuino y compañero entre revolucionarios son aquellos cuyo papel político y social pueda quedar cuestionado, hecho que indudablemente ocurriría en una genuina democracia obrera. Pero eso no es malo para el socialismo, es malo para aquellos que temen perder su prestigio o sus privilegios. Por supuesto que no estamos hablando de la farsa democrática que el imperialismo defiende, dando facilidades legales para que los contrarrevolucionarios actúen en la Isla. Estamos hablando de democracia obrera, es decir, total libertad de expresión y de organización para todos los que defiendan la revolución y su carácter socialista y control real de todos los cargos públicos del Estado por parte de la clase obrera. No, eso no sería malo para el socialismo, pero sería muy malo para todos los que albergan la esperanza de poder conservar su posición social privilegiada en una Cuba capitalista. En realidad, el partido único, como sinónimo de única línea posible, de ausencia de un ambiente de discusión genuinamente democrático es el mejor caldo de cultivo para la contrarrevolución capitalista. El caso de China es evidente. El partido único no está guiando al pueblo chino al socialismo sino a la restauración capitalista.

Como marxistas estamos convencidos que la máxima democracia obrera en Cuba también significaría la máxima libertad de crítica y de expresión por parte del pueblo cubano. Lógicamente esto no excluiría a todas aquellas tendencias socialistas que defendiesen las conquistas de la Revolución Cubana pero que podrían tener puntos de vista diferentes sobre la estrategia y los métodos a seguir, y su derecho a agruparse políticamente. Esto en ningún caso debería minar la fuerza del Partido Comunista si éste sigue un rumbo genuinamente marxista. El debate y la confrontación de ideas es inseparable del método marxista e inevitable también en el proceso de transición al socialismo.

Es obvio que la Revolución Cubana tiene todo el derecho a defenderse del imperialismo y la contrarrevolución. Toda la campaña cínica de la burguesía mundial, apelando a la falta de libertades en Cuba no es más que un ejercicio de hipocresía repugnante. Los mismos que apoyaron dictaduras sangrientas en Cuba, Chile, Argentina, Pakistán, Indonesia; los que respaldaron la dictadura de Franco por cerca de cuarenta años, los que siempre han recurrido a la fuerza más despiadada para defender sus intereses provocando guerras imperialistas como las de Vietnam, Afganistán o Iraq donde cientos de miles de hombres y mujeres inocentes han sido asesinados; los mismos que mantienen un bloqueo criminal contra el pueblo cubano no tienen ninguna autoridad moral para criticar a Cuba. Como marxistas rechazamos estas “condenas” de la burguesía occidental, y les decimos claramente que ellos siempre han sido los primeros en destruir la libertad de expresión y de organización del pueblo cuando han visto peligrar sus intereses de clase. ¿Qué es acaso la campaña de ataques a los derechos democráticos puesta en marcha por la administración Bush y otros gobiernos occidentales, tomado como excusa la “lucha contra el terrorismo”? Estos señores y sus amigos “intelectuales” no pueden confundir a la clase obrera mundial en su apoyo a la Revolución Cubana.

En la cuestión de la democracia hay que ser concretos. Desde un punto de vista marxista sólo hay dos tipos de democracia posibles: la democracia burguesa y la democracia obrera. En la democracia burguesa se contempla el derecho a opinar, siempre y cuando el derecho a decidir esté reservado a la banca y a las grandes corporaciones empresariales. Defender ese tipo de democracia en Cuba es estar, abiertamente, en el campo de la contrarrevolución. En realidad sería una de las formas que podría adoptar, aunque no la más probable, la contrarrevolución capitalista en Cuba. La democracia obrera afecta lo que para la democracia burguesa es intocable: los intereses derivados de la propiedad privada de los medios de producción. La democracia obrera es en realidad la única democracia auténtica, en la que la mayoría de la sociedad puede decidir sobre todos los aspectos fundamentales que rigen la vida de una nación.

En las condiciones de hostigamiento brutal por parte del imperialismo en la que se encuentra Cuba es evidente que los elementos de coerción por parte del Estado obrero son necesarios. No vivimos en un mundo de hadas. Pero esa coerción se tiene que ejercer contra los elementos contrarrevolucionarios de dentro y de fuera del país y en realidad sería mucho más eficaz si se combinase con una genuina democracia obrera. No pedimos libertad para los saboteadores de la revolución, para los agentes que infiltra el imperialismo. Eso es elemental. ¿Pero realmente el peligro de contrarrevolución se acota a ese tipo de elementos? En nuestra opinión no. En el conglomerado de fuerzas conservadoras que ponen en peligro las conquistas de la revolución se encuentran también aquellos sectores que se apropian de parte de la riqueza nacional por su papel privilegiado en la sociedad, que en realidad no juegan ningún papel social en el proceso productivo, y que en un momento determinado podrían decidir ligar su futuro a la reinstauración del capitalismo. También para esos sectores la democracia obrera, que pondría al desnudo sus privilegios ilegales y legales, representa un peligro mortal.

LA DEFENSA CONSECUENTE DEL INTERNACIONALISMO

Sería de cualquier forma incorrecto afirmar que el gobierno cubano seguía al pie de la letra las directivas y el ejemplo de la URSS sin ninguna cuestión que lo distinguiese de la burocracia del Kremlin. La necesidad de defenderse de las fuerzas contrarrevolucionarias tanto en el interior como en el exterior del país forzaron a desarrollar en los primeros años una política exterior más bien radical. La segunda declaración de La Habana es el principal testimonio de ello, con su llamamiento a la revolución en América Latina y las denuncias de las políticas conciliadoras de los diversos partidos comunistas del continente. Esto era producto de la revolución y sobre todo en el primer período de la presión de las masas.

Los llamamientos revolucionarios de Guevara y Fidel, sobre todo en los años sesenta y setenta, provocaron el entusiasmo de muchos jóvenes y trabajadores en el mundo entero. Los dos eran y aún son considerados como un punto de referencia para la juventud rebelde, particularmente si los comparamos con las figuras grises de la burocracia rusa como Breznev, Chernenko o Gorbachov. También es cierto que el gobierno cubano apoyó con armas, soldados y recursos económicos la heroica lucha de los campesinos y trabajadores de Angola y Mozambique contra las fuerzas contrarrevolucionarias de los sudafricanos y los imperialistas. Estas acciones contrastan obviamente con las actitudes conservadoras de la burocracia rusa en los procesos revolucionarios de los países ex coloniales.

No obstante, después de algunas divergencias en los primeros años, Cuba acercaba su política exterior a la de los demás países del llamado “socialismo real”(1). La prueba de la práctica ha demostrado que toda la política exterior de la burocracia rusa y china, cuyo objetivo era mantener el “status quo” en sus relaciones con las potencias capitalistas, en realidad no sirvió para contener la contrarrevolución capitalista. Todo lo contrario, al asfixiar cualquier intento de instauración de un sistema de democracia obrera u obstaculizar la revolución socialista en los países capitalistas, la burocracia aceleró el proceso de restauración capitalista.

De toda la experiencia anterior se desprende la necesidad de una política internacional basada en los intereses de la revolución socialista y en la lucha irreconciliable contra el capital. Esta es la única bandera que puede servir al futuro de la revolución en Cuba y a sus conquistas históricas, ni la diplomacia, ni los acuerdos temporales con tal o cual país, ni las concesiones al capital privado, por muy necesarias que sean, pueden sustituir la lucha revolucionaria por el socialismo de la juventud y la clase obrera mundial.

En ese sentido, ha sido siempre una grave deficiencia que la dirección del Partido Comunista Cubano no se haya pronunciado por una Federación Socialista al menos para América Latina. En el primer congreso del PCC en 1975, Fidel Castro declaró que “América Latina no está lista para cambios globales que puedan llevar, como a Cuba, a transformaciones socialistas, aunque no son imposibles en algunos países del continente” (J. Hebel, op. cit., pág. 215).

Una posibilidad concreta se desarrolló cuatro años después con la revolución en Nicaragua, incluso también en El Salvador, donde la guerrilla del FMLN estuvo muy cercana a tomar el poder. Sin embargo, Fidel Castro y los líderes del PCC estimularon a los dirigentes sandinistas a no seguir el ejemplo cubano. Hablando en Nicaragua el 11 de enero de 1985 Fidel afirmó:

“Ayer hemos tenido la oportunidad de escuchar el discurso del compañero Daniel Ortega y debo congratularme con él. Era serio y responsable. Ha explicado los objetivos del Frente Sandinista en cada sector -por la economía mixta, el pluralismo político y también una ley sobre las inversiones exteriores-. (…) Sé que hay un espacio de vuestra concepción para una economía mixta. Podéis tener una economía capitalista. Lo que indudablemente no tendréis es un gobierno al servicio de los capitalistas”.

Los acontecimientos posteriores han desmentido tristemente las previsiones de Fidel. La falta de una orientación enérgica hacia la economía planificada y la expropiación de los capitalistas nativos y de la propiedad imperialista, unida al aislamiento de la Revolución Nicaragüense llevaron a la victoria electoral de la reacción, encabezada por Violeta Chamorro, en 1990, la cual pudo vencer, entre otras cosas, basándose en el descontento y la desilusión provocada por diez años de “economía mixta” combinada con la agresión militar y económica de los Estados Unidos y la contra.

LOS GIROS EN LA POLÍTICA INTERNA

Después de un período en el que se llegaron a nacionalizar hasta los pequeños negocios, hecho absolutamente innecesario en una economía socialista, hacia la mitad de los años 70 tiene lugar un nuevo cambio en la política económica. Se establecieron incentivos para la producción, sobre todo agrícola. Se instituyeron los “mercados libres campesinos”, donde los pequeños propietarios podían vender sus excedentes.

Se permitió a los directores de las fábricas conceder incentivos materiales, comúnmente más altos que los salarios. Todo bajo la insignia de la autonomía de las empresas, pero en la medida que las empresas no estaban bajo el control de los trabajadores, la autonomía significaba la autonomía de los administradores.

Las diferencias entre los salarios aumentaron y “el igualitarismo pequeñoburgués” fue entonces condenado. Mientras que el salario medio de un trabajador fabril estatal era de entre 80 y 100 pesos, el de un empleado de nivel medio era de entre 2.000 y 3.000 pesos y el de un ministro llegaba a los 6.000 pesos (J. Habel, Cuba fra la continuità e la rottura, Erre emme ediz. 1994, pág. 87).

Durante estos años de reforma aumentaron también los casos de indisciplina en el lugar de trabajo, claro síntoma de la indiferencia de los trabajadores ante los citados premios de producción que acrecentaban las diferencias salariales en cada una de las empresas. Los procesos por indisciplina en el trabajo pasaron de 9.988 en 1979 a 25.672 en 1985. Dichos procesos implicaban todo tipo de “delitos” tales como acuerdos secretos entre administradores y representantes de los trabajadores para establecer niveles de salario, ritmos y condiciones de trabajo (Trabajadores, revista sindical cubana, 6 de julio de 1986).

LA RECTIFICACIÓN DE 1986

Durante la primera mitad de los años ochenta Cuba vivió una nueva y grave crisis económica. Resultaba cada vez más difícil alcanzar las tasas de crecimiento económico cercanas al 4% como sucedía a principios de la revolución. La deuda externa había crecido un 11% en 1985 alcanzando los 6.500 millones de dólares, los precios del níquel y el azúcar estaban cayendo en el mercado mundial. El gobierno cubano admitía una tasa de desempleo del 6% en 1987, cuando en 1981 representaba sólo el 3,4%.

Había llegado el momento de lanzar un “proceso de rectificación de las tendencias negativas”. Los representantes de las reformas económicas de los años precedentes fueron criticados y alejados de los puestos de responsabilidad. Se prohibieron muchas actividades privadas consideradas poco antes como legales, tales como los mercados libres campesinos. Se criticó el endeudamiento externo e incluso se llegó a hablar de la promoción de una moratoria en los pagos de los intereses del mismo.

En julio de 1986, en la décima sesión de la Asamblea Nacional, Fidel denunció: “Hemos creado una clase de nuevos ricos”, refiriéndose a que un pequeño comerciante en La Habana podía ganar hasta 20 veces más que un cardiólogo. Se mostraron casos de enriquecimiento personal de algunos dirigentes verdaderamente escandalosos. En 1986 Manuel Sánchez Pérez, viceministro encargado de la compra de equipo técnico al extranjero, desertó llevándose consigo medio millón de dólares.

El círculo dirigente encabezado por Fidel Castro temía seriamente que los sectores que habían acrecentado enormemente su poder económico pudiesen convertirse en una amenaza real para el régimen. Entonces se redujo fuertemente la autonomía de los administradores para establecer un control más firme por parte del aparato del Partido Comunista.

Se exhortaba al desarrollo de la industria apelando al espíritu de sacrificio de los trabajadores, a la conciencia revolucionaría y al trabajo voluntario. La consigna de moda era “el mejor al timón”. Pero uno de los problemas era que el “mejor” no era seleccionado por los trabajadores sino por la dirección de la empresa.

Se desencadenó una campaña contra los “tecnócratas y nuevos capitalistas” (lo que contrastaba evidentemente con la propaganda del partido que afirmaba el triunfo del socialismo y que este existía desde hacía treinta años). Se lanzaron llamamientos al igualitarismo, desempolvando algunos discursos del Che, pero era un igualitarismo que tendía a la constante disminución de los salarios y buscaba esconder las medidas de austeridad. La caída de la URSS y de los regímenes del Este de Europa, en la década de los 90 tuvieron un efecto brutal en Cuba abriendo el período más crítico de la revolución desde 1959.

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(1). El gobierno cubano aprobó sin reservas la invasión soviética en Checoslovaquia “para impedir un mal mayor” ya que “Checoslovaquia estaba camino hacia el capitalismo”. Su discurso respetaba plenamente la política de Moscú y del Pacto de Varsovia. En los años siguientes la línea “pro Moscú” de Fidel Castro fue firme en todos los acontecimientos significativos.
La dirección del PCC guardó también el silencio más absoluto cuando en mayo de 1968 millones de trabajadores ocuparon las fábricas en Francia desafiando el poder de la burguesía. A pesar de la gran simpatía que por la Revolución Cubana mostraron los jóvenes y los trabajadores franceses, la dirección del PCC apoyó incondicionalmente la línea del PCF, que en ningún caso defendió una resuelta política socialista para tomar el poder cuando las condiciones eran más que favorables. Se trataba de la estrategia de “coexistencia pacífica” que hemos comentado y que para la burocracia soviética, que influía de forma determinante en la política de los Partidos Comunistas de todo el mundo, era sagrada. Desestabilizar el “status quo” con una revolución socialista en Francia era lo último que impulsaría la burocracia de Moscú.
En el mismo año estalló la protesta estudiantil en México. Uno de los elementos que hicieron explotar al movimiento estudiantil mexicano fue la represión que sufrieron los estudiantes en la manifestación celebrada el 26 de julio de 1968, en conmemoración del asalto al cuartel de Moncada en Cuba. El 2 de octubre cientos de estudiantes cayeron asesinados en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, sin embargo, el 19 de ese mismo mes los atletas cubanos saludaban al presidente de México en la ceremonia inaugural de las olimpiadas. La razón para ello tenía más que ver con intereses diplomáticos que con una postura de estímulo a la revolución socialista mexicana: México era el único país latinoamericano que mantenía relaciones comerciales con Cuba.
Por supuesto que un Estado obrero necesita una diplomacia que le permita sacar la mayor ventaja posible de sus relaciones con los demás países. Sería de un dogmatismo estéril y suicida negar el derecho de un Estado obrero incluso a llegar a determinados acuerdos, comerciales por ejemplo, con otros países capitalistas. El punto fundamental a tener en cuenta en esa cuestión es que jamás la política exterior de un Estado obrero puede entrar en contradicción con la lucha por la revolución mundial, ningún acuerdo puede ser a costa de sacrificar la extensión de la revolución a otros países.
En 1989 la burocracia china masacró a los jóvenes en la plaza de Tiananmen que cantaban la internacional y defendían un socialismo sin corrupción ni privilegios. Fidel declaró que: “la protesta de los estudiantes era un problema interno de los chinos”. “Las imágenes no han llegado aquí (…) Conocemos sin embargo la versión de los chinos y no tenemos motivo para dudar de sus explicaciones” (G. Mina, Fidel, pág. 165). La situación actual pone en evidencia que los verdaderos impulsores de la contrarrevolución capitalista son los miembros de la propia dirección del PC Chino.