Hace noventa años los representantes de las potencias imperialistas vencedoras se reunieron en París para determinar el destino del mundo entero. El Tratado de Versalles formalmente terminó con el estado de guerra entre Alemania y las potencias Aliadas (también conocidas como la Entente). Costó seis meses de disputa en la Conferencia de Paz de París concluir el tratado de paz. Finalmente se firmó el 28 de junio de 1919, exactamente cinco años después del asesinato del Archiduque Francisco Fernando.
El Tratado de Versalles fue uno de los tratados más escandalosos y agresivo de la historia. Fue un acto flagrante de saqueo perpetrado por una banda de ladrones contra una Alemania indefensa, postrada y sangrante. Entre sus numerosas cláusulas se requería a Alemania y sus aliados aceptar toda la responsabilidad de la guerra y, bajo los términos de los artículos 231-248, desarmarse, hacer concesiones territoriales sustanciales y pagar las reparaciones de las potencias de la Entente.
Los hechos de Versalles son muy ilustrativos porque revelan el funcionamiento interno de la diplomacia imperialista, la cruda realidad del poder político y los intereses materiales que se esconden detrás de las floridas frases sobre Libertad, Humanitarismo, Pacifismo y Democracia. En el secreto de la sala de negociaciones, los líderes del «mundo civilizado» regatean como comerciantes en un mercado medieval, así es como se dividen Europa y el mundo entero en esferas de intereses. Este hecho preparó la base para conflictos posteriores que llevaron directamente a la Segunda Guerra Mundial.
La revolución alemana
El combate real había terminado con el armisticio firmado el 11 de noviembre de 1918. Lo que obligó al Estado Mayor alemán a poner fin a las hostilidades fue el estallido de la revolución alemana. Después de cuatro horas de horrible carnicería, todo en el Frente Occidental, el ejército alemán desgastado por la guerra comenzó a desintegrarse. La disciplina se rompió, los soldados se negaban a obedecer a sus oficiales y las deserciones se habían convertido en una epidemia.
El motín más serio tuvo lugar entre los marineros, tradicionalmente el sector más combativo y proletario de las fuerzas armadas. En noviembre de 1918 la flota de Alta Mar alemana se amotinó debido al rumor de que los barcos, y sus tripulaciones, iban a ser sacrificadas en la batalla con las armadas conjuntas británica y norteamericana. Los marineros alemanes se amotinaron y se fueron a tierra para unirse a los trabajadores revolucionarios en Kiel y otras ciudades.
En el momento de la verdad, el poderoso imperio alemán colapsó como un castillo de naipes. Los trabajadores y marineros establecieron el Consejo Obrero de Kiel, el equivalente a los soviets rusos. El 4 de noviembre, Kiel estaba en manos de los amotinados que arrestaron a los oficiales y los desarmaron. Delegaciones de trabajadores y marineros fueron a los otros puertos: Hamburgo, Wilhelshaven, Rostok, Luebeck, Brubsbuttel, Cuxhaven, Rundesberg, Bremerhaven, Warnenberg y Greeestemunde. No se permitía entrar a ningún barco a puerto a menos que llevara la bandera roja.
La casta de oficiales estaba impotente, el Estado estaba suspendido en medio del aire y el poder estaba en la calle esperando que alguien lo recogiera. La clase dominante alemana inmediatamente comprendió que la resistencia era imposible. En su lugar, decidieron deshacerse del káiser y basarse en los dirigentes socialdemócratas como el único baluarte que quedaba del «orden». El Estado Mayor alemán preparó un golpe palaciego, el káiser fue puesto en un tren camino de Holanda.
La clase dominante alemana era consciente de que el principal peligro estaba en el frente interno. Se hizo un intento poco entusiasta de entregar el poder al príncipe Max. Sin embargo, el poder real estaba en manos de los Consejos Obreros. Para evitar que los trabajadores establecieran un gobierno revolucionario, el Estado Mayor alemán pidió los servicios del ala de derechas socialdemócrata, Gustav Noske, que fue a Kiel para tomar el control de la situación y desviar a los trabajadores y marineros revolucionarios hacia canales «seguros» (es decir burgueses). Los ladrones imperialistas reunidos en París estaban igualmente alarmados porque toda la historia demuestra que la revolución es contagiosa.
Comienzan las conversaciones
Las negociaciones entre las potencias aliadas comenzaron el 18 de enero de 1919 en los lujos alrededores del Salón de l’Horloge en el Ministerio de Exteriores francés, en el Quai d’Orsay en París. Para empezar en las negociaciones había no menos de 70 delegados de 27 países. Todos tenían su propia agenda y todos exigían un pedazo del pastel. Sin embargo, había dos ausentes importantes: las potencias derrotadas: Alemania, Austria y Hungría, que fueron excluidas de las negociaciones.
En realidad, la conferencia fue un fraude. La mayoría de los 70 delegados no tenían absolutamente nada que decir en el proceso que ya estaba determinado por un puñado de grandes potencias: Gran Bretaña, Francia y EEUU. Las naciones más pequeñas se comportaron como los parientes pobres que tazón en mano, en la puerta de un rico, esperan recibir algo por su paciencia y buen comportamiento hasta marzo de 1919, los asuntos reales estuvieron dirigidos por el llamado Consejo de los Diez, formado por las cinco naciones vencedoras: EEUU, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón.
No obstante, como se demostró incluso este organismo era inconveniente para las grandes potencias. El ascenso del poder asiático del imperialismo japonés ya había puesto sus ojos en una nueva expansión hacia China, que lo que provocaba un conflicto directo con las ambiciones de EEUU y Gran Bretaña. Los japoneses intentaron insertar una cláusula prescribiendo la discriminación sobre la base de la raza o nacionalidad, pero fue rechazada, en particular por Australia. Japón y otros abandonaron la reunión y sólo quedaron los cuatro grandes.
Italia, el más pequeño y débil, había entrado en la guerra tarde y jugó un papel muy minoritario. Pero ahora hacía mucho ruido con sus pretensiones territoriales de Fiume. Como es habitual, cuando un perro pequeño hace demasiado ruido y molesta a los grandes, estos últimos gruñen y muestran los dientes, entonces el primero huye con el rabo entre las piernas. Cuando se rechazaron estas pretensiones, el primer ministro italiano, Vittorio Orlando, indignado abandonó las negociaciones (sólo regresó para la firma de junio).
El proceso estuvo totalmente dominado por los líderes de los «tres grandes»: Gran Bretaña, Francia y EEUU. David Lloyd George, Georges Clemenceau y el presidente estadounidense, Woodrow, éstos fueron los que decidieron todo. Las condiciones finales estuvieron determinadas por estos hombres y los intereses que representaban. Sin embargo, fue virtualmente imposible para ellos decidir una posición común porque sus objetivos bélicos chocaban entre sí. El resultado fue un compromiso chapucero que no satisfizo a nadie y que preparó el camino para nuevas explosiones.
Consecuencias para Alemania
El 29 de abril la delegación alemana bajo la dirección del ministro de exteriores Ulrich Graf von Brockdorff-Rantzau llegó a Versalles. Parece que ingenuamente esperaban ser invitados a la conferencia para algún tipo de negociaciones. Después de todo, tras la derrota de Francia en las Guerras Napoleónicas, el francés Tallyrand fue invitado a participar en el Congreso de Viena, donde utilizó sus considerables habilidades para sacar algunas concesiones para Francia. ¡Pero no era 1815!
Los representantes alemanes fueron sistemáticamente humillados antes de entrar en el salón, donde por primera vez se enfrentaron a la expresión pétrea de los vencedores. Se leyeron los términos del tratado. No hubo discusión, ni siquiera se permitieron las preguntas. El 7 de mayo cuando se enfrentaron a las condiciones dictadas por los vencedores, incluida la llamada «Cláusula de culpabilidad de la guerra», el ministro de exteriores Ulrich Graf von Brockdorff-Rantzau replicó a Clemenceau, Wilson y Lloyd George: «Sabemos toda la carga de odio a la que nos enfrentamos aquí. Nos exigís que confesemos que somos la única parte culpable de la guerra, esa confesión de mi boca sería una mentira».
Estas protestas no eran inútiles. Los alemanes tuvieron que beber la taza de la humillación hasta las últimas heces. Después, se retiraron de los procedimientos del Tratado de Versalles, un gesto inútil y desesperado. En vano el gobierno alemán hizo una protesta contra lo que consideraba exigencias injustas y una «violación del honor». En un acto teatral, el recién elegido canciller socialdemócrata, Philipp Scheidemann, se negó a firmar el tratado y dimitió. En un discurso apasionado ante la Asamblea Nacional el 12 de marzo de 1919 calificó el tratado de «plan homicida» y exclamó: «¿Qué la mano que intenta ponernos cadenas como éstas se marchite? El tratado es inaceptable».
Pero sólo era retórica vacía. Alemania fue desarmada, el ejército debía disolverse y los aliados se preparaban para avanzar. Era una situación insostenible. La Asamblea Nacional votó a favor de firmar el tratado por 237 votos a favor y 138 en contra, con 5 abstenciones. El ministro de exteriores Hermann Müller y Johannes Bell viajaron a Versalles para firmar el tratado en nombre de Alemania. El tratado fue firmado el 28 de junio de 1919 y ratificado por la Asamblea Nacional el 9 de julio de 1919 con 209 votos a favor y 116 en contra.
Este es el origen de la leyenda negra de la «puñalada en la espalda». Los nacionalistas de derechas y ex – líderes militares comenzaron a culpar a los políticos de Weimar, socialistas, comunistas y a los judíos por la supuesta traición nacional de Alemania. Los Criminales de Noviembre y la recién formada República de Weimar fueron responsabilizados de la derrota. Esta fue la melodía que los nazis y otros nacionalistas de derechas tocarían continuamente en el siguiente período, culpar a los extranjeros, a los judíos y «traidores» por las miserias y sufrimientos del pueblo alemán.
Los objetivos bélicos de Francia
De los tres grandes el más beligerante fue Francia, que había perdido más que Gran Bretaña y EEUU: aproximadamente 1,5 millones de soldados y se calcula que 400.000 civiles. Una parte importante del frente occidental se había luchando en territorio francés. Ahora la clase dominante francesa quería venganza. La prensa azuzaba a la opinión pública con un frenético chovinismo anti-alemán y el primer ministro Georges Clemenceau era implacable.
Clemenceau estaba decidido a mutilar militar, política y económicamente a Alemania, para que nunca más pudiera invadir Francia. Naturalmente quería recuperar el territorio rico e industrial de Alsacia-Lorraine, que había sido arrebatado a Francia por Alemania en la Guerra Franco-Prusiana de 1870-1871. Pero el Estado Mayor francés quería ir más allá: anhelaban tener Rhineland, que siembre habían considerado como la frontera «natural» de Francia con Alemania.
Los objetivos bélicos de Gran Bretaña eran diferentes porque sus intereses no eran los de Francia. El astuto primer ministro británico, Lloyd George, apoyaba las reparaciones pero menos que Francia. Quería desangrar a Alemania en interés del capitalismo británico y reducir su poder económico y militar. Pero no quería destruir totalmente a Alemania. Era bien consciente de que si Francia conseguía su objetivo, se podría convertir en la fuerza más poderosa del continente y la correlación de fuerzas en Europa se alteraría. Eso no convenía al imperialismo británico que quería mantener a Alemania frente a Francia y mantener a ambos en jaque.
Aparte de estas consideraciones estratégicas, también estaban los intereses económicos británicos. Antes de la guerra, Alemania había sido el principal competidor de Gran Bretaña, pero también su mayor socio comercial y, por tanto, la propuesta francesa de destruir la industria alemana no convenía a los intereses a largo plazo del capitalismo británico. No obstante, la perspectiva de saquear a una derrotada Alemania también era algo difícil de resistir. Así que Lloyd George quería aumentar la parte de las reparaciones alemanas de Gran Bretaña exigiendo una compensación por el gran número de viudas, huérfanos y mutilados incapacitados para trabajar debido a las heridas, provocados por la guerra.
Siempre el supremo oportunista político de Lloyd George apoyó la consigna «colgar al káiser» para contentar a su población y ganar votos en casa. Lloyd George estaba irritado por el supuesto idealismo de Woodrow Wilson. Los británicos y los franceses apoyaron tratados secretos y bloqueos navales a los que se oponía Wilson. En particular, la propuesta del presidente norteamericano de «autodeterminación» no gustaba a Lloyd George. Los imperialistas británicos, como los franceses, querían preservar su imperio. Si la idea de la autodeterminación era aplicable a Europa (Checoslovaquia, Yugoslavia), ¡por qué no debería ser aplicable a las colonias británicas y francesas?
Los líderes de Europa no se dejaban enloquecer por las ideas de Wilson. Tenían la suficiente experiencia para leer entre líneas y distinguir entre realidad y ficción. Podían ver que detrás de la cortina de humo del idealismo había intereses muy sólidos. Sabían que el ascendente poder de EEUU estaba estirando sus músculos y que llegaría el día en que pondría a prueba su fuerza contra ellos. La lucha mundial por los mercados les enfrentaría, como había sucedido con Alemania.
Detrás de las bonitas palabras sobre la autodeterminación estaba la amenaza de romper los viejos imperios europeos en beneficio de EEUU. Ahora por primera vez este país interfería en los asuntos internos de Europa y tomaba partido por Alemania contra Gran Bretaña y Francia. ¿Qué sabían los norteamericanos sobre la guerra? Habían llegado en el último minuto y cambiado la correlación de fuerzas contra Alemania. Pero no habían sacrificado lo mismo que Francia y Gran Bretaña. No habían invadido su territorio, no habían bombardeado y destruido sus ciudades. ¡Y nos quieren dar lecciones sobre justicia y humanidad! ¡Eso es intolerable!
Los objetivos bélicos de EEUU
EEUU se estaba convirtiendo en la nación más poderosa sobre el planeta. Ya se había embarcado en su carrera de expansión imperialista con sus guerras con México, pero el proceso experimentó un salto cualitativo con la guerra con España, la ocupación de Cuba y Filipinas a finales del siglo XIX. Sin embargo, siendo un enorme país con un enorme mercado interno, un sector de la burguesía estadounidense y un gran sector de la pequeña burguesía seguían inclinados hacia el aislacionismo.
Existía un poderoso sentimiento anti-intervencionista antes y después de que EEUU entrasen en la guerra en abril de 1917. Cuando terminó la guerra, muchos norteamericanos estaban entusiasmados por librarse de los asuntos europeos tan rápidamente como fuese posible. EEUU adoptó una posición más conciliadora con relación a la cuestión de las reparaciones alemanas, lo que les llevó a enfrentarse con los británicos y en particular con los imperialistas franceses.
En medio de los escombros ensangrentados de Europa, muchos miraban al gigante trasatlántico en busca de algún signo de esperanza. La retórica confusa pacifista y democrática de Woodrow Wilson tocó la fibra de los corazones y las mentes de millones de personas en Europa cansada de la guerra, particularmente en los países derrotados y en las pequeñas naciones que luchaban por hacerse valer. Así que, al principio, Wilson fue considerado un héroe, muy parecido a Barak Obama en la actualidad.
La similitud entre sus discursos es asombrosa: una combinación de frases altisonantes, idealismo y populismo que suena muy bien y están totalmente vacíos de contenido real. Cuando llegó por primera vez a Europa, Wilson fue recibido por enormes multitudes que le vitoreaban. Pero este entusiasmo no duró mucho. Detrás de las maravillosas frases estaban los mismos viejos intereses de las grandes potencias y las sórdidas intrigas diplomáticas continuaron como siempre.
Incluso antes del final de la guerra, Woodrow Wilson planteó sus Catorce Puntos que presentó en su discurso en la Conferencia de Paz de París. Es interesante especular hasta que punto Wilson creía en su propia retórica. Parecía ser sólo un académico provinciano con una mentalidad estrecha y formalista coloreada con una gran dosis de sentimentalismo y moralina cristiana. Su manera de hablar, que se parecía a un pequeño predicador, tenía el mismo efecto en los oídos del curtido Clemenceau y del risueño cínico Lloyd George que el taladro de un dentista.
Al principio escucharon en silencio como les hablaba sobre la necesidad de la moralidad en los asuntos mundiales, de la justicia y la humanidad para los enemigos derrotados y del derecho de autodeterminación para las pequeñas naciones. No sabían quién era Wilson, pero sí sabían que EEUU era el país que tenía el destino de Europa en la palma de la mano y, por tanto, se tragaron su orgullo y contuvieron su indignación, limitándose a comentarios irónicos en los pasillos.
EEUU quería la paz y la estabilidad en Europa para garantizar el éxito de las futuras oportunidades comerciales y recoger con esperanza algunas de las enormes deudas que habían contraído los europeos. La destrucción la vida económica de Alemania no entraba en estos planes. La mayoría de las reparaciones irían a Francia, Gran Bretaña y Bélgica. EEUU podía ser magnánimo con los alemanes, ¡no tenían que reconstruir sus ciudades y pueblos destruidos!
En EEUU la desilusión con la guerra provocó una reacción contra Wilson. Los aislacionistas, encabezados por Henry Cabot Lodge, lanzaron una ofensiva en el Senado contra el tratado que votó contra su ratificación. Como un hombre viejo, enfermo y amargado, Wilson se negó a apoyar el tratado con las reservas impuestas por el Senado. Murió poco después, el sucesor de Wilson, Warren G. Harding, continuó la oposición norteamericana a la Liga de las Naciones. Su administración después colapsó en medio de un escándalo de corrupción sin precedentes.
Las reparaciones
Los términos del tratado en realidad eran draconianos. La mayor parte del tratado establecía las reparaciones que Alemania pagaría a los Aliados. La cuantía total de las reparaciones de guerra exigían a Alemania la asombrosa cantidad de 226.000 millones de reichsmarks en oro. Era una cantidad imposible de pagar para Alemania, un hecho que más tarde fue tácitamente aceptado por una Comisión de Reparaciones Inter-Aliadas. En 1921 se redujo a 132.000 reichsmarks, aún así, esa cifra era una ruina para Alemania.
Las reparaciones se pagaron de varias formas, incluido carbón, acero, productos agrícolas e incluso propiedad intelectual (por ejemplo la patente de la aspirina) y, en una parte no pequeña en reparaciones monetarias de tal magnitud que provocaron hiperinflación, como ocurrió en la posguerra alemana (ver la inflación alemana en los años veinte), de esta manera decrecían los beneficios de Francia y Gran Bretaña. Alemania aún no ha terminado de pagar sus reparaciones de la Primera Guerra Mundial, eso sucederá en el año 2020.
El joven John Maynard Keynes había sido el principal representante del Tesoro Británico en la Conferencia de Paz de París. Furioso porque se habían ignorado sus sugerencias sobre las reparaciones, publicó una obra condenatoria de la conferencia, Las consecuencias económicas de la paz (1919). En este famoso libro hace referencia al Tratado de Versalles como una «paz cartaginense». Su argumento era que la carga de las reparaciones arruinaría a Alemania y arrastraría al resto de Europa. Desde un punto de vista capitalista tenía bastante razón.
Las condiciones del tratado eran tan violentas que fueron consideradas unánimemente como inaceptables por todos los partidos políticos. El socialdemócrata Phillip Scheidemann se negó a firmar el tratado y dimitió. Pero otros socialdemócratas lo aceptaron. Las principales víctimas, como siempre, fueron los trabajadores. La destrozada economía alemana era tan débil que sólo un pequeño porcentaje de las reparaciones se pagaron en moneda fuerte. Incluso el pago de un pequeño porcentaje de las reparaciones originales aún representaba una carga intolerable para la economía alemana y fue la causa de la hiperinflación que posteriormente hundió la economía en un pozo.
«La culpabilidad de Alemania»
Se intentó echar toda la responsabilidad de los sufrimientos de la guerra sobre los hombros del antiguo emperador alemán, Guillermo II. Los británicos y los franceses bramaban y divagaban. Iba a ser tratado como un criminal de guerra. Sin embrago, al final, no se hizo nada y el anterior káiser acabó sus días en un exilio cómodo en Holanda. Pero si Guillermo escapó ileso, el pueblo alemán no escapó tan bien. El artículo 231 (la «cláusula de culpabilidad de guerra») situaba toda la responsabilidad de la guerra sobre Alemania, que sería responsable de todo el daño provocado a la población civil de los aliados.
Hubo restricciones militares. El preámbulo de la Parte V del tratado afirma: «Con el objeto de hacer posible la preparación de una limitación general de los armamentos de todas las naciones Alemania se compromete a observar estrictamente las cláusulas militares, navales y aéreas que a continuación se estipulan».
Las fuerzas armadas alemanas no podían superar los 100.000 soldados y se eliminó el servicio militar obligatorio. Los hombres alistados se retenían por lo menos durante doce años, los oficiales 25 años. Las fuerzas navales alemanes se limitarían a 15.000 hombres, 6 navíos de guerra (no más de 10.000 toneladas de desplazamiento cada uno), 6 cruceros (no más de 6.000 toneladas de desplazamiento cada uno), 6 destructores (no más de 800 toneladas de desplazamiento cada uno) y 12 torpederos (no más de 200 toneladas cada uno). No se incluía ningún submarino.
La manufactura, la importación y la exportación de armas y gas venenoso se prohibían. Los aviones armados, los tanques y los carros blindados estaban prohibidos. Como también lo estaban los bloqueos de puertos. Estas decisiones dejaban a Alemania indefensa ante posibles ataques externos. Sus territorios quedaban a merced de una Francia vengativa en occidente y una dinámica recién independiente segunda República Polaca en el este.
Sin embargo, en vista de la creciente amenaza de la revolución alemana, los Aliados decidieron permitir al Reichswehr mantener 100.000 ametralladoras para ser utilizadas contra la clase obrera alemana. Estas armas fueron utilizadas por los Freikorps fascistas para reprimir el movimiento revolucionario en Alemania.
Después estaban las pretensiones territoriales, principalmente destinadas al debilitamiento de Alemania y el fortalecimiento de Francia. Para ello era necesaria una Polonia independiente. Clemenceau estaba convencido de que Alemania tenía «20 millones de personas de más». Así que Prusia occidental fue cedida a los polcados, de esta manera se daba a Polonia acceso al Mar Báltico a través del «Corredor Polaco». Prusia oriental se separaban de Alemania. Además, Alemania tenía que entregar todas sus colonias, se prohibió la unión de Alemania con Austria para formar una nación más grande y recuperar el territorio perdido.
Schleswig del Norte regresaba a Dinamarca después de un plebiscito el 14 de febrero de 1920, mientras que Schleswig Central optó por permanecer en Alemania en un referéndum separado celebrado el 14 de marzo de 1920. Alsacia-Lorraine de nuevo pasó a ser soberanía francesa sin un plebiscito a partir de la fecha del armisticio, el 11 de noviembre de 1918. Pero en la cuestión de Rhineland, Clemenceau sufrió una derrota. El Estado Mayor francés dejó claro que esperaban recibir Rhineland. Pero Lloyd George no pensaba lo mismo. Rhineland debía convertirse en una zona desmilitarizada administrada conjuntamente por Francia y Gran Bretaña.
La mayor parte de la provincia prusiana de Posen (ahora Poznan) y de Prusia occidental, que Prusia se anexionó en las Particiones de Polonia (1772-1795), fueron cedidas a Polonia. La región de Hlucinsko (Hultschin) de Alta Silesia fue a Checoslovaquia (una región de 316 o 343 metros cuatros y 49.000 habitantes) sin un plebiscito. La parte oriental de Alta Silesia también fue a Polonia. La zona de las ciudades de Eupen y Malmedy se entregó a Bélgica, que también recibió la línea ferroviaria de Vennbahn.
La región de Soldau en Prusia Oriental fue entregada en Oriental. La parte norte de Prusia Oriental conocida como Territorio Memel, fue puesta bajo el control de Francia y más tarde ocupada por Lituania. La provincia de Saarland pasó a estar bajo el control de la Liga de las Naciones durante quince años, después un plebiscito entre Francia y Alemania decidiría a qué país pertenecería. Durante este tiempo, el carbón producido en esa región se enviaría a Francia.
El puerto de Danzig con el delta del río Fistula en el Mar Báltico sería una Ciudad Libre de Danzig bajo la administración permanente de la Liga de las Naciones sin ningún plebiscito. Los gobiernos austriaco y alemán tenían que reconocer y respetar estrictamente la independencia de Austria. La unificación de ambos países estaba estrictamente prohibida, aunque se supiera que la gran mayoría de la población estaba a favor de la misma. Hubo otros «ajustes» más pequeños a costa de Alemania y sus aliados.
Los bolcheviques y Versalles
Naturalmente, la Rusia soviética fue excluida de las conversaciones de paz de París. La razón formal fue que ya había negociado la paz por separado con Alemania. En el Tratado de Brest-Litovsk (marzo 1918) Alemania había quitado un tercio de la población de Rusia, la mitad de las empresas industriales de Rusia y nueve décimas partes de las minas de carbón rusas, junto con una indemnización de seis mil millones de marcos. Pero aunque físicamente ausente, la presencia de Rusia se dejó sentir en todas las deliberaciones de la Conferencia de Paz.
Lenin y los bolcheviques se basaban en la perspectiva de la revolución mundial que se movería hacia el oeste, a través de Europa Central hasta Alemania, Francia y el conjunto de Europa. Hoy en día está de moda presentar esto como una idea utópica, pero los vencedores en Versalles se lo tomaron muy en serio. La revolución rusa tuvo un efecto poderoso sobre la clase obrera alemana que se levantó en una revolución exactamente doce meses después de la Revolución de Octubre. Ya hemos descrito la revolución alemana de noviembre de 1918. Ésta fue seguida por una oleada revolucionaria que recorrió Europa. En Hungría y en Baviera se proclamaron repúblicas soviéticas.
La razón real de la exclusión de Rusia que las potencias imperialistas eran los enemigos jurados del bolchevismo, al que veían correctamente como la amenaza más peligrosa para sus intereses. Incluso mientras las grandes potencias estaban sentadas alrededor de la mesa de negociación, se luchaba por el mapa del mundo como perros que pelean por un hueso, las llamas de la revolución se extendían a Alemania, se declaró una república soviética en Hungría y también en Baviera, el Ejército Ruso de Trotsky estaba golpeando a las fuerzas contrarrevolucionarias Blancas. Las fuerzas británicas, norteamericanas, japonesas y francesas estaban interviniendo activamente en el bando de los Blancos en lo que era una cruzada anti-bolchevique.
Esto explica la rapidez con que la clase dominante alemana capituló ante los Aliados. Sin embargo, esperaban que se pudiera alcanzar un acuerdo razonable. Después de todo, el káiser se había ido de Alemania y ahora tenía un gobierno democrático. Además, los alemanes, y especialmente los dirigentes socialdemócratas, tenían grandes esperanzas en el presidente estadounidense Woodwow Wilson y sus Catorce Puntos.
En 1919, Lenin todavía esperaba que la revolución soviética en Viena supusiera un apoyo para la Hungría soviética. Todas sus esperanzas estaban situadas en una revolución en Alemania. En La enfermedad infantil de ‘izquierdismo’ en el comunismo Lenin escribía:
«La revolución soviética en Alemania reforzará el movimiento soviético internacional, que es el reducto más fuerte (y el único seguro e invencible, de una potencia universal) contra el Tratado de Versalles, contra el imperialismo internacional en general».
Pero criticaba duramente a los comunistas de izquierdas alemanes por su idea de «ningún compromiso», incluido el rechazo del Tratado de Versalles y la llamada Guerra Popular Alemana contra la Entente. Lenin depositaba sus esperanzas firmemente sobre la revolución en Alemania:
«Poner obligatoriamente, a toda costa y en seguida, la liberación del Tratado de Versalles en el primer plano, antes que le cuestión de la liberación del yugo imperialista de los demás países oprimidos por el imperialismo, es una manifestación de nacionalismo pequeñoburgués (digno de los Kautsky, Hilferding, Otto Bauer y compañía), pero no de internacionalismo revolucionario. El derrumbamiento de la burguesía en cualquiera de los grandes países europeos, Alemania inclusive, es un acontecimiento tan favorable para la revolución internacional, que, para que esto ocurra, se puede y se debe dejar vivir por algún tiempo más el Tratado de Versalles, si es, necesario. Si Rusia por sí sola ha podido resistir durante algunos meses con provecho para la revolución el Tratado de Brest, no es ningún imposible el que la Alemania Soviética, aliada con la Rusia Soviética, pueda soportar más tiempo, con provecho para la revolución, el Tratado de Versalles.
«Los imperialistas de Francia, Inglaterra, etc., quieren provocar a los comunistas alemanes, tendiéndoles este lazo: ‘decid que no firmaréis el Tratado de Versalles’. Y los comunistas ‘de izquierda’ se dejan coger como niños en el lazo que les han tendido, en vez de maniobrar con destreza contra un enemigo pérfido, y en el momento actual más fuerte, en vez de decirle: ‘ahora firmaremos el Tratado de Versalles’. Atarnos de antemano las manos, declarar francamente al enemigo, actualmente mejor armado que nosotros, si vamos a luchar con él y en qué momento, es una tontería y no tiene nada de revolucionario. Aceptar el combate a sabiendas de que ofrece ventaja al enemigo y no a nosotros, es un crimen, y no sirven para nada los políticos de la clase revolucionaria que no saben ‘maniobrar’, que no saben proceder ‘por acuerdos y compromisos’ con el fin de evitar un combate que es desfavorable de antemano».
Sobra decir que los bolcheviques consideraban esto como un acto de saqueo imperialista, incluso más violento que el Tratado de Brest Litovsk. Pero comprendían que los imperialistas (especialmente los franceses) buscaban una excusa para invadir Alemania, que habría representado un revés para la revolución. Al flirtear con el nacionalismo alemán, los comunistas de izquierda abandonaban la política del internacionalismo proletario revolucionario a favor del «bolchevismo nacional» que Lenin consideraba como una abominación.
Mientras que los socialdemócratas de derechas como Noske, Scheidemann y Ebert se posicionaron junto con la clase dominante alemana y el imperialismo, y los socialdemócratas de izquierda (los independientes) adoptaron una posición vacilante y ambigua, Lenin y Trotsky abordaban todas las cuestiones desde el punto de vista de la revolución internacional. Para Lenin no se trataba de estar a favor o en contra del Tratado de Versalles, sino cómo preparar las condiciones más favorables para que los trabajadores alemanes tomaran el poder.
Las perspectivas para Alemania de Lenin se confirmaron en 1923, cuando Alemania dejó de pagar las reparaciones «acordadas» en el Tratado de Versalles. Como resultado, las fuerzas francesas y belgas ocuparon el Rhur, el corazón de la industria alemana. Los trabajadores alemanes lanzaron una campaña de resistencia pasiva, negándose a trabajar en las fábricas mientras éstas permaneciesen en manos francesas.
La moneda alemana no valía nada, para comprar una caja de cerillas era necesaria una carretilla llena de billetes. La clase media estaba en una situación de fermento revolucionario y los socialdemócratas desacreditados. El Partido Comunista crecía a saltos agigantados y surgió la cuestión del poder. Incluso los fascistas decían que primero tomarán el poder los comunistas, después será nuestro turno.
Desgraciadamente, los dirigentes del Partido Comunista Alemán vacilaron y no consiguieron llevar a cabo una acción decisiva. Miraron a Moscú en busca de consejo pero Lenin estaba incapacitado debido a su enfermedad y Trotsky estaba enfermo. Los dirigentes alemanes en su lugar miraron a Stalin y Zinoviev, quienes les aconsejaron que no intentaran tomar el poder. Y así se perdió una oportunidad excepcionalmente favorable. Las masas quedaron desencantadas y se alejaron del Partido Comunista.
La crisis pasó y el capitalismo alemán comenzó a recuperarse, beneficiándose de la recuperación económica de Europa y de la ayuda de EEUU. Pero las contradicciones básicas roían las entrañas de la República de Weimar. La burguesía alemana, alarmada por la creciente fuerza de los socialistas y comunistas, comenzó a prepararse para el momento decisivo final con la clase obrera. El resultado final fue el ascenso de Hitler, la destrucción del poderoso movimiento obrero alemán y la Segunda Guerra Mundial.
Los efectos en Francia
El Tratado de Versalles fue a costa del pueblo alemán, pero el pueblo británico y francés tampoco se benefició de ello. En esa época, en la Resolución sobre el Tratado de Versalles, escrita para el Cuarto Congreso de la Comintern, noviembre-diciembre de 1922, Trotsky escribía el siguiente análisis profético:
«Aparentemente, de todos los países victoriosos, Francia es el que más aumentó su poderío (…) Pero la base económica de Francia, su escasa población que disminuye cada vez más, su enorme deuda interna y externa y su dependencia económica con respecto a Inglaterra y EEUU, no ofrecen un fundamento suficiente a su sed inextinguible de expansión imperialista. Desde el punto de vista del poder político, es obstaculizada por el poderío de Inglaterra en todas las bases navales importantes, por el monopolio del petróleo detentado por Inglaterra y EEUU. Desde el punto de vista económico, su enriquecimiento en mineral de hierro procurado por el tratado de Versalles pierde su valor debido a que las minas de carbón de la cuenca del Rhur siguen perteneciendo a Alemania. La esperanza de reordenar las finanzas quebrantadas de Francia con ayuda de las reparaciones pagadas por Alemania es ilusoria. Todos los expertos financieros reconocen unánimemente que Alemania no podrá pagar las sumas que Francia necesita para sanear sus finanzas. Sólo le resta a la burguesía francesa un camino: reducir el nivel de vida del proletariado francés al nivel del proletariado alemán. El hambre del trabajador alemán es una imagen de la miseria que amenaza en el futuro al obrero francés. La devaluación del franco provocada intencionalmente por algunos medios de la gran industrias francesa constituirá una forma de arrojar sobre los hombros del proletariado francés las cargas de la guerra luego de que se compruebe que la obra de paz de Versalles es impracticable».
A pesar de toda su terquedad, Clemenceau no había conseguido lo que había prometido. El mariscal Foch no ocultaba su amargura ante el fracaso de no conseguir Rhineland. Se quejaba de que Alemania había escapado demasiado bien (¡) y declaró: «Esto no es paz. Es un armisticio de veinte años». La prensa francesa azuzaba los sentimientos de resentimiento y desencanto, Clemenceau fue echado del cargo en las elecciones de enero de 1920.
Incluso en la Conferencia de Paz aparecieron las diferencias entre Gran Bretaña y Francia. Como hemos visto, a los intereses de Gran Bretaña no interesaba desangrar totalmente Alemania. La ruina de Alemania tenía efectos negativos sobre la economía británica que experimentaba una recesión, con desempleo de masas y profundización de la lucha de clases. Lo mismo se aplicaba a Francia, y que finalmente llevó a los imperialistas franceses a ocupar el Rhur en 1923. Esto no resolvía los problemas de Francia sino que creaba simplemente las condiciones para nuevas explosiones.
Ahora se dice vulgarmente que el estrangulamiento de Alemania preparó el camino para el ascenso de Hitler. En realidad, se podía haber evitado una nueva guerra mundial con la revolución. Pero los dirigentes de las organizaciones de masas al impedir la revolución hicieron posible una nueva guerra. La política practicada tanto por estalinistas como por socialdemócratas dejó impotente al movimiento obrero alemán y permitió la llegada al poder de Hitler en 1933.
Desde ese momento era inevitable una nueva guerra. Los peores temores de la clase dominante francesa se confirmaron cuando Hitler lanzó un programa destinado a reconstruir el poderío económico y militar de Alemania. En 1934, cinco años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Trotsky declaró lo siguiente en las tesis La guerra y la Cuarta Internacional: «El desastre de la Liga de las Naciones está indisolublemente ligado con el comienzo del colapso de la hegemonía francesa en el continente europeo. Como era de esperar, la potencia demográfica y económica de Francia demostró ser una base demasiado estrecha para el sistema de Versalles».
La cuestión nacional y el sionismo
Es materia de especulación hasta que punto Woodrow Wilson creía en sus planes idealistas. Lo que sí es cierto es que sus llamamientos demagógicos a la autodeterminación tenían como objetivo la ruptura de los viejos imperios europeos y que eso interesaba al imperialismo norteamericano.
Cada vez que los imperialistas proclaman la autodeterminación el resultado son nuevas injusticias, nuevas contradicciones, nuevas opresiones y guerras. Este es un ejemplo clásico. El Tratado de Versalles significó el desmembramiento del Imperio Austro-Húngaro y la creación de nuevos estados como Yugoslavia, Polonia y Checoslovaquia. Pero la cuestión nacional siempre ha sido utilizada por el imperialismo para sus propios intereses. En manos de las grandes potencias el derecho de autodeterminación es sólo calderilla para ser cambiado por algo.
La creación de nuevos estados en Europa fue acompañada de nuevas injusticias, crueldad y opresión nacional. Millones de alemanes de Sudentenland y en Posen-Prusia occidental fueron puestos bajo gobierno extranjero en un entorno hostil, donde el acoso y la violación de derechos por parte de las autoridades están documentados. Del 1.058.000 alemanes de Pose-Prusia Occidental en 1921, 758.867 tuvieron que huir de sus casas en los cinco años siguientes debido al acoso polaco. Esto último sirvió como excusa para las anexiones de Checoslovaquia y zonas de Polonia por parte de Hitler.
Aunque la principal esfera de operaciones estaba en Europa, en realidad la Primera Guerra Mundial se luchó a escala global. Tuvo repercusiones serias en Asia. El artículo 156 del tratado transfería las concesiones alemanas en Shandong (que formaba parte de China) a Japón, en lugar de devolvérselas a China. Esta atrocidad provocó manifestaciones y un movimiento cultural conocido como el Movimiento Cuatro de Mayo, que fue el punto de partida de un auge del movimiento revolucionario en China.
Como Turquía había sido aliada de Alemania, también sufrió la pérdida de muchas de sus antiguas posesiones. El anterior Imperio Otomano estaba dividido entre los vencedores, que habían estado observando su decadencia durante mucho tiempo, como buitres hambrientos esperando que un animal herido muera. Los imperialistas franceses y británicos tenían puestos sus ojos en Oriente Medio. Eso animó a los árabes a levantarse en una revuelta contra sus dominadores turcos (esta es la sórdida realidad detrás de las hazañas de Lawrence de Arabia), ofreciéndoles la independencia para ocupar sus tierras después de la guerra.
El Congreso Mundial Sionista intentó influir en la política de los gobiernos británico y norteamericano hacia el Imperio Otomano, y especialmente en Palestina, en interés de los sionistas. El resultado fue la Declaración de Balfour. Con su habitual cinismo, el imperialismo británico prometió Palestina a los judíos, pero también a los árabes. Se puede trazar la historia sangrienta de la lucha entre palestinos y árabes a esta traición imperialista, las consecuencias se dejan sentir hoy en día. Esta es la cruda realidad que está detrás de la demagogia sobre la autodeterminación.
Posdata: La cocina de ladrones
El Tratado de Versalles llevó a la creación de la Liga de las Naciones, una organización que pretendía arbitrar las disputas internacionales y evitar así futuras guerras. Fue un acuerdo principalmente de Gran Bretaña y Francia para calmar al presidente Wilson y complacer sus prejuicios pacifistas. También tenía la ventaja de presentar más favorablemente ante la opinión pública a los vencedores de Versalles. Estos imperialistas depredadores fueron presentados a la opinión pública como «hombres de paz», al mismo tiempo que saqueaban Alemania y participaban en una intervención sangrienta contra la Rusia soviética.
El pacto de la Liga de las Naciones fue diseñado para producir la impresión de que el objetivo de esta organización iba a combatir la agresión, reducir el armamento, consolidar la paz y la seguridad. Las metas de la Liga incluían el sostenimiento de los Derechos del Hombre, el desarme, evitar la guerra a través de la seguridad colectiva, dirimir las disputas entre los países mediante la negociación, la diplomacia y mejorar la igualdad global de vida. Wilson pretendía que él podría «pronosticar con absoluta certeza que dentro de otra generación habrá otra guerra mundial si las naciones del mundo no acuerdan el método mediante el cual podrán evitarla». Para empezar, como resultado del creciente ambiente de aislacionismo, EEUU no se unió a la Liga de las Naciones.
En la práctica, sin embargo, sus líderes albergaron a los agresores, estimulaba la carrera armamentística y los preparativos para la Segunda Guerra Mundial. Lenin denunció a la Liga de las Naciones como una «cocina de ladrones». La historia posterior de la Liga de las Naciones demostró que Lenin tenía razón. No evitó la invasión de Mussolini de Italia o la guerra de Franco contra su propio pueblo. Ni tampoco detuvo la agresión japonesa contra China o los planes expansionistas de Hitler en Europa.
La Liga de las Naciones aceptó el acoso de Mussolini a Grecia y tampoco la invasión de Abisinia. El ejército fascista italiano utilizó armas químicas como el gas mostaza contras aldeas indefensas, envenenó el agua y bombardeó campamentos de la Cruz Roja. Cuando la Liga de las Naciones se quejó, Mussolini respondió que, como los etíopes no eran totalmente humanos, las leyes de derechos humanos no se aplicaban. El dictador italiano dijo que: «La Liga está muy bien cuando gritan los gorriones, pero no es buena en absoluto cuando se pelean águilas». Estas palabras expresaban de manera admirable la situación real.
Naturalmente, la existencia de la Liga de las Naciones no detuvo en absoluto la Segunda Guerra Mundial. En marzo de 1935 Hitler introdujo el servicio militar obligatorio en Alemania, reconstruyó las fuerzas armadas violando directamente el Tratado de Versalles. En marzo de 1936 de nuevo violó el tratado con la reocupación de la zona desmilitarizad de Rhineland. Continuó con la anexión de Austria en el Anschluss en marzo de 1938. Estos pasos prepararon el camino para la anexión de Sudetenland y la ocupación de Checoslovaquia, que llevarían a la invasión de Polonia y a la Segunda Guerra Mundial.
La Liga de las Naciones podía servir como foro de discusión en la medida que no estaban en juego los intereses de las principales potencias. Pero cuando se trataba de cuestiones serias era totalmente inútil. Lo mismo se aplica hoy a la ONU. Lenin describió acertadamente la Liga de las Naciones como una «cocina de ladrones». La Unión Soviética no era miembro de la Liga, por buenas razones. A la pregunta: «¿Por qué la Unión Soviética no participa en la Liga de las Naciones?» Stalin respondió en 1927:
«La Unión Soviética no es miembro de la Liga de las Naciones y no participa en su obra, porque la Unión Soviética no está dispuesta a compartir la responsabilidad de la política imperialista de la Liga de las Naciones, de los ‘mandatos’ distribuidos por la Liga para la explotación y opresión de los países coloniales, de los preparativos y alianzas militares que son abrigadas y santificadas por la Liga, los preparativos que inevitablemente deben llegar a la guerra imperialista. La Unión Soviética no participa en la Liga porque la Unión Soviética está luchando con todas sus energías contra todos los preparativos de la guerra imperialista. La Unión Soviética no está dispuesta a convertirse en parte de ese camuflaje de las maquinaciones imperialistas representado por la Liga de las Naciones. La Liga es el punto de reunión de los líderes imperialistas que tratan sus asuntos detrás de bambalinas. Los temas sobre los que oficialmente habla la Liga de las Naciones, son sólo frases vacías que pretenden engañar a los trabajadores. Las cuestiones son tratadas por los líderes imperialistas detrás de bambalinas, es el trabajo real del imperialismo, después los elocuentes oradores de la Liga de las Naciones hipócritamente disimulan». (Preguntas y respuestas. Una discusión con los delegados extranjeros. J. Stalin. Moscú. 13 noviembre de 1927).
Esta respuesta es más o menos correcta, refleja la actitud de Lenin ante la Liga. Sin embargo, más tarde Stalin cambió de opinión. Después del triunfo de Hitler intentó conseguir el apoyo de las supuestas democracias occidentales y se unió a la Liga. No le fue bien. Débil e indulgente frente a Alemania, al fascismo italiano y al imperialismo japonés, la Liga era lo suficiente valiente para expulsar a la Unión Soviética en diciembre de 1939 después de su invasión de Finlandia. Ese fue su último acto significativo. La Segunda Guerra Mundial supuso el colapso ignominioso de la Liga de las Naciones, e incluso la más ignominiosa disolución de la Internacional Comunista.
Las guerras imperialistas se luchan por cuestiones muy concretas: el control del mercado, las colonias, materias primas y esferas de influencia. Durante el siglo pasado ha habido muchas de estas guerras, dos de ellas fueron mundiales. La segunda provocó la muerte de 55 millones de personas, la gran mayoría civiles. Por supuesto, los imperialistas nunca pueden admitir abiertamente los verdaderos motivos que les motivaban. Tienen una inmensa maquinaria de propaganda destinada a convencer a la opinión pública de que todas sus guerras son justas, por la defensa de la paz, la civilización, la democracia y la cultura. ¡Basta con recordar que la Primera Guerra Mundial se presentó como «la guerra para acabar con todas las guerras»!
Noventa años después del Tratado de Versalles se pueden sacar lecciones valiosas de un análisis marxista de estos acontecimientos, atravesando la niebla de propaganda y mentiras, revelando los verdaderos interese de clase que están detrás de las consignas y de la propaganda. Las guerras continuarán asolando a la humanidad hasta que el capitalismo sea derrocado. Esa fue la posición de Lenin y sigue siendo válida hoy en día.
Londres, 19 de marzo de 2009.