Los gobiernos de izquierda que aspiran a gestionar el capitalismo acaban finalmente por ser gestionados ellos mismos por el propio capitalismo. Este es el caso del gobierno de François Hollande, y toda la experiencia de los gobiernos socialistas – con o sin la participación del Partido Comunista – confirma esta verdad. En 1981, después de un primer año de reformas sociales y nacionalizaciones, el gobierno socialista-comunista encabezado por Mitterrand, finalmente, adoptó una política de austeridad.
En 1997, el gobierno de Lionel Jospin introdujo la semana de 35 horas, que a pesar de las deficiencias de la ley, era todavía un intento de defender los intereses de los trabajadores. Pero entonces, como para expiar su pecado contra los capitalistas, el gobierno de Jospin llevó a cabo el programa de privatizaciones más importante en la historia del país. El gobierno de Hollande se distingue de sus predecesores por el hecho de no haber llevado a cabo ninguna reforma social significativa. Desde el primer día, en todas las cuestiones fundamentales, su política se inspiró en la defensa de los intereses capitalistas. El Acuerdo Nacional Interprofesional (ANI) sólo puede agravar la precariedad y la flexibilidad de los trabajadores, la pérdida de puestos de trabajo en la administración pública continúa, se anuncia un nuevo ataque contra las pensiones – y así sucesivamente.
El MEDEF [la confederación patronal – NdT], la UMP, el Frente Nacional y los demás defensores de la clase dominante atacan al gobierno, haciéndole responsable de la crisis. Pero la causa principal de la situación económica y social desastrosa no es la política del gobierno. Se halla en el propio sistema capitalista, cuya existencia se ha vuelto incompatible con los intereses de la gran mayoría de la población. Pero dado que para el «socialista» Hollande, la propiedad capitalista de los bancos y de todos los pilares de la economía nacional es sacrosanta, y puesto que, bajo el capitalismo, la ganancia es la única justificación de la actividad económica, Hollande alinea su política con los intereses de la clase capitalista. Frente al enorme aumento del desempleo y al deterioro de las condiciones de vida de la masa de los trabajadores, el gobierno, enredado en el sistema, los abandona a su suerte. Peor aún, su política de austeridad agrava la regresión social.
Hollande nos asegura que en el año 2014, la economía volverá a crecer y a crear empleo. Es un mensaje de «esperanza» que no se basa en ninguna realidad. Por el contrario, todo indica que la crisis económica no hará más que profundizarse – así como el desempleo y la pobreza que resultan de ella.
La actual crisis es fundamentalmente una crisis de sobreproducción: los mercados capitalistas están saturados. La demanda es insuficiente en relación con la capacidad productiva existente. Es una expresión, entre otras, del carácter caótico y destructivo del modo de producción capitalista. En la industria del automóvil, el exceso de capacidad se estima en alrededor del 25%. En Europa, el sector amenaza con cerrar diez de entre los principales centros de producción. La industria siderúrgica tendría un exceso de capacidad del 10%. Lo mismo ocurre en el sector del refinado. Los niveles de sobrecapacidad varían de un sector a otro, pero en todas partes, para ahorrar y aumentar los beneficios, la clase dominante reacciona mediante la destrucción del aparato productivo, ejerciendo una presión implacable sobre las condiciones de trabajo y aumentando el nivel de explotación de los asalariados. Los capitalistas trasladan el capital de un país a otro, de sector en sector en busca del máximo beneficio, destruyendo la economía a su paso. Y son los trabajadores – y la sociedad en su conjunto, con la excepción de los más ricos – los que sufren las consecuencias.
Esta crisis de sobreproducción coincide con una crisis de la deuda de los estados en Europa y Estados Unidos. Durante décadas, el gasto público, mucho más importante que los ingresos de los Estados, llegó a paliar los problemas sociales y económicos causados por el capitalismo. Sin embargo, al no querer gravar a los capitalistas, se han endeudado hasta el punto de que en casi todos los países europeos, entre ellos Francia, la deuda está fuera de control. La deuda pública en Francia es de más de 1,8 billones de euros, es decir el 91% del PIB. Y a pesar de los intentos de limitar el gasto – a expensas de la infraestructura económica, los servicios públicos, la educación, la salud, etc. – el importe de la deuda sigue creciendo a un ritmo alarmante. Cada año aumenta a un ritmo de 100 a 150 mil millones de euros. Está claro que esta situación no puede seguir por mucho tiempo sin llevar a un colapso económico y social comparable a los experimentados por Grecia y España. El problema es que cualquier intento de reducir este incremento de la deuda hundiría de forma significativa a la economía en una profunda recesión.
Al esforzarse por aumentar los ingresos fiscales y disminuir el gasto público (que, sin embargo aumentó en 14.000 millones en 2012), el gobierno sólo logra reducir aún más la demanda interna, sin que tenga un impacto significativo en la deuda pública. Sin recortes drásticos en el gasto público – y un aumento igualmente espectacular de la presión fiscal – el Estado va directo hacia una crisis de solvencia similar a la situación española, lo que conducirá a un colapso de la economía. Aunque, en realidad, cualquier intento de aplicar estos «remedios» llevará de inmediato a un colapso económico igualmente grave. Hollande no tiene ninguna solución frente a este dilema, porque sobre bases capitalistas, no hay ninguna.
Aparece una brecha cada vez más profunda entre las clases sociales – por un lado, una concentración y aumento de fortunas que ya eran enormes de por sí, por el otro, una presión constante que socava las condiciones de vida, con la generalización del desempleo, la precariedad y la pobreza. En base al declive económico y a la regresión social permanente, la perspectiva que se esboza para Francia – y de hecho para el conjunto de Europa – es la de una intensificación de la lucha de clases. Francia entrará en un período de gran inestabilidad social. Aprenderemos, durante este período, que las manifestaciones y las protestas no son suficientes. El movimiento necesitará un programa de acción ofensivo que aborde la raíz del problema. Mientras los bancos y las grandes empresas – y, de hecho, el conjunto de la economía – estén bajo el control de los capitalistas, no será posible resolver los problemas sociales de nuestro tiempo. El movimiento obrero desde ahora ha de tener en cuenta esta realidad y debe situar la expropiación de los capitalistas en el centro de su programa.