Han pasado 130 años desde la muerte de Carlos Marx. Pero, ¿por qué debemos conmemorar a un hombre que murió en 1883? A principios de 1960, el entonces primer ministro laborista Harold Wilson declaró que no hay que buscar soluciones en el cementerio de Highgate (donde se encuentra enterrado Carlos Marx). ¿Y quién puede estar en desacuerdo con eso? En el cementerio antes mencionado sólo se puede encontrar viejos huesos y polvo, y un monumento de piedra bastante feo.
Sin embargo, cuando hablamos de la importancia de Carlos Marx hoy, no nos referimos a los cementerios, sino a las ideas: ideas que han resistido la prueba del tiempo y que ahora han emergido triunfantes, como incluso algunos de los enemigos del marxismo se han visto obligados a aceptar a regañadientes. El colapso económico del 2008 demostró quién estaba anticuado, y ciertamente no era Carlos Marx.
Durante décadas, los economistas no se cansaban de repetir que las predicciones de una depresión económica de Marx eran totalmente obsoletas. Se suponía que eran ideas del siglo XIX, y aquellos que las defendían fueron tachados de dogmáticos incurables. Pero ahora resulta que son las ideas de los defensores del capitalismo las que deben ser relegadas al basurero de la historia, mientras que Marx ha sido completamente vindicado.
No hace mucho tiempo, Gordon Brown proclamó confiadamente “el fin del ciclo económico de auge y recesión”. Después de la crisis de 2008 se vio obligado a comerse sus propias palabras. La crisis del euro muestra que la burguesía no tiene idea de cómo resolver los problemas de Grecia, España e Italia, que a su vez ponen en peligro el futuro de la moneda común europea, e incluso de la propia Unión Europea. Esto puede fácilmente ser el catalizador de una nuevo recesión a escala mundial, que será aún más profunda que la crisis de 2008.
Incluso algunos economistas burgueses se ven obligados a aceptar lo que se está volviendo cada vez más evidente: que el capitalismo contiene en sí las semillas de su propia destrucción; que es un sistema anárquico y caótico caracterizado por crisis periódicas que destruye el empleo y provoca inestabilidad social y política.
La cuestión con la crisis actual es que se supone que no tenía que haber sucedido. Hasta hace poco la mayoría de los economistas burgueses creían que el mercado, si se lo dejaba a su libre albedrío, era capaz de resolver todos los problemas, equilibrando mágicamente la oferta y la demanda (la “hipótesis del mercado eficiente”), de modo que nunca podría haber una repetición de la crisis de 1929 y de la Gran Depresión.
La predicción de Marx de una crisis de sobreproducción había sido relegada al basurero de la historia. Los que todavía se adherían a la visión de Marx de que el sistema capitalista estaba desgarrado por contradicciones insolubles y contenía dentro de sí las semillas de su propia destrucción eran vistos como simples chiflados. ¿No había demostrado la caída de la Unión Soviética finalmente el fracaso del comunismo? ¿No había terminado la historia con el triunfo del capitalismo como el único sistema socio-económico posible?
Pero en el espacio de 20 años (no mucho tiempo en los anales de la sociedad humana) la rueda de la historia ha girado 180 grados. Ahora los antiguos críticos de Marx y del marxismo están cantando una canción muy diferente. De repente, las teorías económicas de Carlos Marx se están tomando muy en serio. Un número creciente de economistas está estudiando detenidamente las páginas de los escritos de Marx, con la esperanza de encontrar una explicación a lo que ha ido mal.
Pensándolo mejor
En julio de 2009, tras el comienzo de la recesión, The Economist realizó un seminario en Londres para discutir la cuestión: ¿Qué pasa con la economía? Esto puso de manifiesto que para un número cada vez mayor de economistas la teoría convencional no tiene ninguna relevancia. Paul Krugman, galardonado con el Premio Nobel de Economía, hizo una admisión sorprendente: “En los últimos 30 años el desarrollo de la teoría macroeconómica ha sido espectacularmente inútil en el mejor de los casos y, en el peor, extremadamente perjudicial”. Este juicio es un epitafio adecuado para las teorías de la economía burguesa.
Ahora que los acontecimientos han devuelto un poco de sentido común a la cabeza de, al menos, algunos pensadores burgueses, estamos viendo todo tipo de artículos que, a regañadientes, reconocen que Marx tenía razón después de todo. Incluso el periódico oficial del Vaticano, L’Osservatore Romano, publicó un artículo en 2009 alabando el diagnóstico de Marx acerca de la desigualdad de los ingresos, lo cual es una aprobación del hombre que declaró que la religión es el opio del pueblo. El Capital es ahora un superventas en Alemania. En Japón se ha publicado en una versión manga (un formato de cómic típico japonés).
George Magnus, analista económico principal en el banco UBS, escribió un artículo con el intrigante título: Demos a Carlos Marx la oportunidad de salvar la economía mundial. Con sede en Suiza, el UBS es uno de los pilares del sistema financiero, con oficinas en más de 50 países y con más de 2 billones de dólares en activos. Sin embargo, en un ensayo para Bloomberg View, Magnus escribió que “la economía global de hoy tiene algún asombroso parecido con lo que Marx previó”.
En su artículo, comienza con la descripción de los responsables políticos “que luchan por comprender la avalancha de pánico financiero, las protestas y otros males que aquejan al mundo” y sugiere que harían bien estudiando la obra de “un economista muerto hace mucho tiempo, Carlos Marx”.
“Consideremos, por ejemplo, la predicción de Marx de cómo se manifestaría el conflicto inherente entre el capital y el trabajo. Como escribió en El Capital, la búsqueda de beneficios y productividad de las empresas las llevaría naturalmente a necesitar cada vez menos trabajadores, creando un ‘ejército industrial de reserva’ de pobres y desempleados: ‘La acumulación de riqueza en un polo es, por tanto, al mismo tiempo acumulación de miseria en el otro’”.
Y continúa:
“El proceso que él [Marx] describe es visible en todo el mundo desarrollado, particularmente en los esfuerzos de las compañías estadounidenses de reducir costos y evitar la contratación de mano de obra, lo que ha aumentado las ganancias corporativas de Estados Unidos como parte de la producción económica total al nivel más alto en más de seis décadas, mientras que la tasa de desempleo se sitúa en el 9,1 por ciento y los salarios reales están estancados.“Mientras tanto, la desigualdad de ingresos en EEUU es, según algunos cálculos, cercana a su nivel más alto desde la década de 1920. Antes de 2008, la disparidad en los ingresos estaba oscurecida por factores tales como el crédito fácil, que permitió a los hogares pobres disfrutar de un estilo de vida más próspero. Ahora el problema ha vuelto a resurgir con toda su fuerza”.
The Wall Street Journal realizó una entrevista al conocido economista Dr. Nouriel Roubini, conocido por sus colegas economistas como el “Dr. Doom” (Dr. Catástrofe) por su predicción de la crisis financiera de 2008. Hay un video de esta insólita entrevista, que merece ser estudiado cuidadosamente, ya que muestra el pensamiento de los estrategas más clarividentes del Capital.
Roubini afirma que la cadena del crédito se ha roto, y que el capitalismo ha entrado en un círculo vicioso en el que el exceso de capacidad (sobreproducción), la caída de la demanda de los consumidores, los altos niveles de deuda, etc., engendran una falta de confianza de los inversores que, a su vez, se reflejará en caídas bruscas del mercado bursátil, caída de precios de los activos y un colapso de la economía real.
Al igual que todos los demás economistas, Roubini no tiene solución real a la crisis actual, excepto más inyecciones monetarias de los bancos centrales para evitar otro colapso. Sin embargo, admitió con franqueza que la política monetaria por sí sola no será suficiente, y que las empresas y los gobiernos no están ayudando. Europa y los Estados Unidos están llevando a cabo programas de austeridad para tratar de arreglar sus economías endeudadas, cuando deberían estar introduciendo un mayor estímulo monetario, dijo. Sus conclusiones no podrían ser más pesimistas: “Carlos Marx tenía razón, en algún momento el capitalismo podría destruirse a sí mismo”, dijo Roubini. “Pensábamos que los mercados funcionaban. No están funcionando”. (El subrayado es mío. AW.)
El fantasma del marxismo aún se cierne sobre la burguesía 130 años después de que los restos mortales de Marx fueran sepultados. Pero, ¿qué es el marxismo? Es una tarea imposible tratar adecuadamente de todos los aspectos del marxismo en el espacio de un artículo. Por lo tanto, nos limitaremos a un relato general e incompleto con la esperanza de que animará al lector a estudiar los escritos originales de Marx. Después de todo, nadie ha expuesto las ideas de Marx mejor que él mismo.
En términos generales, sus ideas se pueden dividir en tres partes distintas pero interconectadas –lo que Lenin llamó las tres fuentes y las tres partes integrantes del marxismo–. Estas, por lo general, se conocen por los nombres de: economía marxista, materialismo dialéctico y materialismo histórico. Cada una de estas partes se encuentra en una relación dialéctica con las demás sí y no pueden entenderse de manera aislada unas de otras. Un buen lugar para comenzar a conocer el marxismo es el documento fundacional de nuestro movimiento, que fue escrito en vísperas de las revoluciones europeas de 1848. Es una de las obras más grandes e influyentes de la historia.
El Manifiesto Comunista
La inmensa mayoría de los libros escritos hace un siglo y medio no tienen hoy más que un simple interés histórico. Pero lo que más llama la atención en el Manifiesto Comunista es la manera en que prevé los fenómenos más fundamentales que en la actualidad ocupan nuestra atención a nivel mundial. Es realmente extraordinario pensar que un libro escrito en 1847 pueda presentar una imagen del mundo del siglo XXI tan vívida y verazmente. De hecho, el Manifiesto es aún más cierto hoy que cuando apareció por primera vez en 1848.
Veamos un ejemplo. En el momento en que Marx y Engels escribían, el mundo de las grandes empresas multinacionales todavía era la música de un futuro muy lejano. A pesar de esto, ellos explicaron cómo la libre empresa y la competencia conducirían inevitablemente a la concentración del capital y a la monopolización de las fuerzas productivas. Es francamente cómico leer las declaraciones de los defensores del mercado sobre la supuesta equivocación de Marx sobre este tema, cuando en realidad fue precisamente una de sus predicciones más brillantes y certeras.
Durante la década de 1980 se puso de moda decir que lo pequeño es hermoso. Este no es el lugar para entrar en una discusión sobre la estética relativa de tamaños grandes, pequeños o medianos, sobre la que todo el mundo tiene derecho a tener una opinión. Pero es un hecho absolutamente indiscutible que el proceso de concentración de capital previsto por Marx se ha producido, sigue produciéndose y, de hecho, ha llegado a niveles sin precedentes en el curso de los últimos diez años.
En los Estados Unidos, donde el proceso puede ser visto en una forma particularmente clara, las empresas del índice Fortune 500 representaban el 73,5 por ciento del total del PIB en 2010. Si estas 500 empresas formaran un país independiente, serían la segunda mayor economía del mundo, sólo superada por los propios Estados Unidos. En 2011, estas 500 empresas generaron un récord de 824.500 millones de dólares en ganancias: un salto del 16 por ciento desde 2010. A escala mundial, las 2.000 empresas más grandes suponen actualmente 32 billones de dólares en ingresos, 2,4 billones de dólares en ganancias, 138 billones de dólares en activos y 38 billones de dólares en valor de mercado, con un increíble 67 por ciento de aumento de los beneficios entre 2010 y 2011.
Cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto, no había ninguna evidencia empírica de sus afirmaciones. Por el contrario, el capitalismo de su época se basaba enteramente en las pequeñas empresas, el libre mercado y la competencia. Hoy en día, la economía de todo el mundo capitalista está dominada por un puñado de gigantescos monopolios transnacionales como Exxon y Wal Mart. Estos gigantes poseen fondos que superan con creces los presupuestos nacionales de muchos Estados. Las predicciones del Manifiesto se han hecho realidad de una forma aún más clara y completa que lo que el propio Marx jamás podría haber soñado.
Los defensores del capitalismo no pueden perdonar a Marx porque, en un momento en que el capitalismo se encontraba en la etapa de vigor juvenil, fue capaz de prever las causas de su degeneración senil. Durante décadas negaron enérgicamente su predicción del proceso inevitable de concentración del capital y el desplazamiento de las pequeñas empresas por los grandes monopolios.
El proceso de centralización y concentración de capital ha alcanzado proporciones hasta ahora inimaginables. El número de fusiones y adquisiciones ha alcanzado el carácter de epidemia en todos los países industrializados avanzados. En muchos casos, estas adquisiciones están íntimamente relacionadas con todo tipo de prácticas turbias: compra o venta de acciones en Bolsa con información privilegiada, falsificación de los precios de las acciones y otros tipos de fraude, robo y estafa, como ha revelado el escándalo de la manipulación de la tasa de interés Libor por el banco Barclays y otros grandes bancos. Esta concentración de capital no significa un crecimiento de la producción, sino todo lo contrario. En todos los casos, la intención no es la de invertir en nuevas plantas y maquinaria sino la de cerrar fábricas y oficinas y despedir a un gran número de trabajadores con el fin de aumentar los márgenes de beneficios sin aumentar la producción. Baste con mencionar la reciente fusión de dos grandes bancos suizos, que fue seguida inmediatamente por la pérdida de 13.000 puestos de trabajo.
Globalización y desigualdad
Pasemos a la siguiente predicción importante hecha por Marx. Ya en 1847, Marx explicó que el desarrollo de un mercado global vuelve “imposible toda la estrechez y el individualismo nacional. Todos los países, incluso los más grandes y poderosos, ahora están totalmente subordinados a toda la economía mundial, que decide el destino de los pueblos y las naciones”. Este brillante pronóstico teórico, mejor que cualquier otra cosa, muestra la superioridad inconmensurable del método marxista.
La globalización es generalmente considerada como un fenómeno reciente. Sin embargo, la creación de un único mercado global bajo el capitalismo fue predicha hace mucho tiempo en las páginas del Manifiesto. El dominio aplastante del mercado mundial es ahora el hecho más decisivo de nuestra época. La enorme intensificación de la división internacional del trabajo desde la Segunda Guerra Mundial ha demostrado la corrección del análisis de Marx de una manera casi de laboratorio.
A pesar de esto, se han hecho grandes esfuerzos para demostrar que Marx se equivocó al hablar de la concentración del capital y, por lo tanto, del proceso de polarización entre las clases. Esta gimnasia mental corresponde a los sueños de la burguesía para redescubrir la desaparecida edad de oro de la libre empresa, de la misma forma que un viejo decrépito anhela en su senilidad los días perdidos de su juventud.
Desafortunadamente, no hay la más mínima posibilidad de que el capitalismo recupere su vigor juvenil. Hace mucho tiempo que ha entrado en su fase final: la del capitalismo monopolista. Los días de la pequeña empresa, a pesar de la nostalgia de la burguesía, han sido relegados al pasado. En todos los países los grandes monopolios, estrechamente relacionados con la banca y enredados con el Estado burgués, dominan la vida de la sociedad. La polarización entre las clases continúa sin interrupción, y tiende a acelerarse.
Tomemos la situación en los EEUU. Las 400 familias estadounidenses más ricas tienen tanta riqueza como el 50 por ciento de la población más pobre. Los seis herederos individuales de Walmart “valen” más que el 30 por ciento más pobre de los estadounidenses puestos juntos. El 50 por ciento más pobre de los estadounidenses poseen sólo un 2,5 por ciento de la riqueza del país. El uno por ciento más rico de la población de los EEUU aumentó su participación en el ingreso nacional del 17,6 por ciento en 1978 a un sorprendente 37,1 por ciento en 2011.
Durante los últimos 30 años la brecha entre los ingresos de los ricos y los pobres se ha ido ampliando paulatinamente hasta convertirse en un profundo abismo. En el Occidente industrializado el ingreso promedio del diez por ciento más rico de la población es de aproximadamente nueve veces más que el del diez por ciento más pobre. Esa es una diferencia enorme. Y las cifras publicadas por la OCDE muestran que la disparidad que se inició en los EEUU y el Reino Unido se ha extendido a países como Dinamarca, Alemania y Suecia, que tradicionalmente han tenido una baja desigualdad.
La riqueza obscena de los banqueros es ahora un escándalo público. Pero este fenómeno no se limita al sector financiero. En muchos casos, los directores de las grandes empresas ganan 200 veces más que sus trabajadores peor pagados. Esta excesiva diferencia ya ha provocado un resentimiento creciente, que está convirtiéndose en furia derramada en las calles, en un país tras otro. La creciente tensión se refleja en las huelgas, huelgas generales, manifestaciones y disturbios. Se refleja en las elecciones mediante el voto de protesta contra los gobiernos y todos los partidos existentes, como hemos visto recientemente en las elecciones generales italianas.
Una encuesta de la revista Time mostró que el 54% tiene una opinión favorable del movimiento #Occupy, el 79% piensa que la brecha entre ricos y pobres ha crecido demasiado, el 71% piensa que los directores ejecutivos de las instituciones financieras deben ser procesados, el 68% piensa que los ricos deberían pagar más impuestos y sólo el 27% tiene una opinión favorable del movimiento Tea Party (33% desfavorable). Por supuesto, es demasiado pronto para hablar de una revolución en Estados Unidos. Pero está claro que la crisis del capitalismo está produciendo un creciente ambiente de crítica entre amplias capas de la población. Hay un fermento y un cuestionamiento del capitalismo que no estaban antes ahí.
El azote del desempleo
En el Manifiesto del Partido Comunista leemos:
“He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando la sociedad e imponerle a ésta por norma las condiciones de su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene más remedio que mantenerlos, cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad”.
Las palabras de Marx y Engels citadas más arriba se han vuelto literalmente ciertas. Hay un sentimiento creciente en todos los sectores de la sociedad de que nuestras vidas están dominadas por fuerzas que escapan a nuestro control. La sociedad está presa de una punzante sensación de miedo e incertidumbre. El ambiente de inseguridad se ha generalizado prácticamente a toda la sociedad.
El tipo de desempleo masivo que estamos experimentando es mucho peor que cualquier cosa que Marx previó. Marx escribió acerca del ejército de reserva de mano de obra, es decir, de un conjunto de mano de obra que puede utilizarse para mantener bajos los salarios y actúa como una reserva cuando la economía se recupera de una caída. Pero el tipo de desempleo que ahora vemos no es el ejército de reserva del que hablaba Marx, que, desde un punto de vista capitalista, jugó un papel útil.
Este no es el tipo de desempleo cíclico del pasado con el que los trabajadores están bien familiarizados y que surgía en una recesión para desaparecer cuando la economía volvía a remontar. Es un desempleo permanente, estructural, orgánico, que no disminuye notablemente, incluso cuando hay un “boom”. Es un peso muerto que actúa como un lastre colosal en la actividad productiva, un síntoma de que el sistema ha llegado a un callejón sin salida.
Una década antes de la crisis de 2008, según las Naciones Unidas, el desempleo mundial era de aproximadamente 120 millones de personas. Para el año 2009, la Organización Internacional del Trabajo puso la cifra en 198 millones, y espera que llegue a 202 millones en 2013. Sin embargo, incluso estas cifras, como todas las estadísticas oficiales de desempleo, representan una importante subestimación de la situación real. Si incluimos la enorme cantidad de hombres y mujeres que se ven obligados a trabajar en todo tipo de “trabajos” marginales, la auténtica cifra mundial de desempleo y subempleo no sería inferior a 1.000 millones.
A pesar de todos los discursos sobre la recuperación económica, el crecimiento económico en Alemania, la principal potencia económica de Europa, ha disminuido casi a cero, al igual que en Francia. En Japón la economía también está a punto de paralizarse. Aparte de la miseria y del sufrimiento causado a millones de familias, desde un punto de vista económico, representa una considerable pérdida de la producción y un derroche a una escala colosal. Contrariamente a las ilusiones de los líderes sindicales en el pasado, el desempleo masivo ha regresado y se ha extendido por todo el mundo como un cáncer que roe las entrañas de la sociedad.
La crisis del capitalismo tiene sus efectos más terribles entre los jóvenes. El desempleo juvenil está disparándose en todas partes. Esta es la razón de las protestas estudiantiles masivas y disturbios en Gran Bretaña, del movimiento de los indignados en España, de la ocupación de las escuelas de Grecia y también de las revueltas en Túnez y Egipto, donde alrededor del 75% de los jóvenes está desempleado.
El número de desempleados en Europa está aumentando constantemente. La cifra para España es de casi el 27 por ciento, mientras que el desempleo juvenil se sitúa en un increíble 55 por ciento, y en Grecia no menos de 62 por ciento de los jóvenes –dos de cada tres– no tienen trabajo. Toda una generación de jóvenes está siendo sacrificada en el altar de los Beneficios. Muchos de los que buscaban la salvación en la educación superior han encontrado que esta avenida está bloqueada. En Gran Bretaña, donde la educación superior solía ser gratuita, ahora los jóvenes ven que a fin de conseguir la especialización que necesitan, van a tener que endeudarse.
En el otro extremo de la escala de edad, los trabajadores cercanos a la jubilación descubren que deben trabajar más tiempo y pagar más para obtener pensiones más bajas que condenan a muchos a la pobreza en la vejez. Para jóvenes y viejos por igual, la perspectiva a la que se enfrenta la mayoría hoy en día es una vida de inseguridad. Toda la vieja hipocresía burguesa sobre los valores de la moral y la familia se ha revelado como vacía. La epidemia de desempleo, la falta de vivienda, el endeudamiento aplastante y la desigualdad social extrema han convertido a toda una generación en parias, ha socavado la familia y ha creado una pesadilla de pobreza sistémica, desmoralización, degradación y desesperación.
Una crisis de sobreproducción
En la mitología griega había un personaje llamado Procusto que tenía la mala costumbre de cortar las piernas, la cabeza y los brazos de sus invitados para que cupieran en su cama infame. En la actualidad, el sistema capitalista se asemeja a la cama de Procusto. La burguesía está destruyendo sistemáticamente los medios de producción con el fin de hacerlos encajar en los estrechos límites del sistema capitalista. Este vandalismo económico se asemeja a una política de tala y quema a gran escala.
George Soros compara este proceso con el martillo de demolición utilizado para derribar edificios altos. Pero no son sólo edificios lo que están destruyendo, sino economías y Estados enteros. La consigna del momento es austeridad, recortes y ataques a los niveles de vida. En todos los países la burguesía plantea el mismo grito de guerra: “¡Hay que reducir el gasto público!” Todos los gobiernos del mundo capitalista, ya sean de derecha o de “izquierda” en realidad están siguiendo la misma política. Esto no es el resultado de los caprichos de políticos a título individual, de la ignorancia o de su mala fe (aunque de esto hay también bastante), sino una expresión gráfica del callejón sin salida en que se encuentra el sistema capitalista.
Esta es una expresión del hecho de que el sistema capitalista está llegando a sus límites y es incapaz de desarrollar las fuerzas productivas de la manera que lo hizo en el pasado. Como el aprendiz de brujo de Goethe, han conjurado fuerzas que no pueden controlar. Sin embargo, recortando los gastos del Estado, también merman la demanda y reducen el conjunto del mercado, justo en un momento en que incluso los economistas burgueses reconocen que existe un grave problema de sobreproducción (“sobrecapacidad”) a escala mundial. Tomemos sólo un ejemplo: el del sector del automóvil. Este es fundamental, ya que involucra a muchos otros sectores como el acero, plásticos, productos químicos y electrónica.
El exceso global de capacidad de la industria del automóvil es de aproximadamente un 30 por ciento. Esto significa que Ford, General Motors, Fiat, Renault, Toyota y todos los demás podrían cerrar un tercio de sus fábricas y despedir a un tercio de sus trabajadores mañana mismo, y todavía no serían capaces de vender todos los vehículos que producen a lo que ellos consideran una tasa de beneficios aceptable. Existe una situación similar en muchos otros sectores. A menos que se resuelva este problema de exceso de capacidad, no puede haber un verdadero fin a la crisis actual.
El dilema de los capitalistas se puede expresar fácilmente. Si Europa y los EEUU no están consumiendo, China no puede producir. Si China no está produciendo al mismo ritmo que antes, países como Brasil, Argentina y Australia no pueden continuar exportando sus materias primas. El mundo entero está indisolublemente vinculado entre sí. La crisis del euro afectará a la economía de los EEUU, que se encuentra en un estado muy frágil, y lo que ocurra en los EEUU tendrá un efecto decisivo en toda la economía mundial. Así, la globalización se manifiesta como una crisis global del capitalismo.
Alienación
Con una visión de futuro increíble, los autores del Manifiesto previeron las condiciones que precisamente ahora está sufriendo la clase obrera en todos los países.
“La extensión de la maquinaria y la división del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario actual, todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo, equivale a su coste de producción. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque se alargue la jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas, etc.”
Hoy, EEUU ocupa la misma posición que el Reino Unido ocupaba en la época de Marx: la del país capitalista más desarrollado. Por lo tanto, las tendencias generales del capitalismo se expresan ahí en su forma más clara. Durante los últimos 30 años, la remuneración de los ejecutivos en los EEUU ha aumentado en un 725%, mientras que la remuneración de los trabajadores ha aumentado en sólo un 5,7%. Estos ejecutivos ahora ganan un promedio de 244 veces más que sus empleados. El salario mínimo federal actual es de 7,25 dólares por hora. Según el Centro de Investigación de Política Económica, si el salario mínimo se hubiera mantenido a la par con el aumento de la productividad del trabajador, este hubiera llegado a 21,72 dólares en el 2012. Si se toma en cuenta la inflación, los salarios medios de los trabajadores varones estadounidenses son más bajos hoy que en 1968. El auge económico del pasado tuvo lugar en gran parte a expensas de la clase obrera.
Mientras millones se ven obligados a tener una vida miserable de inactividad forzosa, millones de personas se ven obligadas a tener dos o tres empleos, y con frecuencia trabajan 60 horas o más a la semana sin ningún pago adicional por horas extraordinarias. El 85,8 por ciento de los varones y el 66,5 por ciento de las mujeres trabajan más de 40 horas a la semana. Según la Organización Internacional del Trabajo “los estadounidenses trabajan 137 horas más al año que los trabajadores japoneses, 260 horas más al año que los trabajadores británicos y 499 horas más al año que los trabajadores franceses”.
Según datos de la Oficina de Estadísticas Laborales de EEUU (BLS), la productividad media por trabajador estadounidense ha aumentado un 400 por ciento desde 1950. En teoría, esto significa que para lograr el mismo nivel de vida un trabajador sólo tendría que trabajar una cuarta parte de la jornada laboral media en 1950, es decir, 11 horas por semana. O eso, o el nivel de vida, en teoría, debería haber aumentado en cuatro veces. Por el contrario, el nivel de vida se ha reducido drásticamente para la mayoría, mientras que el estrés relacionado con el trabajo, las lesiones y las enfermedades van en aumento. Esto se refleja en una epidemia de depresión, suicidio, divorcio, abuso infantil y conyugal, tiroteos masivos y otros males sociales.
La misma situación existe en Gran Bretaña, donde bajo el gobierno de Thatcher se destruyeron 2,5 millones de empleos en la industria y, no obstante, se ha mantenido el mismo nivel de producción que en 1979. Esto se ha logrado, no a través de la introducción de nueva maquinaria, sino a través de la sobre-explotación de los trabajadores británicos. En 1995, Kenneth Calman, Director General de Salud, advirtió que “la pérdida del empleo de por vida ha desatado una epidemia de enfermedades relacionadas con el estrés”.
La lucha de clases
Marx y Engels explicaron en el Manifiesto Comunista que un factor constante en toda la historia es que el desarrollo social se lleva a cabo a través de la lucha de clases. Bajo el capitalismo, esto se ha simplificado en gran medida con la polarización de la sociedad en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el proletariado. El enorme desarrollo de la industria y de la tecnología en los últimos 200 años ha llevado al aumento de la concentración del poder económico en unas pocas manos.
“Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases”, dice el Manifiesto en una de sus frases más célebres. Durante mucho tiempo, a muchos les parecía que esta idea era anticuada. En el largo período de expansión capitalista que siguió a la Segunda Guerra Mundial, con pleno empleo en las economías industriales avanzadas, con el aumento de los niveles de vida y las reformas (¿recordáis el Estado del Bienestar?), la lucha de clases, efectivamente, parecía ser una cosa del pasado.
Marx predijo que el desarrollo del capitalismo conduciría inexorablemente a la concentración del capital, una inmensa acumulación de riqueza por un lado, y una inmensa acumulación de pobreza, miseria y trabajo insoportable en el otro extremo del espectro social. Durante décadas, esta idea fue desmentida por los economistas burgueses y los sociólogos de universidad que insistieron en que la sociedad se estaba volviendo cada vez más igualitaria y que todo el mundo se estaba convirtiendo en clase media. Ahora todas estas ilusiones se han disipado.
El argumento, tan querido por los sociólogos burgueses, de que la clase obrera ha dejado de existir ha caído por su propio peso. En el último período se han proletarizado capas importantes de la población activa que antes se consideraban de clase media. Los maestros, los funcionarios públicos, los empleados de la banca y otros han sido empujados a las filas de la clase obrera y del movimiento obrero, donde constituyen algunos de los sectores más militantes.
Los viejos argumentos de que todo el mundo puede prosperar y todos somos de clase media han sido falsificados por los acontecimientos. En los últimos 20 o 30 años, en Gran Bretaña, EEUU y muchos otros países desarrollados ha estado sucediendo lo contrario. La clase media solía pensar que la vida se desarrollaba en una progresión ordenada de etapas en las que cada una es un paso adelante respecto a la anterior. Eso ya no es el caso.
La seguridad del empleo ha dejado de existir, los oficios y profesiones del pasado han desaparecido en gran medida y carreras para toda la vida son apenas recuerdos. Toda esperanza de avanzar ha sido eliminada y para la mayoría de la gente una vida de clase media ya no es ni siquiera una aspiración. Una minoría decreciente puede contar con una pensión que les permita vivir cómodamente, y pocos tienen un ahorro significativo. Más y más gente vive del día a día, con poca idea de lo que le espera en el futuro.
Si la gente tiene alguna riqueza, está en sus casas, pero con la contracción de la economía los precios de la vivienda han caído en muchos países y podrían estar estancados durante años. La idea de una democracia de propietarios ha sido desenmascarada como un espejismo. Lejos de ser una ventaja para ayudar a financiar una jubilación cómoda, poseer una vivienda se ha convertido en una pesada carga. Las hipotecas deben pagarse, se tenga trabajo o no. Muchos están atrapados en con un patrimonio neto negativo, con enormes deudas que nunca podrán pagar. Hay una generación cada vez más numerosa que sólo puede ser descrita como esclava de la deuda.
Esta es una condena devastadora del sistema capitalista. Sin embargo, este proceso de proletarización significa que las reservas sociales de la reacción se han reducido considerablemente porque una gran parte de los trabajadores de cuello blanco se acerca a la clase obrera tradicional. En las movilizaciones masivas recientes, sectores que en el pasado nunca hubieran soñado con ir a la huelga o incluso entrar en un sindicato, tales como los maestros y los funcionarios públicos, se encontraban en la primera línea de la lucha de clases.
¿Idealismo o materialismo?
El punto de partida del método idealista se encuentra en lo que las personas piensan y dicen de sí mismas. Pero Marx explicó que las ideas no caen del cielo, sino que reflejan con mayor o menor exactitud, situaciones objetivas, presiones sociales y contradicciones ajenas a la voluntad de los hombres y de las mujeres. Pero la historia no se desarrolla como resultado de la libre voluntad o de deseos conscientes de un “gran hombre”, de reyes, de políticos o de filósofos. Por el contrario, el progreso de la sociedad depende del desarrollo de las fuerzas productivas, que no es el producto de una planificación consciente, sino que se desarrolla a espaldas de los hombres y de las mujeres.
Por primera vez, Marx coloca el socialismo sobre una base teórica firme. Una comprensión científica de la historia no se puede basar en las imágenes distorsionadas de la realidad que flotan como fantasmas pálidos e imaginarios en las mentes de los hombres y de las mujeres, sino en las relaciones sociales reales. Eso significa que hay que partir de una clarificación de la relación entre las formas sociales y políticas y el modo de producción en una etapa determinada de la historia. Esto es precisamente lo que se llama el método de análisis del materialismo histórico.
Alguna gente se sentirá irritada por esta teoría que parece privar a la humanidad de la función de protagonistas en el proceso histórico. De la misma manera, la Iglesia y sus apologistas filosóficos estaban profundamente ofendidos por las afirmaciones de Galileo de que el Sol, y no la Tierra, era el centro del Universo. Más tarde, las mismas personas atacaron a Darwin por sugerir que los seres humanos no eran la creación especial de Dios, sino el producto de la selección natural.
De hecho, el marxismo no niega en absoluto la importancia del factor subjetivo en la historia, el papel consciente de la humanidad en el desarrollo de la sociedad. Los hombres y las mujeres hacen la historia, pero no la hacen enteramente de acuerdo con su libre voluntad e intenciones conscientes. En palabras de Marx:
“La historia no hace nada, ‘no posee una riqueza inmensa’, ‘no libra combates’. Ante todo es el hombre, el hombre real y vivo quien hace todo eso, quien posee y realiza combates; estemos seguros que no es la ‘historia’ la que se sirve del hombre como de un medio para realizar –como si ella fuera un personaje particular– sus propios fines; no es más que la actividad del hombre que persigue sus objetivos”. (Marx y Engels, La Sagrada Familia, Capítulo VI)
Todo lo que el marxismo hace es explicar el papel del individuo como parte de una sociedad determinada, sujeta a ciertas leyes objetivas y, en última instancia, como el representante de los intereses de una clase particular. Las ideas no tienen existencia independiente, ni desarrollo histórico propio. “La vida no está determinada por la conciencia”, escribe Marx en La ideología alemana, “sino la conciencia por la vida”.
Las ideas y las acciones de las personas están condicionadas por las relaciones sociales, el desarrollo de lo cual no depende de la voluntad subjetiva de los hombres y mujeres, sino que se lleva a cabo de acuerdo con las leyes definidas que, en última instancia, reflejan las necesidades del desarrollo de las fuerzas productivas. Las interrelaciones entre estos factores constituyen una compleja red que a menudo es difícil de ver. El estudio de estas relaciones es la base de la teoría marxista de la historia.
Citemos un ejemplo. En el momento de la Revolución Inglesa, Oliver Cromwell creía fervientemente que él estaba luchando por el derecho de cada individuo a orar a Dios de acuerdo a su conciencia. Pero el transcurso posterior de la historia ha demostrado que la Revolución de Cromwell fue la etapa decisiva en el ascenso irresistible de la burguesía inglesa al poder. La fase concreta del desarrollo de las fuerzas productivas en la Inglaterra del siglo XVII no permitía ningún otro resultado.
Los dirigentes de la Gran Revolución Francesa de 1789 a 1793 lucharon bajo la bandera de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Ellos creían que estaban luchando por un régimen basado en las leyes eternas de la justicia y la razón. Sin embargo, independientemente de sus intenciones e ideas, los jacobinos estaban preparando el camino para la dominación de la burguesía en Francia. Una vez más, desde un punto de vista científico, ningún otro resultado era posible en ese momento del desarrollo social.
Desde el punto de vista del movimiento obrero, la gran contribución de Marx es que él fue el primero en explicar que el socialismo no es sólo una buena idea, sino el resultado necesario del desarrollo de la sociedad. Pensadores socialistas antes de Marx –los socialistas utópicos– trataron de descubrir leyes y fórmulas universales que sentaran las bases para el triunfo de la razón humana sobre la injusticia de la sociedad de clases. Todo lo que se necesitaba era descubrir esa idea, y los problemas se resolverían. Este era un enfoque idealista.
A diferencia de los utópicos, Marx nunca trató de descubrir las leyes de la sociedad en general. Él analizó la ley del movimiento de una sociedad en particular, de la sociedad capitalista, explicando cómo surgió, cómo evolucionó y cómo dejará necesariamente de existir en un momento dado. Llevó a cabo esta enorme tarea en los tres volúmenes de El Capital.
Marx y Darwin
Charles Darwin, que era un materialista instintivo, explicó la evolución de las especies como consecuencia de los efectos del medio ambiente natural. Carlos Marx explicó la evolución de la humanidad a partir del desarrollo del medio ambiente “artificial” que llamamos sociedad. La diferencia radica, por una parte, en el carácter enormemente complicado de la sociedad humana en comparación con la relativa simplicidad de la naturaleza y, en segundo lugar, en el ritmo de cambio enormemente acelerado de la sociedad en comparación con el ritmo extraordinariamente lento con el que se desarrolla la evolución por selección natural.
Sobre la base de las relaciones sociales de producción –es decir, las relaciones entre las clases sociales– surgen formas jurídicas y políticas complejas con sus múltiples reflejos ideológicos, culturales y religiosos. Este complejo edificio de formas e ideas a veces es definido como la superestructura social. La superestructura, aunque siempre se basa en fundamentos económicos, se eleva por encima de la base económica e interactúa con ella, a veces de manera decisiva. Esta relación dialéctica entre la base y la superestructura es muy complicada y no siempre muy evidente. Pero en última instancia, la base económica siempre resulta ser la fuerza decisiva.
Las relaciones de propiedad son simplemente la expresión jurídica de las relaciones entre las clases. Al principio, estas relaciones –junto con su expresión jurídica y política– ayudan al desarrollo de las fuerzas productivas. Pero el desarrollo de las fuerzas productivas tiende a tropezar con las limitaciones representadas por las relaciones de propiedad existentes. Estas últimas se convierte en un obstáculo para el desarrollo de la producción. Es en este momento que entramos en un período de revolución.
Los idealistas ven la conciencia humana como la causa principal de toda acción humana, la fuerza motriz de la historia. Pero toda la historia demuestra lo contrario. La conciencia humana, en general, no es progresista ni revolucionaria. Reacciona de forma lenta a las circunstancias y es profundamente conservadora. A la mayoría de la gente no le gusta el cambio, y mucho menos el cambio revolucionario. Este miedo innato al cambio está profundamente arraigado en la psique colectiva. Es parte de un mecanismo de defensa que tiene sus orígenes en un pasado remoto de la especie humana.
Como regla general, podemos decir que la sociedad nunca decide dar un paso adelante si no está obligada a hacerlo bajo la presión de la necesidad extrema. Siempre que sea posible salir del paso en la vida sobre la base de las viejas ideas, adaptándolas imperceptiblemente a una realidad que cambia lentamente, los hombres y las mujeres continuarán andando por los caminos ya trillados. Al igual que la fuerza de la inercia en la mecánica, la tradición, la costumbre y la rutina constituyen una pesada carga sobre la conciencia humana, lo que significa que las ideas siempre tienden a ir a la zaga de los acontecimientos. Se requiere el martillazo de los grandes acontecimientos para superar esta inercia y obligar a la gente a cuestionar la sociedad existente, sus ideas y valores.
Todo lo que muestra la revolución es el hecho de que las contradicciones sociales generadas por el enfrentamiento entre el desarrollo económico y la estructura existente de la sociedad se han vuelto insoportables. Esta contradicción central sólo puede ser resuelta por el derrocamiento radical del orden existente y su sustitución por nuevas relaciones sociales que pongan la base económica en armonía con la superestructura.
En una revolución las bases económicas de la sociedad sufren una transformación radical. A continuación, la superestructura legal y política sufre un cambio profundo. En cada caso, las nuevas y más elevadas relaciones de producción han madurado en embrión en el seno de la vieja sociedad, planteando la urgente necesidad de una transición hacia un nuevo sistema social.
El materialismo histórico
El marxismo analiza los impulsos primarios ocultos del desarrollo de la sociedad humana, desde las primeras sociedades tribales hasta los tiempos modernos. La forma en que el marxismo traza este sinuoso camino se llama la concepción materialista de la historia. Este método científico nos permite entender la historia, no como una serie de incidentes inconexos e imprevistos, sino más bien como parte de un proceso claramente comprensible e interrelacionado. Se trata de una serie de acciones y reacciones que abarcan la política, la economía y todo el espectro del desarrollo social. La tarea del materialismo histórico es poner al descubierto la compleja relación dialéctica entre todos estos fenómenos.
El gran historiador inglés Edward Gibbon, autor de La historia de la decadencia y caída del Imperio romano, escribió que la historia es “poco más que la lista de los crímenes, locuras y desgracias de la humanidad”. (Gibbon, La decadencia y caída del Imperio Romano, Vol. 1, p. 69.) Básicamente, la más reciente interpretación postmodernista de la historia no ha avanzado un solo paso desde entonces. La historia es vista como una serie de narraciones desconectadas, sin conexión orgánica ni lógica o significado interior. Según este punto de vista, no existe un sistema socio-económico que se pueda decir que sea mejor o peor que cualquier otro, y por lo tanto la cuestión del progreso o del retroceso histórico está descartada.
La historia aparece aquí esencialmente como una serie de sucesos o accidentes aleatorios inexplicables y sin sentido. Se rige por leyes que no podemos comprender. Tratar de entenderla sería, por lo tanto, un ejercicio inútil. Una variación de este tema es la idea, ahora muy popular en algunos círculos académicos, de que no existen formas superiores o inferiores de desarrollo social y cultural. Afirman que no existe tal cosa como el progreso, algo que consideran una idea anticuada del siglo XIX, que fue popularizada por los liberales victorianos, socialistas fabianos y… Carlos Marx.
Esta negación del progreso en la historia es característica de la psicología de la burguesía en la fase de declive capitalista. Se trata de un fiel reflejo del hecho de que, bajo el capitalismo, el progreso ha alcanzado sus límites y amenaza con dar marcha atrás. La burguesía y sus representantes intelectuales son, naturalmente, reticentes a aceptar este hecho. Más aún, son orgánicamente incapaces de reconocerlo. Lenin dijo una vez que un hombre al borde de un precipicio no razona. Sin embargo, son vagamente conscientes de la situación real, y tratan de encontrar algún tipo de justificación para el estancamiento de su sistema negando completamente la posibilidad de avance.
Esta idea se ha hundido tanto en la conciencia que incluso ha sido llevada al reino de la evolución no humana. Incluso un pensador tan brillante como Stephen Jay Gould, cuya teoría dialéctica del equilibrio puntuado transformó la forma en que se percibe la evolución, sostuvo que era un error hablar de progreso de un nivel inferior a uno superior en la evolución, por lo que los microbios se deben colocar en el mismo nivel que los seres humanos. En cierto sentido es verdad que todos los seres vivos están relacionados (el genoma humano ha demostrado esto de manera concluyente). La humanidad no es una creación especial del Todopoderoso, sino el producto de la evolución. Tampoco es correcto ver la evolución como una especie de gran diseño, cuyo objetivo es crear seres como nosotros (una teleología, que viene del griego telos y cuyo significado es fin). Sin embargo, al rechazar una idea incorrecta, no es necesario ir al otro extremo, dando lugar a nuevos errores.
No se trata de aceptar ningún tipo de plan preconcebido, ya sea en relación con una intervención divina o de alguna clase de teleología, pero está claro que las leyes de la evolución inherentes a la naturaleza determinan, de hecho, el desarrollo desde formas simples de vida a formas más complejas. Las primeras formas de vida ya contienen en sí el embrión de todos los desarrollos futuros. Es posible explicar el desarrollo de los ojos, las piernas y otros órganos sin necesidad de recurrir a ningún plan preestablecido. En un determinado momento llegamos al desarrollo de un sistema nervioso central y un cerebro. Por último, con el homo sapiens, llegamos a la conciencia humana. La materia se hace consciente de sí misma. No ha habido ninguna revolución más importante desde el desarrollo de la materia orgánica (vida) a partir de la materia inorgánica.
Para complacer a nuestros críticos, quizás deberíamos añadir las palabras “desde nuestro punto de vista”. Los microbios, si fueran capaces de tener un punto de vista, probablemente plantearían objeciones serias. Pero somos seres humanos y tenemos que ver las cosas necesariamente a través de los ojos humanos. Y nosotros afirmamos que la evolución representa, de hecho, el desarrollo de formas de vida simple a otras más complejas y versátiles –en otras palabras, el progreso desde formas inferiores a superiores de vida–. Objetar esta formulación no tiene mucho sentido y no es científico, sino meramente escolástico. Al decir esto, por supuesto, no queremos ofender a los microbios, que, después de todo, han existido durante mucho más tiempo que nosotros, y si el sistema capitalista no es derrocado, puede que tengan la última palabra.
El motor de la historia
En la Contribución a la crítica de la economía política, Marx explica la relación entre las fuerzas productivas y la “superestructura” de la siguiente manera:
“En la producción social de su vida los hombres establecen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una fase determinada de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales (…) El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”.
Como Marx y Engels se esforzaron en señalar, quienes hacen la historia no siempre son conscientes de qué motivos les impulsan a actuar, buscando en su lugar racionalizarlos de un modo u otro, pero esos motivos existen y tienen una base en el mundo real.
Al igual que Charles Darwin explica que las especies no son inmutables, y que poseen un pasado, un presente y un futuro cambiando y evolucionando, así Marx y Engels explican que un sistema social no es algo eternamente fijo. Esa es la ilusión de todas las épocas. Cada sistema social cree que representa la única forma posible de existencia para los seres humanos, que sus instituciones, su religión, su moral… son la última palabra que se puede decir al respecto.
Eso es lo que los caníbales, los sacerdotes egipcios, María Antonieta y el Zar Nicolás creían fervientemente. Y eso es lo que la burguesía y sus apologistas quieren demostrarnos hoy, cuando nos aseguran, sin la más mínima base, que el llamado sistema de la libre empresa es el único sistema posible, justo cuando empieza a hundirse.
Hoy en día la idea de “evolución” ha sido generalmente aceptada, al menos, por personas instruidas. Las ideas de Darwin, tan revolucionarias en su día, se aceptan casi como un axioma. Sin embargo, la evolución se entiende generalmente como un proceso lento y gradual, sin interrupciones o trastornos violentos. En política, este tipo de argumento se utiliza con frecuencia como justificación para el reformismo. Por desgracia, se basa en un malentendido.
El mecanismo real de la evolución aún hoy en día sigue siendo un libro cerrado con siete sellos. Esto no es sorprendente, considerando que el propio Darwin no lo entendió. Sólo en la última década más o menos, con los nuevos descubrimientos de la paleontología hechos por Stephen J. Gould, quien formuló la teoría del equilibrio puntuado, se ha demostrado que la evolución no es un proceso gradual. Hay largos períodos en los que no se observan grandes cambios, pero en un momento dado, la línea de la evolución se rompe por una explosión, una verdadera revolución biológica caracterizada por la extinción masiva de algunas especies y el rápido ascenso de otras.
La analogía entre la sociedad y la naturaleza es, por supuesto, sólo aproximada. Pero incluso el examen más superficial de la historia muestra que la interpretación gradualista carece de fundamento. La sociedad, como la naturaleza, conoce largos períodos de cambio lento y gradual, pero también aquí la línea se interrumpe por acontecimientos explosivos: guerras y revoluciones, en las que el proceso de cambio se acelera enormemente. De hecho, son estos eventos los que actúan como la fuerza motriz principal del desarrollo histórico. Y la causa de la revolución es el hecho de que un sistema socio-económico en particular ha llegado a su límite y es incapaz de desarrollar las fuerzas productivas como antes.
Una visión dinámica de la historia
Aquellos que niegan la existencia de las leyes que rigen el desarrollo social humano siempre se aproximan a la historia desde un punto de vista subjetivo y moralista. Como Gibbon (pero sin su extraordinario talento) sacuden la cabeza ante el espectáculo interminable de violencia sin sentido, la inhumanidad del hombre contra el hombre (y la mujer) y así sucesivamente. En lugar de una visión científica de la historia tenemos una visión santurrona. Sin embargo, lo que se requiere no es un sermón moral, sino una visión racional. Más allá de los hechos aislados, es necesario discernir las tendencias generales, las transiciones de un sistema social a otro, y descubrir las fuerzas motrices fundamentales que determinan estas transiciones.
Aplicando el método del materialismo dialéctico a la historia, es inmediatamente obvio que la historia humana tiene sus propias leyes y que, en consecuencia, la historia de la humanidad es posible entenderla como un proceso. El ascenso y la caída de diferentes formaciones socioeconómicas se pueden explicar científicamente en términos de su capacidad o incapacidad para desarrollar los medios de producción, y de esa manera impulsar los horizontes de la cultura humana, y aumentar la dominación del hombre sobre la naturaleza.
La mayoría de la gente cree que la sociedad es algo permanentemente estático, y que sus valores morales, religiosos e ideológicos son inmutables, al igual que lo que llamamos “naturaleza humana”. Pero el más mínimo conocimiento de la historia demuestra que esto es falso. La historia se manifiesta como el ascenso y caída de diferentes sistemas socio-económicos. Igual que los hombres y las mujeres como individuos, las sociedades nacen, se desarrollan, alcanzan sus límites, entran en declive y, finalmente, son sustituidas por una nueva formación social.
En última instancia, la viabilidad de un sistema socioeconómico dado se determina por su capacidad de desarrollar las fuerzas productivas, ya que todo depende de esto. Muchos otros factores entran en la ecuación compleja: la religión, la política, la filosofía, la moral, la psicología de las diferentes clases y las cualidades individuales de los líderes. Pero estas cosas no caen del cielo, y un cuidadoso análisis demostrará que están determinadas –aunque de una manera contradictoria y dialéctica– por el entorno histórico real, y por las tendencias y procesos que son independientes de la voluntad de los hombres y de las mujeres.
La perspectiva de una sociedad que se encuentra en una fase de ascenso, que está desarrollando los medios de producción e impulsando los horizontes de la cultura y de la civilización, es muy diferente a la psicología de una sociedad en un estado de estancamiento y declive. El contexto histórico general determina todo. Afecta el clima moral prevaleciente, y la actitud de los hombres y mujeres hacia las instituciones políticas y religiosas existentes. Incluso afecta a la calidad de los líderes políticos individuales.
El capitalismo en su juventud fue capaz de proezas colosales. Desarrolló las fuerzas productivas a un grado sin precedentes, por lo que fue capaz de hacer avanzar las fronteras de la civilización humana. La gente percibía que la sociedad avanzaba, a pesar de todas las injusticias y explotación que siempre han caracterizado a este sistema. Esta sensación dio lugar a un espíritu general de optimismo y progreso que fue el sello distintivo del viejo liberalismo, con su firme convicción de que hoy fue mejor que ayer y mañana sería mejor que hoy.
Ese ya no es el caso. El viejo optimismo y la fe ciega en el progreso han sido sustituidos por un profundo sentimiento de descontento con el presente y de pesimismo con respecto al futuro. Este sentimiento omnipresente de temor e inseguridad es sólo un reflejo psicológico del hecho de que el capitalismo ya no es capaz de jugar un papel progresista en ningún lugar.
En el siglo XIX, el liberalismo, la principal ideología de la burguesía, defendió (en teoría) el progreso y la democracia. Pero el neo-liberalismo en el sentido moderno es sólo una máscara que cubre la fea realidad de la explotación más rapaz, la violación del planeta, la destrucción del medio ambiente, sin la menor preocupación por la suerte de las generaciones futuras. La única preocupación de los consejos de administración de las grandes empresas, que son los verdaderos gobernantes de los EEUU y del mundo entero, es la de enriquecerse mediante el saqueo: la liquidación de activos, la corrupción, el robo de bienes públicos mediante la privatización, el parasitismo… Estas son las principales características de la burguesía en la fase de su decadencia senil.
El ascenso y la caída de las sociedades
“La transición de un sistema a otro siempre fue determinada por el crecimiento de las fuerzas productivas, es decir, de la técnica y de la organización del trabajo. Hasta cierto punto, los cambios sociales son de carácter cuantitativo y no alteran las bases de la sociedad, a saber, las formas prevalecientes de propiedad. Pero se llega a un punto en que las fuerzas productivas maduras ya no pueden contenerse dentro de las antiguas formas de propiedad, y luego sigue un cambio radical en el orden social, acompañado de conmociones”. (León Trotsky, El pensamiento vivo de Carlos Marx, abril de 1939.)
Un argumento común en contra del socialismo es que es imposible cambiar la naturaleza humana; la gente es intrínsecamente egoísta, codiciosa, y demás. En realidad, no existe cosa tal como la naturaleza humana supra-histórica. El concepto de naturaleza humana ha sufrido muchos cambios en el curso de la evolución humana. Los hombres y mujeres cambian constantemente la naturaleza a través del trabajo y, al hacerlo, se cambian a sí mismos. En cuanto al argumento de que las personas son naturalmente egoístas y codiciosas, esto es refutado por los hechos de la evolución humana.
Nuestros primeros antepasados, que no eran todavía realmente humanos, eran de baja estatura y físicamente débiles en comparación con otros animales. No tenían dientes o garras fuertes. Su postura erguida significaba que no podían correr lo suficientemente rápido como para alcanzar al antílope que deseaban comer, o para escapar del león que quería comérselos. El tamaño de su cerebro era aproximadamente el de un chimpancé. Deambulando en la sabana del África oriental, estaban en una desventaja extrema con todas las demás especies, excepto en un aspecto fundamental.
Engels explica en su brillante ensayo El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre cómo la postura erguida liberó las manos, las cuales se habían desarrollado originalmente como una adaptación para trepar a los árboles, para otros fines. La producción de herramientas de piedra representa un salto cualitativo, dando a nuestros antepasados una ventaja evolutiva. Pero aún más importante fue el fuerte sentido de comunidad, la producción colectiva y la vida social, que a su vez está estrechamente relacionada con el desarrollo del lenguaje.
La extrema vulnerabilidad de los niños humanos, en comparación con las crías de otras especies significa que nuestros antepasados, cuya existencia como cazadores-recolectores los obligó a moverse de un lugar a otro en busca de alimento, tuvieron que desarrollar un fuerte sentimiento de solidaridad para proteger a sus crías y asegurar así la supervivencia de la tribu o del clan. Podemos decir con absoluta certeza que sin este poderoso sentido de la cooperación y de la solidaridad, nuestra especie se habría extinguido incluso antes de que naciera.
Esto lo vemos también hoy en día. Si se ve a un niño ahogándose en un río, la mayoría de la gente trataría de salvarlo, incluso arriesgando su propia vida. Muchas personas se han ahogado intentando salvar a otras. Esto no puede ser explicado en términos de cálculo egoísta, o por lazos de consanguinidad en un pequeño grupo tribal. Las personas que actúan de esta manera no saben a quiénes están tratando de salvar, ni esperan una recompensa por hacer lo que hacen. Este comportamiento altruista es muy espontáneo y procede de un instinto profundamente arraigado por la solidaridad. El argumento de que las personas son egoístas por naturaleza, lo cual es un reflejo de la fea y deshumanizada enajenación de la sociedad capitalista, es una etiqueta infame puesta sobre la raza humana.
Durante la mayor parte de la historia de nuestra especie, la gente vivía en sociedades donde la propiedad privada, en el sentido moderno, no existía. No había dinero, no había patrones ni trabajadores, tampoco banqueros ni terratenientes, no existía el Estado, la religión organizada, la policía ni las prisiones. Incluso la familia, tal como la entendemos ahora, no existía. Hoy en día, a muchos les resulta difícil imaginar un mundo sin estas cosas; parecen tan naturales que podrían haber sido creadas por el Todopoderoso. Sin embargo, nuestros antepasados se las arreglaron bastante bien sin ellas.
La transición de la caza y la recolección al sedentarismo, la agricultura y el pastoreo constituye la primera gran revolución social, que el gran arqueólogo (y marxista) australiano Gordon Childe llamó la Revolución Neolítica. La agricultura necesita agua. Una vez que se va más allá de la producción más básica de un nivel de subsistencia, se requiere de riego, excavación, construcción de represas y la distribución de agua a gran escala. Estas son tareas sociales.
El riego a gran escala necesita organización a gran escala. Exige el despliegue de un gran número de trabajadores y de un alto nivel de organización y disciplina. La división del trabajo, que ya existía en forma embrionaria en la división primaria entre los sexos que surge de las demandas del parto y la crianza de los hijos, se desarrolla a un nivel superior. El trabajo en equipo necesita jefes de equipo, capataces, supervisores, etc., y un ejército de funcionarios para supervisar el plan.
La cooperación a una escala tan grande exige la planificación y la aplicación de la ciencia y de la técnica. Esto está más allá de la capacidad de los pequeños grupos organizados en clanes que formaban el núcleo de la vieja sociedad. La necesidad de organizar y movilizar a un gran número de trabajadores llevó a la aparición de un Estado central, junto con una administración central y un ejército, como en Egipto y Mesopotamia.
El cronometraje y la medición eran elementos necesarios de la producción, y ellos mismos eran parte de las fuerzas productivas. Así, Herodoto afirma que los principios de la geometría se dieron en Egipto por la necesidad de tener que medir la tierra inundada anualmente. La palabra geometría significa ni más ni menos que medición de la tierra.
El estudio de los cielos, la astronomía y las matemáticas permitió a los sacerdotes egipcios predecir las crecidas del Nilo, etc. Por lo tanto, la ciencia nace de la necesidad económica. En su Metafísica, Aristóteles escribió: “El hombre comienza a filosofar cuando las necesidades de la vida están satisfechas”. (Metafísica, I. 2.) Esta declaración va directa al corazón del materialismo histórico, 2.300 años antes de Carlos Marx.
En el corazón de esta división entre ricos y pobres, gobernantes y gobernados, educados e ignorantes, está la división entre el trabajo intelectual y el manual. El capataz está generalmente exento de trabajo manual que ahora conlleva un estigma. La Biblia habla de “leñadores y aguadores”, las masas que fueron excluidas de la cultura, la cual quedó envuelta en un manto de misterio y magia. Sus secretos estaban estrechamente preservados por la casta de los sacerdotes y de los escribas, quienes tenían su monopolio.
Aquí ya vemos el bosquejo de la sociedad de clases, la división de la sociedad en clases: explotadores y explotados. En cualquier sociedad donde el arte, la ciencia y el gobierno son el monopolio de una minoría, esa minoría utilizará y abusará de su posición para sus propios intereses. Este es el secreto fundamental de la sociedad de clases y se ha mantenido así durante los pasados 12.000 años.
Durante todo este tiempo ha habido muchos cambios fundamentales en las formas de la vida económica y social. Pero las relaciones fundamentales entre gobernantes y gobernados, ricos y pobres, explotadores y explotados siguen siendo las mismas. Igualmente, aunque las formas de gobierno experimentaron muchos cambios, el Estado siguió siendo lo que siempre había sido: un instrumento coercitivo y una expresión de la dominación de clase.
El ascenso y la caída de la sociedad esclavista fueron seguidos en Europa por el feudalismo, que a su vez fue desplazado por el capitalismo. El ascenso de la burguesía, que comenzó en las ciudades de Italia y de los Países Bajos, alcanzó una etapa decisiva con las revoluciones burguesas en Holanda e Inglaterra en los siglos XVI y XVII, y la Gran Revolución Francesa de 1789 a 1793. Todos estos cambios fueron acompañados por profundas transformaciones en la cultura, el arte, la literatura, la religión y la filosofía.
El Estado
El Estado es una fuerza represiva especial por encima de la sociedad y cada vez más alienada de esta. Esta fuerza tiene su origen en el pasado remoto. Los orígenes del Estado, sin embargo, varían según las circunstancias. Entre los germanos y los americanos nativos surgió del grupo de guerreros que se reunían alrededor de la persona del jefe de guerra. Este es también el caso de los griegos, como vemos en los poemas épicos de Homero.
Originalmente, los jefes tribales disfrutaron de la autoridad debido a su valor personal, sabiduría y otras cualidades personales. Hoy en día, el poder de la clase dominante no tiene nada que ver con las cualidades personales de los líderes como era el caso bajo la barbarie. Tiene sus raíces en las relaciones sociales y productivas objetivas y en el poder del dinero. Las cualidades del gobernante individual pueden ser buenas, malas o indiferentes, pero esa no es la cuestión.
Las primeras formas de sociedad de clases ya mostraban al Estado como un monstruo que devoraba enormes cantidades de mano de obra, oprimía a las masas y las privaba de todos los derechos. Al mismo tiempo, con el desarrollo de la división del trabajo, con la organización de la sociedad y con la cooperación llevada a un nivel mucho más alto que nunca, se pudo movilizar a una gran cantidad de fuerza de trabajo. Esto incrementó el trabajo productivo humano a unas alturas insospechadas.
En la base, todo esto dependió de la mano de obra de las masas campesinas. El Estado necesitaba un gran número de campesinos que pagaran impuestos y proveyeran trabajo no remunerado –los dos pilares sobre los que descansaba la sociedad–. Aquel que controlara este sistema controlaba el poder y el Estado. Los orígenes del poder del Estado se basan en las relaciones de producción, y no en cualidades personales. El poder del Estado en este tipo de sociedades era necesariamente centralizado y burocrático. Originalmente, tenía un carácter religioso y se mezcló con el poder de la casta de los sacerdotes. En su vértice se encontraba el dios-rey, y bajo él había un ejército de funcionarios, mandarines, escribas, supervisores, etc. La escritura misma fue considerada con admiración y respeto como un arte misterioso conocido sólo por unos pocos.
Así, desde el principio, las instituciones del Estado están mistificadas. Las relaciones sociales reales aparecen en un disfraz alienado. Este sigue siendo el caso. En Gran Bretaña, esta mistificación se cultiva deliberadamente a través de la ceremonia, la pompa y la tradición. En los EEUU se cultiva por otros medios: el culto al Presidente, que representa el poder del Estado personificado. En esencia, sin embargo, todas las formas del poder del Estado representan la dominación de una clase sobre el resto de la sociedad. Incluso en su forma más democrática, representa la dictadura de una sola clase, la clase dominante, la clase que posee y controla los medios de producción.
El Estado moderno es un monstruo burocrático que devora una cantidad colosal de la riqueza producida por la clase obrera. Los marxistas están de acuerdo con los anarquistas en que el Estado es un instrumento de opresión monstruoso que debe ser eliminado. La pregunta es: ¿Cómo? ¿Por quién? y ¿Qué lo sustituirá? Esta es una cuestión fundamental para cualquier revolución. En un discurso sobre el anarquismo durante la guerra civil que siguió a la Revolución Rusa, Trotsky resumió muy bien la posición marxista sobre el Estado:
“La burguesía dice: no toquéis el poder del Estado, es el sagrado privilegio hereditario de las clases educadas. Pero los anarquistas dicen: no lo toquéis, es un invento infernal, un dispositivo diabólico. No tiene nada que ver con eso. La burguesía dice, no lo toquéis, porque es sagrado. Los anarquistas dicen: no lo toquéis, porque es pecado. Ambos dicen: no lo toquéis. Pero nosotros decimos: no sólo tocadlo, tomadlo en vuestras manos, y ponedlo a trabajar para vuestros propios intereses, por la abolición de la propiedad privada y la emancipación de la clase obrera”. (León Trotsky, Cómo se armó la revolución, vol. 1, 1918.)
El marxismo explica que el Estado consiste, en última instancia, en cuerpos de hombres armados: el ejército, la policía, los tribunales y las cárceles. Contra las ideas confusas de los anarquistas, Marx argumentó que los trabajadores necesitan un Estado para vencer la resistencia de las clases explotadoras. Pero ese argumento de Marx ha sido distorsionado tanto por la burguesía como por los anarquistas. Marx habló de la “dictadura del proletariado”, que no es más que un término más preciso científicamente para definir “el dominio político de la clase obrera”.
Hoy en día, la palabra dictadura tiene connotaciones que eran desconocidas para Marx. En una época en que se asocia con los horrendos crímenes de Hitler y Stalin, evoca visiones de pesadilla de un monstruo totalitario, campos de concentración y policía secreta. Pero esas cosas no existían siquiera en la imaginación en la época de Marx. Para él, la palabra dictadura venía de la República Romana, donde se entendía como una situación en que en tiempo de guerra, las reglas normales se dejaban de lado por un período temporal.
El dictador romano (“el que dicta”) era un magistrado supremo (magistratus extraordinarius), elegido en situaciones excepcionales, con la autoridad absoluta para realizar tareas más allá de la autoridad normal de un magistrado. El oficio fue originalmente llamado Magister Populi (Jefe del Pueblo), es decir, el Jefe del Ejército Ciudadano. En otras palabras, se trataba de un papel militar que casi siempre implicaba dirigir un ejército en batalla. Transcurrido el plazo señalado, el dictador renunciaba. La idea de una dictadura totalitaria como la Rusia de Stalin, donde el Estado podía oprimir a la clase obrera para preservar los intereses de una casta privilegiada de burócratas, habría horrorizado a Marx.
Su modelo no podría haber sido más diferente. Marx basó su idea de la dictadura del proletariado en la Comuna de París de 1871. Aquí, por primera vez, las masas populares, con los trabajadores a la cabeza, derrocaron al viejo Estado y, al menos, comenzaron la tarea de transformar la sociedad. Sin un plan claramente definido de acción, ni dirección u organización, las masas demostraron un sorprendente grado de coraje, iniciativa y creatividad. Resumiendo la experiencia de la Comuna de París, Marx y Engels explicaron: “La Comuna ha demostrado, principalmente, que ‘la clase obrera no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en funcionamiento para sus propios fines’”. (Prefacio a la edición alemana de 1872 del Manifiesto Comunista.)
La transición al socialismo –una forma superior de sociedad basada en la democracia genuina y en abundancia para todos–, sólo puede llevarse a cabo mediante la participación activa y consciente de la clase obrera en la gestión de la sociedad, de la industria y del Estado. No es algo que se entregue amablemente a los trabajadores por capitalistas bienintencionados o mandarines burocráticos.
Bajo Lenin y Trotsky, el Estado soviético se construyó con el fin de facilitar la participación de los trabajadores a las tareas de control y contabilidad, para asegurarse el progreso continuo de la reducción de las “funciones especiales” de la burocracia y del poder del Estado. Se pusieron limitaciones estrictas sobre los salarios, el poder y los privilegios de los funcionarios con el fin de evitar la formación de una casta privilegiada.
El Estado obrero establecido por la Revolución Bolchevique en 1917 no era ni burocrático ni totalitario. Por el contrario, antes de que la burocracia estalinista usurpara el control que estaba en manos de las masas, era el Estado más democrático que jamás haya existido. Los principios básicos del poder soviético no fueron inventados por Marx ni Lenin. Se basaban en la experiencia concreta de la Comuna de París, y después fueron desarrollados en más detalle por Lenin.
Lenin era enemigo jurado de la burocracia. Él siempre hizo hincapié en que el proletariado sólo necesita un Estado que esté “constituido de tal forma que comenzará a desaparecer enseguida y no podrá evitarlo”. Un Estado obrero genuino no tiene nada en común con el monstruo burocrático que existe hoy en día, e incluso menos con el que existía en la Rusia estalinista. Las condiciones básicas para la democracia obrera fueron establecidas en una de las obras más importantes de Lenin, El Estado y la revolución:
- Elecciones libres y democráticas con derecho a revocación de todos los funcionarios.
- Ningún funcionario puede recibir un salario superior al de un trabajador cualificado.
- No al ejército permanente y a la policía, sino el pueblo en armas.
- Gradualmente, todas las tareas administrativas serán realizadas por todos a turnos. “Que un cocinero pueda ser primer ministro. Cuando todo el mundo es un ‘burócrata’ de forma rotativa, nadie puede ser un burócrata todo el tiempo”.
Estas fueron las condiciones que Lenin estableció, no para el socialismo o el comunismo en toda regla, sino para el primer período de un Estado obrero –el período de la transición del capitalismo al socialismo–.
Los soviets de diputados obreros y de soldados fueron asambleas elegidas compuestas, no de políticos profesionales y burócratas, sino de simples trabajadores, campesinos y soldados. No era un poder ajeno que se colocaba sobre la sociedad, sino un poder basado en la iniciativa directa del pueblo desde abajo. Sus leyes no eran como las leyes dictadas por el poder del Estado capitalista. Se trataba de un modelo de poder completamente diferente del que generalmente existe en las repúblicas democráticas burguesas parlamentarias del tipo que aún prevalece en los países avanzados de Europa y América. Este poder era del mismo tipo que la Comuna de París de 1871.
Es cierto que en condiciones de atraso espantoso, pobreza y analfabetismo, la clase obrera rusa no pudo mantenerse en el poder que habían conquistado. La revolución sufrió un proceso de degeneración burocrática que llevó al establecimiento del estalinismo. Contrariamente a las mentiras de los historiadores burgueses, el estalinismo no fue el producto del bolchevismo, sino su peor enemigo. Stalin se encuentra aproximadamente en la misma relación con Marx y Lenin como Napoleón con los jacobinos, o el Papa con los primeros cristianos.
En su primera etapa la Unión Soviética fue, de hecho, no un Estado en el sentido en que normalmente lo entendemos, sino sólo la expresión organizada del poder revolucionario de la clase obrera. Para usar la frase de Marx, era un “semi-Estado”, un Estado diseñado de tal forma que eventualmente se marchitaría y se disolvería en la sociedad, dando paso a la gestión colectiva de la sociedad en beneficio de todos, sin recurrir a la fuerza o a la coerción. Esa, y sólo esa, es la verdadera concepción marxista del Estado obrero.
El ascenso de la burguesía
Trotsky señaló que la revolución es la fuerza motriz de la historia. No es casualidad que el ascenso de la burguesía en Italia, Holanda, Inglaterra, y más tarde en Francia, fuera acompañado de un extraordinario florecimiento de la cultura, el arte y la ciencia. En esos países donde la revolución burguesa triunfó en los siglos XVII y XVIII, el desarrollo de las fuerzas productivas y de la tecnología se complementaron con un desarrollo paralelo de la ciencia y de la filosofía, que socavó la dominación ideológica de la Iglesia para siempre.
Por el contrario, aquellos países donde las fuerzas de la reacción católica feudal estrangularon el embrión de la nueva sociedad en la matriz fueron condenados a sufrir la pesadilla de un período de degeneración, declive y descomposición larga e ignominiosa. El ejemplo de España es quizás el más gráfico a este respecto.
En la época del ascenso del capitalismo, cuando todavía representaba una fuerza progresista en la historia, los primeros ideólogos de la burguesía tuvieron que librar una batalla feroz contra los bastiones ideológicos del feudalismo, empezando por la Iglesia Católica. Mucho antes de derrocar el poder de los señores feudales, la burguesía, en la forma de sus representantes más conscientes y revolucionarios, tuvo que romper sus defensas ideológicas: el marco filosófico y religioso que se había desarrollado alrededor de la Iglesia y de su brazo militante, la Inquisición.
El auge del capitalismo comenzó en los Países Bajos y en las ciudades del norte de Italia. Esto fue acompañado de nuevas actitudes, que se solidificaron gradualmente en una nueva moralidad y en nuevas creencias religiosas. Bajo el feudalismo, el poder económico se expresó en la propiedad de la tierra. El dinero jugaba un papel secundario. Sin embargo, el aumento del comercio y de la producción, y de las relaciones de mercado incipientes que trajeron consigo, hicieron del dinero un poder incluso mayor. Surgieron grandes familias de banqueros, como los Fugger, que desafiaron el poder de los reyes.
Las sangrientas guerras de religión del siglo XVI y XVII no fueron más que la expresión externa de conflictos de clase más profundos. El único resultado posible de estas luchas fue el ascenso al poder de la burguesía y de nuevas relaciones (capitalistas) de producción. Pero quienes encabezaban estas luchas no tenían conocimiento previo de esto.
La Revolución Inglesa de 1640-1660 supuso una gran transformación social. El antiguo régimen feudal fue destruido y sustituido por un nuevo orden social capitalista. La Guerra Civil fue una guerra de clases que derrocó el despotismo de Carlos I y el orden feudal reaccionario que estaba detrás suya. El parlamento representaba a las emergentes clases medias de la ciudad y el campo, que desafiaron y derrotaron al antiguo régimen, aprovechando de paso para cortar la cabeza del rey y abolir la Cámara de los Lores.
Objetivamente, Oliver Cromwell estaba sentando las bases para el dominio de la burguesía en Inglaterra. Pero para hacer esto, para despejar del camino de toda la basura feudal monárquica, se vio obligado primero a barrer a un lado a la burguesía cobarde, a disolver el parlamento y a basarse en la pequeña burguesía, los pequeños agricultores de East Anglia –la clase a la que pertenecía–, y las masas plebeyas y semiproletarias de la ciudad y del campo.
Poniéndose a la cabeza de un ejército revolucionario, Cromwell despertó el espíritu de lucha de las masas apelando a la Biblia, a los Santos y al Reino de Dios en la Tierra. Sus soldados no fueron a la batalla bajo la bandera de la renta, el interés y el beneficio, sino cantando himnos religiosos. Este espíritu de evangelización, que pronto se llenó de un contenido revolucionario (e, incluso, a veces comunista), fue lo que inspiró a las masas a luchar con gran valentía y entusiasmo frente a las Huestes de Baal.
Sin embargo, una vez en el poder, Cromwell no podía ir más allá de los confines establecidos por la historia y los límites objetivos de las fuerzas productivas de la época. Se vio obligado a volverse contra el ala izquierda, reprimiendo a los Niveladores (Levellers) por la fuerza, y a aplicar una política que favorecía a la burguesía y la consolidación de las relaciones de propiedad capitalistas en Inglaterra. Al final, Cromwell disolvió el Parlamento y gobernó como dictador hasta su muerte. Tras él, la burguesía inglesa, temerosa de que la revolución hubiera ido demasiado lejos y pudiera representar una amenaza a la propiedad, restauró a los Estuardo al trono.
La Revolución Francesa de 1789 a 1793 fue de un nivel cualitativamente superior. Los jacobinos apelaron a la razón en lugar de a la religión. Lucharon bajo la bandera de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad con el fin de incitar a las masas plebeyas y semiproletarias contra la aristocracia feudal y la monarquía.
Mucho antes de que derribara los muros formidables de la Bastilla, había derrocado a las invisibles, pero no menos formidables, murallas de la Iglesia y de la religión. Pero cuando la burguesía francesa se convirtió en la clase dominante, enfrentada a la nueva clase revolucionaria –el proletariado–, la burguesía se olvidó rápidamente de la embriaguez racionalista y atea de su juventud.
Después de la caída de Robespierre, los hombres victoriosos con propiedad anhelaban estabilidad. Buscando fórmulas estabilizadoras y una ideología conservadora que justificara sus privilegios, rápidamente redescubrieron los encantos de la Santa Madre Iglesia. Esta última, con su extraordinaria capacidad de adaptación, ha logrado sobrevivir durante dos milenios, a pesar de todos los cambios sociales que han tenido lugar. La Iglesia Católica pronto dio la bienvenida a su nuevo amo y protector, santificando el dominio del Gran Capital, de la misma manera que antes había santificado el poder de los monarcas feudales y de los propietarios de esclavos del Imperio Romano.
Una caricatura del marxismo
En su obra clásica ¿Qué es la historia? el historiador Inglés E.H. Carr dijo que los hechos históricos son “siempre refractados por la mente del observador”, y que se debe “estudiar al historiador antes de empezar a estudiar los hechos”. Con esto quiso decir que la narración de la historia no se puede separar del punto de vista, político o de otro tipo, tanto del escritor y del lector como de los tiempos que viven o vivían.
A menudo se dice que la historia la escriben los vencedores. En otras palabras, la selección e interpretación de los hechos históricos están determinados por el resultado real de esos conflictos ya que afectan a los historiadores y a su vez su percepción de lo que el lector quiere leer. A pesar de las pretensiones de los historiadores burgueses de una supuesta objetividad, la escritura de la historia, inevitablemente, refleja un punto de vista de clase. Es imposible evitar tener algún punto de vista sobre los hechos que se describen. Sostener lo contrario es intentar defraudar al lector.
Cuando los marxistas miran a la sociedad no pretenden ser neutrales, sino que abiertamente apoyan la causa de la clase obrera y del socialismo. Sin embargo, eso no excluye en absoluto la objetividad científica. Un cirujano involucrado en una delicada operación también está comprometido con salvar la vida de su paciente. Él está lejos de ser “neutral” sobre el resultado. Pero por esa misma razón, distinguirá con sumo cuidado entre las diferentes capas del organismo. De la misma forma, los marxistas se esfuerzan por obtener el análisis más exacto científicamente de los procesos sociales, con el fin de ser capaces de influir en el resultado exitosamente. Pero aquí no estamos tratando de una simple serie de hechos “uno tras otro”, sino que por propia voluntad estamos tratando de deducir los procesos generales involucrados y de explicarlos.
De lo anterior se desprende que el flujo y la dirección de la historia han sido –y son– determinados por los choques entre determinados intereses sociales. Diferentes clases y grupos sociales intentan moldear la sociedad según sus propios intereses, y los conflictos resultantes entre las clases se derivan de esto.
Muy a menudo se intenta desacreditar al marxismo recurriendo a una caricatura de su método de análisis histórico. No hay nada más fácil que levantar un espantapájaros y derribarlo de nuevo. La distorsión habitual es que Marx y Engels lo reducen todo a la economía. Esta patente absurdidad fue contestada muchas veces por Marx y Engels, como en el siguiente extracto de la carta de Engels a Bloch (21 de septiembre 1890):
“Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacía, abstracta y absurda”.
El materialismo histórico no tiene nada en común con el fatalismo. Los hombres y las mujeres no son meramente títeres de fuerzas históricas ciegas. Pero tampoco son agentes totalmente libres, capaces de forjar su destino con independencia de las condiciones existentes impuestas por el nivel de desarrollo económico, la ciencia y la técnica, que, en última instancia, determinan si un sistema socio-económico es viable o no. Por citar a Engels:
“Los hombres hacen su historia, cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus fines propios con la conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia”. (Engels, Ludwig Feuerbach y el final de la filosofía clásica alemana.)
Marx y Engels criticaron reiteradamente la forma superficial con que algunas personas hacían un mal uso del método del materialismo histórico. En su carta a Conrad Schmidt, del 5 de agosto de 1890, Engels escribe:
“En general, la palabra ‘materialista’ sirve, en Alemania, a muchos escritores jóvenes como una simple frase para clasificar sin necesidad de más estudio todo lo habido y por haber; se pega esta etiqueta y se cree poder dar el asunto por concluido. Pero nuestra concepción de la historia es, sobre todo, una guía para el estudio y no una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas las ideas políticas, del Derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a ellas corresponden. Hasta hoy, en este terreno se ha hecho poco, pues ha sido muy reducido el número de personas que se han puesto seriamente a ello. En este campo podemos utilizar un montón de ayuda, de un tamaño inmenso, y quien desee trabajar seriamente puede conseguir mucho y distinguirse. Pero, en vez de hacerlo así, hay demasiados alemanes jóvenes a quienes las frases sobre el materialismo histórico (todo puede ser convertido en frase) sólo les sirven para erigir a toda prisa un sistema con sus conocimientos históricos, relativamente escasos –pues la historia económica está todavía en mantillas–, y pavonearse luego, muy ufanos de su hazaña. Y entonces es cuando puede aparecer un Barth cualquiera, para dedicarse a lo que, por lo menos en su medio, ha sido reducido a la categoría de una frase huera”. (Marx y Engels, Obras Completas, Tomo 49, p. 8.)
En otra carta a Conrad Schmidt del 27 de octubre de 1890, Engels escribe:
“De lo que adolecen todos estos señores, es de falta de dialéctica. No ven más que causas aquí y efectos allí. Que esto es una abstracción vacía, que en el mundo real esas antítesis polares metafísicas no existen más que en momentos de crisis y que la gran trayectoria de las cosas discurre toda ella bajo forma de acciones y reacciones –aunque de fuerzas muy desiguales, la más fuerte, más primaria y más decisiva de las cuales es el movimiento económico–, que aquí no hay nada absoluto y todo es relativo, es cosa que ellos no ven; para ellos, no ha existido Hegel”. (Marx y Engels, Obras Completas, tomo 49, p. 59.)
El marxismo no niega la cuestión de las ideas, sino más bien trata de examinar lo que da lugar a las mismas. Igualmente, no niega el papel del individuo ni tampoco el de la casualidad, sino que los pone en su contexto correcto. Un accidente de coche o una bala perdida puede de hecho cambiar el curso de la historia, pero ciertamente no es la fuerza motriz.
Hegel explicó que la necesidad se expresa a través del azar. La bala del asesino que mató al archiduque Fernando de Sarajevo fue un accidente histórico que sirvió como un catalizador para el inicio de las hostilidades entre las grandes potencias que se habían ido acumulando como resultado de las contradicciones económicas, políticas y militares insalvables entre las grandes potencias europeas antes de 1914 .
La filosofía marxista
Esto nos lleva a la cuestión central de la filosofía marxista. En los escritos de Marx y Engels no tenemos un sistema filosófico, como el de Hegel, sino una serie de ideas y sugerencias brillantes, que, si se desarrollaran, proveerían una valiosa adición al arsenal metodológico de la ciencia. Por desgracia, tal obra nunca ha sido seriamente acometida.
Hay una dificultad para cualquier persona que quiera estudiar a fondo el materialismo dialéctico. A pesar de la enorme importancia del tema, no hay un solo libro de Marx y Engels que se ocupe de la cuestión de una manera exhaustiva. Sin embargo, el método dialéctico es evidente en todos los escritos de Marx. Probablemente el mejor ejemplo de la aplicación de la dialéctica a un campo en particular (en este caso de la economía política) se compone de los tres volúmenes de El capital.
Durante mucho tiempo, Marx tenía la intención de escribir un libro sobre el materialismo dialéctico, pero resultó imposible debido a su trabajo de El capital. Además de esta tarea monumental, Marx produjo numerosos escritos políticos y estaba constantemente ocupado con su participación activa en el movimiento obrero, sobre todo en la construcción de la Asociación Internacional de los Trabajadores (la Primera Internacional). Esto ocupó cada momento de su tiempo, e incluso este trabajo fue interrumpido con frecuencia por episodios de enfermedad causados por sus miserables condiciones de vida, la mala alimentación y el agotamiento.
Después de la muerte de Marx, Engels planeó escribir el libro de filosofía que su amigo no pudo producir. Él nos dejó un precioso legado de escritos sobre la filosofía marxista, como Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Anti-Dühring y Dialéctica de la naturaleza. Pero, desgraciadamente, por diversas razones, Engels tampoco pudo escribir el libro definitivo sobre la filosofía marxista.
En primer lugar, la aparición de una corriente oportunista en el Partido Socialdemócrata de Alemania le obligó a dejar su investigación científica a un lado con el fin de escribir una polémica contra el oportunismo, la cual se ha convertido en uno de los clásicos más importantes del marxismo. Este fue el famoso Anti-Dühring, que, entre otras cosas, contiene una contribución a la filosofía marxista de primer orden en importancia.
Más tarde, Engels regresó a sus estudios preparatorios para una obra a fondo sobre la filosofía. Pero con la muerte de Marx, el 14 de marzo de 1883, se vio obligado nuevamente a suspender este trabajo con el fin de dar prioridad a la difícil tarea de poner en orden y completar los manuscritos de los volúmenes segundo y tercero de El Capital, que habían quedado inconclusos.
Marx y Hegel
La filosofía dialéctica llegó a su punto más alto en la filosofía del idealista alemán Georg Hegel. Su gran contribución fue la de redescubrir la dialéctica, originalmente inventada por los griegos. Desarrolló ésta hasta nuevas alturas. Pero lo hizo sobre la base del idealismo. Este fue, en palabras de Engels, el mayor aborto de la historia. Leyendo a Hegel, uno tiene la sensación de una verdadera gran idea que está luchando por escapar de la camisa de fuerza de la mistificación idealista. Aquí encontramos ideas extraordinariamente profundas e indicios fugaces de una gran visión, pero sepultados en medio de un montón de tonterías idealistas ¡Es una experiencia muy frustrante leer a Hegel!
Una y otra vez este gran pensador llegó de manera tentativa a acercarse a una posición materialista. Pero en el último momento siempre se echó hacia atrás, temeroso de las consecuencias. Por esa razón, la filosofía hegeliana fue incompleta e insatisfactoria –un enredo contradictorio–. Quedó en manos de Marx y Engels poner los puntos sobre las íes para llevar a la filosofía hegeliana a sus conclusiones lógicas y, al hacerlo, negarla por completo y reemplazarla con algo cualitativamente superior.
Hegel llevó la filosofía tradicional hasta donde podía llegar. Para llevarla más lejos, tenía que ir más allá de sus límites, negarse a sí misma en el proceso. La filosofía tuvo que regresar de los reinos nebulosos de la especulación de vuelta al mundo real de las cosas materiales, de los hombres y mujeres vivos, de la historia y la lucha verdaderas de donde había sido separada durante tanto tiempo.
El problema con Feuerbach y otros hegelianos de izquierda, como Moisés Hess, es que se limitaron a decir no a Hegel, refutando su filosofía mediante una simple negación. La evolución de Hess hacia el materialismo fue audaz. Se requería valor, especialmente en el contexto dado de reacción europea generalizada y del Estado prusiano represivo. Sirvió de inspiración a los jóvenes Marx y Engels. Pero en última instancia, fracasó.
Uno puede negar un grano de trigo aplastándolo bajo sus pies. Pero el concepto dialéctico de negación no significa simple destrucción, sino destruir a la vez que se conserva todo lo que merece ser preservado. Un grano de trigo también puede ser negado permitiéndosele germinar.
Hegel señaló que las mismas palabras en la boca de un adolescente no tienen el mismo peso que en los labios de un anciano que ha vivido la vida y acumulado gran experiencia. Es lo mismo con la filosofía. Al regresar a su punto de partida, la filosofía no se limita a repetir una etapa superada hace tiempo. No se vuelve infantil por volver en la vejez a su infancia, sino que vuelve a las viejas ideas de los griegos jónicos enriquecidas por 2.000 años de historia y de desarrollo de la ciencia y de la cultura.
Este no es el movimiento mecánico de una rueda gigantesca, la repetición sin sentido de etapas anteriores, como el interminable proceso de renacimiento que figura en algunas religiones orientales. Se trata de la negación de la negación, que pronostica el retorno a una fase más temprana de desarrollo, pero a un nivel cualitativamente superior. Es lo mismo, y no es lo mismo.
Sin embargo, a pesar de que llegó a algunas conclusiones profundas e importantes, a veces acercándose al materialismo (por ejemplo, en La filosofía de la historia), Hegel siguió siendo un prisionero de su visión idealista. Nunca logró aplicar su método dialéctico correctamente al mundo real de la sociedad y la naturaleza, ya que para él, el único verdadero desarrollo era el desarrollo del mundo de las ideas.
Revolución filosófica de Marx
De todas las teorías de Marx, ninguna otra ha sido tan atacada, calumniada y distorsionada como la del materialismo dialéctico. Y esto no es casual, ya que esta teoría es la base y el fundamento del marxismo. Es, más o menos, el método del socialismo científico. El marxismo es mucho más que un programa político y una teoría económica. Es una filosofía, cuyo amplio ámbito abarca no sólo la política y la lucha de clases, sino también toda la historia humana, la economía, la sociedad, el pensamiento y la naturaleza.
Hoy en día, la ideología de la burguesía se encuentra en proceso de desintegración, no sólo en el campo de la economía y la política, sino también en el de la filosofía. En el periodo de su ascenso, la burguesía fue capaz de producir grandes pensadores como Hegel y Kant. En la época de su decadencia senil no produce nada de valor. Es imposible leer los productos estériles de los departamentos de filosofía de las universidades sin un sentimiento, al mismo tiempo, de tedio e irritación.
La lucha contra el poder de la clase dominante no puede detenerse en las fábricas, las calles, el parlamento y los ayuntamientos. También hay que llevar a cabo la batalla en el campo ideológico, donde la influencia de la burguesía no es menos perniciosa y dañina al estar escondida bajo la apariencia de una falsa imparcialidad y objetividad superficial. El marxismo tiene el deber de proporcionar una alternativa completa a los esquemas viejos y desacreditados.
El joven Marx estaba fuertemente influenciado por la filosofía hegeliana, la cual dominaba las universidades alemanas en ese momento. La totalidad de la doctrina de Hegel se basaba en la idea de cambio y desarrollo constantes a través de contradicciones. En ese sentido, representó una verdadera revolución en la filosofía. Este es el aspecto dinámico y revolucionario que inspiró al joven Marx y es el punto de partida de todas sus ideas.
Marx y Engels negaron a Hegel y convirtieron su sistema de ideas en su contrario. Pero lo hicieron al mismo tiempo que preservaban todo lo que era valioso en su filosofía. Se basaron en el “núcleo racional” de las ideas de Hegel y las llevaron a un nivel superior, desarrollando y volviendo real lo que siempre estaba implícito en ellas.
En los escritos de Hegel, la verdadera lucha de las fuerzas históricas se expresa en la forma mistificada de una lucha de ideas. Pero, como explica Marx, las ideas en sí mismas no tienen historia y existencia real. Por lo tanto, la realidad aparece en Hegel en una forma fantasmagórica y alienada. En Feuerbach las cosas no son realmente mucho mejor, ya que la figura del Hombre aparece aquí también de manera unilateral, idealista e irreal. Los hombres y mujeres históricos reales sólo aparecen con el advenimiento de la filosofía marxista.
Con la filosofía de Marx, la filosofía por fin vuelve a sus raíces. Es a la vez dialéctica y materialista. Aquí la teoría y la práctica, una vez más, se dan la mano y se regocijan juntas. La filosofía sale de su estudio oscuro y sofocante y disfruta del sol y del aire. Se convierte en una parte inseparable de la vida. En lugar del oscuro conflicto de ideas sin sustancia, tenemos las contradicciones reales del mundo material y de la sociedad. En lugar de un Absoluto remoto e incomprensible, tenemos a los hombres y mujeres reales, que viven en la sociedad real, haciendo la historia real y librando batallas reales.
La dialéctica aparece en la obra de Hegel con una apariencia quimérica y semi-mística. Está “patas arriba”, por así decirlo. Aquí no encontramos los procesos reales que tienen lugar en la naturaleza y la sociedad, sino sólo el pálido reflejo de esos procesos en la mente de los hombres, especialmente de los filósofos. En palabras de Engels, la dialéctica en manos de Hegel, a pesar de su gran genio, fue un aborto colosal.
Él señala que Marx era el único que podía despojar el misticismo contenido en la lógica hegeliana y extraer el núcleo dialéctico. Esto permitió verdaderos descubrimientos en este campo. A través de la reconstrucción del método dialéctico, Marx logró ofrecer el único y verdadero desarrollo del pensamiento.
Mientras que la filosofía de Hegel interpretaba las cosas sólo desde el punto de vista de la mente y del espíritu (es decir, desde el punto de vista idealista), Marx demostró que el desarrollo de las ideas en la mente de los hombres es sólo un reflejo de los desarrollos que se producen en la naturaleza y la sociedad. Como dice Marx: “La dialéctica de Hegel es la forma básica de toda dialéctica, pero sólo después de haber sido despojada de su forma mística, y es precisamente esto lo que distingue mi método”. (Carta a Kugelmann, 6 marzo 1868, Obras completas, Volumen 42, p 543.)
¿Qué es la dialéctica?
Trotsky, en su pequeño brillante artículo El ABC del materialismo dialéctico, define la dialéctica así: “La dialéctica no es ficción ni misticismo, sino una ciencia del pensamiento, en tanto que intenta llegar a la comprensión de los problemas más complicados y profundos, superando las limitaciones de los asuntos de la vida diaria. La dialéctica y la lógica formal guardan la misma relación que las matemáticas superiores y las matemáticas elementales”.
La combinación del método dialéctico con el materialismo creó un potente instrumento de análisis. Pero, ¿qué es la dialéctica? Por razones de espacio, no es posible explicar aquí todas las leyes de la dialéctica desarrolladas por Hegel y perfeccionadas por Marx. He intentado hacer esto en otro lugar, en el libro Razón y Revolución: filosofía marxista y ciencia moderna. En unas pocas líneas sólo puedo hacer una descripción muy escueta.
Engels, en su libro de Anti-Dühring, la caracteriza de la siguiente manera: “La dialéctica no es más que la ciencia de las leyes generales del movimiento y de la evolución de la naturaleza, la sociedad humana y el pensamiento”. En La Dialéctica de la Naturaleza, Engels también bosqueja las principales leyes de la dialéctica:
- La ley de la transformación de la cantidad en calidad.
- La ley de la unidad y lucha de los contrarios y la transformación de uno en otro cuando son llevados a un extremo.
- La ley del desarrollo a través de contradicciones o, dicho de otra manera, la negación de la negación.
A pesar de su naturaleza inacabada y fragmentaria, el libro de Engels La dialéctica de la naturaleza es muy importante, junto con Anti Dühring, para el estudiante del marxismo. Evidentemente, Engels tenía que basarse en el conocimiento y los descubrimientos científicos de la época. En consecuencia, algunos aspectos del contenido tienen un interés principalmente histórico. Pero lo que sorprende en La dialéctica de la naturaleza no es este o aquel detalle o hecho que ha sido inevitablemente superado por el avance de la ciencia. Por el contrario, lo que es sorprendente es la cantidad de ideas presentadas por Engels –a menudo ideas que iban contra las teorías científicas de su época–, que han sido corroboradas con brillantez por la ciencia moderna.
A lo largo del libro, Engels hace hincapié en la idea de que la materia y el movimiento (ahora lo llamaríamos energía) son inseparables. El movimiento es el modo de existencia de la materia. Esta visión dinámica de la materia, del universo, contiene una profunda verdad que ya se entendía, o más bien fue supuesta, por los primeros filósofos griegos como Heráclito. Para él, “todo es y no es, porque todo está fluyendo”. Todo está cambiando constantemente, llegando a la existencia y desapareciendo.
Para el sentido común, la masa de un objeto nunca cambia. Por ejemplo, una peonza cuando gira tiene el mismo peso que otra que está inmóvil. Por lo tanto, se consideraba que la masa era constante, independientemente de la velocidad. Más tarde se descubrió que esto está equivocado. De hecho, la masa aumenta con la velocidad, pero tal aumento es sólo apreciable en los casos en que la velocidad se aproxima a la de la luz. A efectos prácticos de la vida cotidiana, podemos aceptar que la masa de un objeto es constante, independientemente de la velocidad con que se mueve. Sin embargo, para velocidades muy altas, esta afirmación es falsa, y cuanto mayor sea la velocidad, más falsa es la afirmación.
El profesor Feynman, comentando sobre esta ley, dice: “[…] filosóficamente estamos completamente equivocados con una ley aproximada. Toda nuestra imagen del mundo tiene que ser modificada incluso a pesar de que la masa cambia sólo un poco. Esta es una cosa muy peculiar acerca de la filosofía, o las ideas, detrás de las leyes. Incluso un efecto muy pequeño a veces requiere cambios profundos en nuestras ideas…”. (R. Feynman, Las conferencias de física de Feynman.)
Este ejemplo demuestra claramente la diferencia fundamental entre la mecánica elemental y la física moderna avanzada. Del mismo modo, hay una gran diferencia entre las matemáticas elementales utilizadas para los cálculos simples cotidianos, y las matemáticas superiores (cálculo diferencial e integral), que analiza Engels en el Anti-Dühring y en La dialéctica de la naturaleza.
Existe la misma diferencia entre la lógica formal y la dialéctica. Para el día a día, las leyes de la lógica formal son más que suficientes. Sin embargo, para procesos más complejos, estas leyes se ponen a menudo patas arriba. Su limitada verdad se convierte en falsedad.
Cantidad y calidad
Desde el punto de vista del materialismo dialéctico, el universo material no tiene principio ni fin, pero consiste en una masa de materia (o energía) en un estado constante de movimiento. Esta es la idea fundamental de la filosofía marxista y es totalmente compatible con los descubrimientos de la ciencia moderna en los últimos cien años.
Tomemos cualquier ejemplo de la vida cotidiana, cualquier fenómeno aparentemente estable, y veremos que debajo de la superficie está en un estado de cambio, a pesar de que este cambio es invisible a simple vista. Por ejemplo, un vaso de agua:
“Para nuestros ojos, nuestros ojos primitivos, nada está cambiando, pero si pudiéramos verlo aumentado mil millones de veces, veríamos que, desde su propio punto de vista, siempre está cambiando: hay moléculas que se alejan de la superficie y moléculas que regresan”. (Richard P. Feynman, Las conferencias de física de Feynman, capítulo 1, p. 8.)
Estas palabras no son de Engels, sino de un científico de renombre, el difunto profesor Richard P. Feynman, que solía enseñar física teórica en el Instituto de Tecnología de California. El mismo autor repite el famoso ejemplo de Engels de la ley de la transformación de la cantidad en calidad.
El agua está compuesta de átomos de hidrógeno y de oxígeno en un estado de movimiento constante. El agua no se rompe en sus partes componentes debido a la atracción mutua de las moléculas. Sin embargo, si se calienta a 100 °C a presión atmosférica normal, alcanza un punto crítico en el que la fuerza de atracción entre las moléculas es insuficiente y se separan repentinamente.
Este ejemplo puede parecer trivial, pero tiene consecuencias tremendamente importantes para la ciencia y la industria. Es parte de una rama muy importante de la física moderna: el estudio del cambio de estado. La materia puede existir en cuatro fases (o estados): sólido, líquido, gas y plasma, además de algunas otras fases extremas, como los fluidos críticos y gases degenerados.
En general, cuando un sólido se calienta (o a medida que disminuye la presión), cambiará a una forma líquida, y finalmente se convertirá en un gas. Por ejemplo, el hielo (agua helada) se vuelve agua líquida cuando se calienta. Al hervir el agua, ésta se evapora y se convierte en vapor de agua. Pero si este vapor se calienta a una temperatura muy alta, se produce otra fase de transición. A 12.000 K = 11,726.85 grados centígrados, el vapor se convierte en plasma.
Esto es lo que los marxistas llaman la transformación de la cantidad en calidad. Es decir, un gran número de cambios muy pequeños, finalmente produce un salto cualitativo –una transición de fase, un cambio de estado–. Se pueden citar tantos ejemplos como se quiera: Si se enfría una sustancia tal como el plomo o el niobio, hay una reducción gradual de su resistencia eléctrica, hasta una temperatura crítica (por lo general unos pocos grados por encima de -273 °C). Precisamente en este punto, toda la resistencia desaparecerá repentinamente. Hay una especie de “salto cuántico”, la transición de tener una pequeña resistencia a no tener ninguna.
Uno puede encontrar un número ilimitado de ejemplos similares en todas las ciencias naturales. El científico estadounidense Marc Buchanan escribió un libro muy interesante llamado Ubicuidad. En este libro, da una larga serie de ejemplos: ataques cardíacos, incendios forestales, aludes, el ascenso y la caída de las poblaciones animales, crisis bursátiles, guerras e incluso cambios en la moda y las diferentes escuelas de arte (yo añadiría revoluciones a esta lista).
Todas estas cosas parecen no tener conexión y, sin embargo, están sujetas a la misma ley, que puede ser expresada por una ecuación matemática conocida como una ley de potencias. Esto, en terminología marxista, es la ley de la transformación de la cantidad en calidad. Y lo que este estudio muestra es que esta ley es ubicua, es decir, que está presente en todos los niveles del universo. Es una ley verdaderamente universal de la naturaleza, tal como dijo Engels.
Dialéctica versus empirismo
“¡Queremos hechos!” Esta exigencia imperiosa parece ser el colmo del realismo práctico ¿Qué puede haber más sólido que los hechos? No obstante, lo que parece ser realismo resulta ser todo lo contrario. Lo que son hechos establecidos en un momento, pueden terminar siendo algo muy diferente. Todo está en un estado constante de cambio y, tarde o temprano, todo cambia en su contrario. Lo que parece ser sólido se disuelve en el aire.
El método dialéctico nos permite penetrar más allá de las apariencias y ver los procesos que se están produciendo por debajo de la superficie. La dialéctica es en primer lugar la ciencia de la interconexión universal. Proporciona una visión global y dinámica de los fenómenos y de los procesos. Analiza las cosas en sus relaciones, y no por separado; en su movimiento, y no estáticamente; en su vida, y no en la muerte.
El conocimiento de la dialéctica significa emanciparse de la adoración servil del hecho establecido, de las cosas como son, que es la principal característica del pensamiento empírico superficial. En política esto es típico del reformismo, que busca ocultar su conservadurismo, miopía y cobardía, en el lenguaje filosófico del pragmatismo, el arte de lo posible, el “realismo” y demás.
La dialéctica nos permite penetrar más allá de la “dado”, lo inmediato; es decir, del mundo de la apariencia, y descubrir los procesos ocultos que tienen lugar bajo la superficie. Nosotros señalamos que tras la apariencia de tranquilidad y ausencia de movimiento, hay un proceso de cambio molecular, no sólo en la física, sino también en la sociedad y en la psicología de las masas.
No hace tanto tiempo, la mayoría de la gente pensaba que el auge económico iba a durar para siempre. Eso era, o parecía ser, un hecho incuestionable. Aquellos que lo cuestionaban eran considerados maniáticos incrédulos. Pero ahora esa verdad incuestionable está en ruinas. Los hechos han cambiado a su contrario. Lo que parecía ser una verdad indiscutible resulta ser una mentira. Citando las palabras de Hegel: La razón se convierte en sinrazón.
Federico Engels, haciendo uso de este método hace más de un siglo, fue capaz, en algunos casos, de ver más allá que la mayoría de los científicos contemporáneos, anticipando muchos de los descubrimientos de la ciencia moderna. Engels no era un científico profesional, pero tenía un conocimiento muy amplio de las ciencias naturales de su época.
Sin embargo, sobre la base de un profundo conocimiento del método dialéctico de análisis, Engels hizo varias contribuciones muy importantes a la interpretación filosófica de la ciencia hoy en día, a pesar de que hasta ahora han permanecido desconocidas para la inmensa mayoría de los científicos.
Por supuesto, la filosofía no puede dictar las leyes de las ciencias naturales. Estas leyes sólo pueden desarrollarse sobre la base de un análisis serio y riguroso de la naturaleza. El progreso de la ciencia se caracteriza por una serie de aproximaciones. A través del experimento y la observación nos acercamos cada vez más a la verdad, sin ser capaces de llegar a conocer toda la verdad. Es un proceso interminable de una penetración profunda de los secretos de la materia y del universo. La verdad de las teorías científicas sólo puede establecerse a través de la práctica, la observación y el experimento, y no por mandato de los filósofos.
La mayoría de las cuestiones con las que los filósofos han luchado en el pasado han sido resueltas por la ciencia. Sin embargo, sería un grave error suponer que la filosofía no tiene ningún papel que desempeñar en la ciencia. Sólo quedan dos aspectos de la filosofía que siguen siendo válidos hoy en día, que no han sido absorbidos por las diferentes ramas de la ciencia: la lógica formal y la dialéctica.
Engels insistió en que “la dialéctica, despojada de la mística, se convierte en una necesidad absoluta” para la ciencia. La dialéctica, por supuesto, no tiene ninguna cualidad mágica para resolver los problemas de la física moderna. Sin embargo, una filosofía global y coherente sería de inestimable ayuda en la orientación de la investigación científica en las líneas más fructíferas y para evitar que caiga en toda clase de hipótesis arbitrarias y místicas que no conducen a nada. Muchos de los problemas a los que se enfrenta hoy la ciencia surgen precisamente de la falta de una base filosófica firme.
La dialéctica y la ciencia
Muchos científicos tratan la filosofía con desprecio. En lo que se refiere a la filosofía moderna, este desprecio es bien merecido. Durante el último siglo y medio el reino de la filosofía se asemeja a un desierto árido, con sólo trazas de vida. El tesoro del pasado, con sus antiguas glorias y destellos de ilustración, parece totalmente extinguido. No sólo los científicos, sino los hombres y las mujeres en general, buscarán en vano en este erial para cualquier fuente de iluminación.
Sin embargo, haciendo un examen más detallado, el desprecio mostrado por los científicos a la filosofía no está bien fundamentado. Porque si nos fijamos seriamente en el estado de la ciencia moderna –o para ser más precisos, en sus fundamentos teóricos y suposiciones–, vemos que la ciencia, de hecho, nunca se ha liberado de la filosofía. Expulsada sin ceremonias por la puerta principal, la filosofía con astucia consigue entrar a través de la ventana trasera.
Los científicos que afirman con orgullo su indiferencia completa hacia la filosofía en realidad hacen todo tipo de supuestos que son de carácter filosófico. Y de hecho, este tipo de filosofía inconsciente y acrítica no es superior a la de la antigua usanza, sino infinitamente inferior a la misma. Además, es la fuente de muchos errores en la práctica.
Los notables avances de la ciencia durante el siglo pasado parecen haber vuelto la filosofía superflua. En un mundo en el que podemos penetrar en los misterios más profundos del cosmos y seguir los complejos movimientos de las partículas sub-atómicas, las viejas cuestiones que absorbieron la atención de los filósofos se han resuelto. El papel de la filosofía ha sido correspondientemente reducido. Sin embargo, para repetir el punto, hay dos áreas en las que la filosofía conserva su importancia: en la lógica formal y en la dialéctica.
Un gran avance en la aplicación del método dialéctico a la historia de la ciencia fue la publicación en 1962 del extraordinario libro de Thomas Samuel Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. Este demostró el carácter inevitable de las revoluciones científicas y mostró el mecanismo de aproximación mediante el cual esto ocurre. “Todo lo que existe merece perecer” puede decirse no sólo para los organismos vivos, sino también para las teorías científicas, incluidas las que actualmente consideramos de validez absoluta.
De hecho, Engels se encontraba muy por delante de sus contemporáneos (incluidos la mayoría de los científicos) en su actitud hacia las ciencias naturales. No sólo explicó el movimiento (energía) como algo inseparable de la materia, sino también explicó que la diferencia entre las ciencias consistía sólo en el estudio de las diversas formas de energía y la transición dialéctica de una forma de energía en otra. Esto es lo que hoy se conoce como transiciones de fase.
Toda la evolución de la ciencia en el siglo XX ha rechazado la antigua compartimentación, reconociendo la transición dialéctica de una ciencia a otra. Marx y Engels en su día causaron gran indignación entre sus adversarios, al decir que la diferencia entre materia orgánica e inorgánica era sólo relativa. Explicaron que la materia orgánica –los primeros organismos vivos– surgió a partir de materia inorgánica en un momento dado, lo que representó un salto cualitativo en la evolución. Dijeron que los animales, incluido el hombre con su mente, sus ideas y sus creencias, eran simplemente materia organizada de una manera determinada.
La diferencia entre la materia orgánica e inorgánica, que Kant consideró una barrera infranqueable, se ha eliminado, como Feynman señala: “Todo está constituido por átomos. Este es el supuesto clave. Por ejemplo, una de las hipótesis más importantes de la biología es que todo lo que hacen los animales, lo hacen los átomos. En otras palabras, no hay nada que los seres vivos hagan que no se pueda entender desde el punto de vista de que están compuestos de átomos, actuando en consonancia con las leyes de la física”. (R. Feynman, Conferencias de física de Feynman.)
Desde el punto de vista científico, los hombres y las mujeres son conglomerados de átomos dispuestos de una manera particular. Pero nosotros no somos meramente una aglomeración de átomos. El cuerpo humano es un organismo extraordinariamente complejo, en particular, el cerebro, cuya estructura y funcionamiento sólo ahora estamos empezando a comprender. Esto es algo mucho más hermoso y maravilloso que todos los viejos cuentos de hadas de la religión.
Al mismo tiempo que Marx estaba llevando a cabo una revolución en el campo de la economía política, Darwin estaba haciendo lo mismo en el campo de la biología. No es casualidad que, mientras que la obra de Darwin despertó una tormenta de indignación e incomprensión, Marx y Engels inmediatamente la reconocieran como una obra maestra de la dialéctica, aunque el propio Darwin no era consciente de ello. La explicación de esta aparente paradoja es que las leyes de la dialéctica no son una invención arbitraria, sino que reflejan los procesos que existen realmente en la naturaleza y la sociedad.
El descubrimiento de la genética ha revelado el mecanismo exacto que determina la transformación de una especie en otra. El genoma humano ha dado una nueva dimensión a la obra de Darwin, mostrando que los seres humanos comparten sus genes no sólo con la humilde mosca de la fruta sino también con las formas más básicas de la vida: la bacteria. En los próximos años, los científicos llevarán a cabo un acto de creación en un laboratorio, produciendo un organismo vivo a partir de materia inorgánica. Al Divino Creador se le quitará el último punto de apoyo en que se sostiene.
Durante mucho tiempo, los científicos discutieron acerca de si la creación de nuevas especies era el resultado de un largo período de acumulación de cambios lentos o si surgieron a partir de un cambio súbito y violento. Desde un punto de vista dialéctico, no hay contradicción entre ambos. Un largo período de cambios moleculares (cambios cuantitativos) alcanza un punto crítico en el que de repente se produce lo que se llama ahora un salto cuántico.
Marx y Engels creían que la teoría de la evolución de las especies era una prueba clara de que la naturaleza funciona, en última instancia, de una manera dialéctica, es decir, a través del desarrollo, a través de contradicciones. Hace tres décadas esta declaración recibió un poderoso impulso de una institución tan prestigiosa como el Museo Británico, donde un furioso debate rompió el decoroso silencio de siglos. Uno de los argumentos en contra de los defensores de la idea de los saltos cualitativos en la cadena de la evolución era que representaba ¡la infiltración marxista en el Museo Británico!
Sin embargo, a pesar de sí misma, la biología moderna no ha tenido más remedio que corregir la vieja idea de la evolución como un proceso gradual, lineal, ininterrumpido, sin cambios bruscos… y admitir la existencia de saltos cualitativos, que se caracterizan por la extinción masiva de algunas especies y la aparición de otras nuevas. El 17 de abril 1982 The Economist publicó un artículo sobre el centenario de la muerte de Darwin que decía:
“Va a ser cada vez más claro que mutaciones bastante pequeñas que afectan a lo que sucede en una etapa clave de desarrollo pueden causar grandes cambios evolutivos (por ejemplo, un pequeño cambio en el modo de funcionamiento de ciertos genes podría conducir a un aumento significativo en el tamaño del cerebro). También se están acumulando pruebas de que muchos genes sufren una mutación lenta pero constante. Así, poco a poco, los científicos resuelven la controversia en curso sobre si las especies cambian lentamente y de forma continua durante largos períodos de tiempo, o permanecen sin cambios durante un largo tiempo y luego experimentan una rápida evolución. Probablemente se producen los dos tipos de cambio”.
La versión anterior de la teoría de la evolución (gradualismo filético) sostenía que las especies cambian de forma gradual a medida que surgen las mutaciones genéticas individuales y se seleccionan. Sin embargo, Stephen Jay Gould y Niles Eldridge propusieron una nueva teoría llamada “equilibrio puntuado”, según la cual el cambio genético puede tener lugar a través de saltos repentinos. Por cierto, el difunto Stephen Jay Gould señaló que si los científicos hubieran prestado atención a lo que Engels había escrito sobre los orígenes del hombre, se habrían ahorrado cien años de errores.
Naciones enteras en quiebra
La primera fase de la crisis que se inició en el año 2008 se caracterizó por la quiebra de los grandes bancos. Todo el sistema bancario de los EEUU y del resto del mundo sólo se salvó gracias a la inyección masiva de miles de millones de dólares y de euros por parte del Estado. Pero la pregunta que hay que hacerse es: ¿qué queda de la vieja idea de que el libre mercado, si se lo deja a sí mismo, resolverá todos los problemas? ¿Qué queda de la vieja idea de que el Estado no debe interferir en el funcionamiento de la economía?
La inyección masiva de dinero público no resolvió nada. La crisis no se ha resuelto. Simplemente se ha desplazado a los Estados. Todo lo que ocurrió es que en lugar de un déficit masivo de los bancos, tenemos un agujero negro enorme en las finanzas públicas. ¿Y quién va a pagar esto? No los banqueros adinerados que, habiendo presidido la demolición del orden financiero mundial, se han embolsado con calma el dinero duramente ganado de la población y ahora están otorgándose a sí mismos gratificaciones generosas con las ganancias.
¡No! Los déficits de los que los economistas y los políticos se quejan tan amargamente deben ser pagados por los sectores más pobres e indefensos de la sociedad. De repente no hay dinero para los ancianos, los enfermos, los desempleados, pero siempre hay un montón de dinero para los banqueros. Esto significa un régimen de austeridad permanente. Pero esto sólo genera nuevas contradicciones. Al reducir la demanda, se reduce aún más el mercado y, por lo tanto, se agrava la crisis de sobreproducción.
Ahora los economistas están prediciendo un nuevo colapso, lo cual traerá el hundimiento de divisas y gobiernos, amenazando la propia estructura del sistema financiero mundial. Y a pesar de lo que dicen los políticos sobre la necesidad de frenar el déficit, las deudas a la escala que han llegado no pueden ser reembolsadas. Grecia ofrece un ejemplo gráfico de este hecho. El futuro es de crisis aún más profundas, de caída del nivel de vida, de ajustes dolorosos y aumento del empobrecimiento de la mayoría. Esta es una receta acabada para nuevas convulsiones y lucha de clases a un nivel aún más alto. Se trata de una crisis sistémica del capitalismo a escala mundial.
Algunos sofistas preguntan: si el socialismo es inevitable, ¿por qué uno tiene que luchar para lograrlo? De hecho, es posible ser un determinista convencido y sin embargo estar comprometido con un papel revolucionario activo. En el siglo XVII los calvinistas eran deterministas de la forma más categórica y absoluta. Creían fervientemente en la predestinación, en que el destino y la salvación de cada hombre y mujer estaban determinados antes de que nacieran.
Sin embargo, este determinismo de hierro no impidió que los calvinistas jugaran un papel muy revolucionario en la lucha contra el feudalismo decadente y su expresión ideológica principal, la Iglesia Católica Romana. Precisamente porque estaban convencidos de la justicia y el inevitable triunfo de su causa, lucharon con mayor valentía para acelerar su victoria.
La vieja sociedad se está muriendo, y una nueva sociedad está luchando para nacer. Pero aquellos que han obtenido grandes riquezas de ella nunca aceptarán la inevitabilidad de su desaparición. Antes de verla hundirse en el olvido, la clase dominante prefiere arrastrar a toda la sociedad con ella. La prolongación de la agonía del capitalismo constituye una amenaza mortal a la cultura humana y a la civilización. Nuestra tarea es ayudar al nacimiento de la nueva sociedad, para asegurarnos de que se lleva a cabo tan rápidamente e indoloramente como sea posible, con el menor costo para la humanidad.
En contra de las calumnias de nuestros enemigos, los marxistas no abogamos por la violencia, pero somos realistas y sabemos que toda la historia de los últimos diez mil años demuestra que ninguna clase o casta dominante nunca renuncia a su riqueza, poder y privilegios sin luchar, y eso significa por lo general una lucha sin reglas. Y ese sigue siendo el caso hoy en día.
La decadencia del capitalismo amenaza con desatar la más terrible violencia en el mundo. Con el fin de reducir la posibilidad de violencia, para poner fin al caos y a las guerras, para asegurar la transición más ordenada y pacífica hacia el socialismo, la condición previa es que la clase obrera sea movilizada para la lucha y esté dispuesta a luchar hasta el final.
“Todos los caminos llevan a la ruina”
Contrariamente a la imagen reconfortante que se solía presentar del sistema capitalista ofreciendo un futuro seguro y próspero para todos, vemos la realidad de un mundo en el que millones de personas sufren la pobreza y el hambre, mientras que los súper ricos se hacen cada día más ricos. La gente vive en constante temor de un futuro incierto que será decidido, no por las decisiones racionales de las personas, sino únicamente por los giros salvajes del mercado.
Las crisis financieras, el desempleo masivo y las agitaciones sociales y políticas constantes ponen muchas cosas patas arriba. Lo que parecía ser estable y permanente se disuelve de la noche a la mañana, y la gente comienza a cuestionar las cosas que siempre daba por sentado. Este estado de agitación perpetua es lo que prepara psicológicamente el terreno para la revolución, que a la postre se convierte en la única opción que es realistamente imaginable. Para ver esto en la práctica no hay más que mirar a la Grecia actual.
Todo el mundo sabe que el sistema capitalista está en crisis. Pero ¿cuál es el antídoto contra la crisis? Si el capitalismo es un sistema anárquico y caótico que desemboca inevitablemente en situaciones de crisis, entonces hay que concluir que, a fin de eliminar las crisis, es necesario abolir el propio sistema capitalista. Si se dice “A”, también se debe decir “B”, “C” y “D”. Pero esto es lo que los economistas burgueses se niegan a hacer.
¿No existen mecanismos que podrían permitir a la burguesía salir de una crisis de sobreproducción? ¡Por supuesto que los hay! Un método sería bajar la tasa de interés con el fin de aumentar los márgenes de beneficios y estimular la inversión. Pero la tasa de interés ya está cerca de cero. De reducirse más, estaríamos hablando de una tasa negativa de interés: los bancos pagarían a la gente para pedir dinero prestado. Esto es una locura, pero incluso lo están discutiendo. Eso demuestra que se están volviendo desesperados.
El otro método consiste en aumentar el gasto público. Esto es por lo que están abogando todos los keynesianos y los reformistas. En primer lugar, esto revela la bancarrota de la economía de libre mercado. El sector privado es tan débil, decrépito y corrupto en el sentido literal de la palabra, que debe confiar en el Estado, así como un hombre lisiado se apoya en muletas. Pero incluso esa opción no ofrece una salida.
Es un hecho evidente que los bancos y los grandes monopolios son ahora dependientes del Estado para su supervivencia. Tan pronto como estuvieron en dificultades, las mismas personas que solían insistir en que el Estado no debe jugar ningún papel en la economía, corrieron al gobierno con sus manos extendidas, exigiendo grandes sumas de dinero. Y el gobierno de inmediato les dio un cheque en blanco. Se ha entregado a los bancos aproximadamente 14 billones de dólares de dinero público. Pero la crisis sigue profundizándose.
Todo lo que se ha logrado en los últimos cuatro años es transformar lo que era un agujero negro en las finanzas de los bancos en un agujero negro en las finanzas públicas. Con el fin de salvar a los banqueros, se espera el sacrificio de todo el mundo, excepto el de los banqueros y de los capitalistas. Ellos se pagan a sí mismos gratificaciones generosas con el dinero del contribuyente. Se trata de Robin Hood a la inversa.
La existencia de un enorme déficit significa que el argumento keynesiano acerca de aumentar el gasto público cae por su propio peso. ¿Cómo puede el Estado gastar dinero que no posee? El único camino que sigue abierto ante ellos es el de imprimir dinero, o, como se le conoce eufemísticamente, expansión cuantitativa (Quantitative Easing o QE). La inyección de grandes cantidades de capital ficticio en la economía está sujeta a la ley de los rendimientos decrecientes. Tiene un efecto similar a la de un drogadicto que tiene que inyectarse con cantidades cada vez más grandes de droga con el fin de obtener el mismo efecto. En el proceso, están envenenando el sistema y minando su salud.
Esta es una medida realmente desesperada que resultará más pronto o más tarde en un aumento de la inflación. De esta manera, se están preparando para una depresión aún más profunda en el próximo período. Este es el resultado inevitable del hecho de que en el período anterior el sistema capitalista fue más allá de sus límites. Para posponer una depresión, utilizaron los mismos mecanismos que se necesitan para salir de la crisis actual. Esta es la razón por la que la crisis es tan profunda y tan difícil de resolver. Como explica Marx, los capitalistas sólo pueden resolver sus crisis “allanando el camino para crisis más extensas y más destructivas, y disminuyendo los medios de prevenirlas”. (Manifiesto Comunista)
En los viejos tiempos la Iglesia decía: “Todos los caminos llevan a Roma”. Ahora la burguesía tiene un nuevo lema: Todos los caminos llevan a la ruina. Es impensable que una crisis económica que está lanzando a todo el mundo al caos, que condena a millones de personas al desempleo, la pobreza y la desesperación, que le roba a la juventud su futuro y destruye la salud, la vivienda, la educación y la cultura, pueda ocurrir sin una crisis social y política. La crisis del capitalismo está preparando las condiciones para la revolución en todas partes.
Esto ya no es una propuesta teórica. Es un hecho. Si tomamos sólo los últimos doce meses, ¿qué vemos? Se han producido movimientos revolucionarios en un país tras otro: Túnez, Egipto, Grecia, España… Incluso en los Estados Unidos tenemos el movimiento de #Occupy y, anteriormente, las masivas protestas en Wisconsin.
Estos dramáticos acontecimientos son una clara expresión del hecho de que la crisis del capitalismo está produciendo una reacción masiva a escala mundial, y que un número creciente de personas está empezando a sacar conclusiones revolucionarias. Mientras que una pequeña minoría tenga en sus manos la tierra, los bancos y las grandes corporaciones, ésta seguirá tomando todas las decisiones fundamentales que afectan a la vida y al destino de millones de personas en el planeta.
La brecha intolerable que se ha desarrollado entre ricos y pobres está poniendo una presión cada vez mayor sobre la cohesión social. La base del viejo sueño socialdemócrata de paz social y colaboración de clases se ha roto irremediablemente. Este hecho se resume en el lema de #Occupy Wall Street: “La única cosa que tenemos en común es que somos el 99 por ciento de la gente que ya no tolerará la codicia y la corrupción del otro 1 por ciento”.
El problema es que el actual movimiento de protesta es confuso en sus objetivos. Carece de un programa coherente y de una dirección audaz. Pero refleja un estado de ánimo general de ira que se está acumulando bajo la superficie y que tarde o temprano tiene que encontrar una salida. Pero son sin duda movimientos anticapitalistas y, tarde o temprano, en un país u otro, se planteará la cuestión del derrocamiento revolucionario del capitalismo.
Bajo el capitalismo, como explicó Marx, las fuerzas productivas han experimentado el desarrollo más espectacular de la historia. Sin embargo, las ideas de la clase dominante, incluso en su época más revolucionaria, quedaron muy por detrás de los avances en la producción, la tecnología y la ciencia.
La amenaza a la cultura
El contraste entre el rápido desarrollo de la tecnología y la ciencia, y el extraordinario retraso en el desarrollo de la ideología humana, se presenta de manera clara en el país capitalista más avanzado del mundo: EE. UU. Esta es la tierra donde la ciencia ha logrado los resultados más espectaculares. El constante progreso de la tecnología es la condición previa para la emancipación final del hombre, para la abolición de la pobreza y del analfabetismo, de la ignorancia y de la enfermedad, y para el dominio de la naturaleza por el hombre a través de la planificación consciente de la economía. El camino está abierto a la conquista, no sólo de la Tierra, sino del espacio. Y, sin embargo, en este país tecnológicamente avanzado reinan las supersticiones más primitivas. Nueve de cada diez estadounidenses creen en la existencia de un ser divino, y siete de cada diez creen en la vida después de la muerte.
El día de Navidad de 1968, cuando el primer hombre que voló alrededor de la Luna tuvo que elegir un mensaje para transmitirlo al pueblo estadounidense desde su nave espacial, de todo el corpus de la literatura mundial, eligió el primer libro del Génesis. Según volaba en el espacio en una nave espacial repleta de los artefactos más modernos, pronunció las palabras: “En el principio, Dios creó los cielos y la tierra”. Han pasado ya más de 130 años desde la muerte de Darwin. Sin embargo, todavía hay muchas personas en los EEUU que creen que cada palabra de la Biblia es literalmente cierta, y desean que las escuelas enseñen la versión de los orígenes humanos contenida en el Génesis, en lugar de la teoría de la evolución basada en la selección natural. En un intento de volver el creacionismo más respetable, sus defensores le han cambiado el nombre por el de “diseño inteligente”. Surge de inmediato la pregunta: ¿Quién diseñó al diseñador inteligente? A esta pregunta perfectamente razonable no tienen respuesta. Tampoco pueden explicar por qué su “diseñador inteligente” hizo semejante chapuza cuando creó el mundo en primer lugar.
¿Por qué diseñar un mundo con cosas como el cáncer, la peste bubónica, el SIDA, la menstruación y la migraña? ¿Por qué diseñar vampiros, sanguijuelas y banqueros de inversión? Ahora que lo pienso, ¿por qué, aparentemente, la mayor parte de nuestros genes están hechos de basura inútil? Nuestro diseñador inteligente resulta ser no tan inteligente después de todo. En palabras de Alfonso X el Sabio, rey de Castilla (1221-1284): “Si yo hubiera estado presente en la creación, habría dado algunos consejos útiles para el mejor ordenamiento del universo”. De hecho, un niño de once años de inteligencia media probablemente podría haber hecho un mejor trabajo.
Es cierto que la autoridad de la Iglesia está en declive en todos los países occidentales. El número de creyentes practicantes está disminuyendo. En países como España e Irlanda, la Iglesia tiene dificultades para reclutar nuevos sacerdotes. La asistencia a misa ha sufrido un fuerte descenso en los últimos tiempos, sobre todo entre los jóvenes. Sin embargo, el declive de la Iglesia ha abierto la puerta a una verdadera plaga de Egipto de sectas religiosas de las variedades más raras, y un florecimiento de misticismo y supersticiones de todo tipo. La astrología, ese remanente de la barbarie medieval, está nuevamente de moda. Los cines, la televisión y las librerías están llenos de obras basadas en la superstición y el misticismo más descarados.
Estos son sólo los signos externos de la putrefacción de un sistema social que ha vivido más allá de sus propios límites, que ha dejado de ser una fuerza históricamente progresista y que ha entrado definitivamente en conflicto con las necesidades del desarrollo de las fuerzas productivas. En este sentido, la lucha de la clase obrera para cortar quirúrgicamente la agonía de la sociedad burguesa es también la lucha por defender los logros de la ciencia y de la cultura frente a las fuerzas transgresoras de la barbarie.
Las únicas alternativas abiertas a la humanidad son claras: o bien la transformación socialista de la sociedad, la eliminación del poder político y económico de la burguesía y el inicio de una nueva etapa en el desarrollo de la civilización humana, o la destrucción de la civilización, e incluso de la vida misma. Los ecologistas y los verdes se quejan continuamente de la degradación del medio ambiente y advierten de la amenaza que esto supone para la humanidad. Tienen razón. Pero se asemejan a un médico inexperto que apunta a los síntomas, pero no es capaz de diagnosticar la naturaleza de la enfermedad, o sugerir una cura.
La degeneración del sistema se hace sentir en todos los niveles, no sólo en el campo económico, sino en el terreno de la moral, la cultura, el arte, la música y la filosofía. La existencia del capitalismo se está prolongando a costa de la destrucción de las fuerzas productivas, pero también está minando la cultura, impulsando la desmoralización y la lumpenización de capas enteras de la sociedad, con consecuencias desastrosas para el futuro. En última instancia, la existencia del capitalismo entrará en conflicto con la existencia de los derechos democráticos y sindicales de la clase obrera.
El aumento de la delincuencia y de la violencia, la pornografía, el egoísmo burgués y la brutal indiferencia hacia los sufrimientos de los demás, el sadismo, la desintegración de la familia y el colapso de la moral tradicional, la drogadicción y el alcoholismo… todas esas cosas que provocan la ira y la indignación hipócritas de los reaccionarios, son sólo síntomas de la degeneración senil del capitalismo. De la misma manera, fenómenos similares acompañaron al período de decadencia de la sociedad esclavista en el Imperio Romano.
El sistema capitalista, que antepone los beneficios económicos ante cualquier otra consideración, está envenenando el aire que respiramos, el agua que bebemos y los alimentos que comemos. El último escándalo de la adulteración masiva de productos cárnicos en Europa es sólo la punta del iceberg. Si permitimos que el dominio de los grandes bancos y monopolios continúe durante otras cinco décadas o más, es muy posible que la destrucción del planeta llegue a un punto en el que el daño sea irreversible y ponga en peligro la existencia futura de la humanidad. Por tanto, la lucha por cambiar la sociedad es una cuestión de vida o muerte.
La necesidad de una economía planificada
Durante las últimas dos décadas hemos sido alimentados con una dieta constante de propaganda económica que nos aseguraba que la idea de una economía socialista planificada estaba muerta, y que el “mercado”, dejado a su suerte, resolvería el problema del desempleo, y traería un mundo de paz y prosperidad.
Ahora, tras la crisis de 2008, la gente empieza a darse cuenta de que el orden existente es incapaz de asegurar siquiera las más básicas de las necesidades humanas –un trabajo, un salario digno, un hogar, provisión de educación y sanidad decentes, una pensión adecuada, un medio ambiente seguro, aire y agua limpios– a la gran mayoría, y no sólo a los del Tercer Mundo.
Semejante sistema, sin duda, debe ser condenado por todas las personas pensantes que no estén cegadas por la avalancha constante de argumentos falsos, cuyo único propósito es la defensa de los intereses creados de aquellos a los que les va muy bien en la situación actual y no pueden o no quieren creer que no va a durar para siempre.
El punto central del Manifiesto Comunista –y aquí radica su mensaje revolucionario– es, precisamente, que el sistema capitalista no es para siempre. Este es el elemento que los apologistas de nuestro sistema actual encuentran más difícil de tragar. ¡Naturalmente! Es el delirio común de todos los sistemas socio-económicos de la historia, de que ellos representan la última palabra en el progreso social. Sin embargo, incluso desde el punto de vista del sentido común, esa opinión es claramente errónea. Si aceptamos que todo en la naturaleza es mutable, ¿por qué la sociedad debería ser diferente?
Estos hechos indican que el sistema capitalista ya había agotado su misión progresista. Toda persona inteligente se da cuenta de que el libre desarrollo de las fuerzas productivas exige la unificación de las economías de todos los países a través de un plan común que permita la explotación armónica de los recursos de nuestro planeta para el beneficio de todos.
Esto es tan evidente que es reconocido por científicos y expertos que no tienen nada que ver con el socialismo, pero que están llenos de indignación ante las condiciones de pesadilla en las que dos tercios de la humanidad viven, y están preocupados por los efectos de la destrucción del medio ambiente. Por desgracia, sus bien intencionadas recomendaciones caen en saco roto, ya que entran en conflicto con los intereses creados de las grandes multinacionales que dominan la economía mundial y cuyos cálculos no se basan en el bienestar de la humanidad o en el futuro del planeta, sino exclusivamente en la codicia y la búsqueda del beneficio por encima de cualquier otra consideración.
La superioridad de la planificación económica sobre la anarquía capitalista es entendida incluso por los burgueses mismos, aunque no pueden admitirlo. En 1940, cuando los ejércitos de Hitler habían aplastado a Francia, y Gran Bretaña tenía la espalda contra la pared, ¿qué hicieron? ¿Acaso dijeron: “Dejad que las fuerzas del mercado decidan”? ¡No! Centralizaron la economía, nacionalizaron las industrias esenciales e introdujeron controles gubernamentales amplios, incluyendo la conscripción económica y el racionamiento. ¿Por qué optaron por la centralización y la planificación? Por la sencilla razón de que da mejores resultados.
Por supuesto, es imposible tener un plan real de la producción bajo el capitalismo. Sin embargo, incluso las medidas de planificación capitalista de Estado introducidas por la coalición de guerra de Churchill fueron esenciales para derrotar a Hitler. Un ejemplo aún más llamativo fue la Unión Soviética. La Segunda Guerra Mundial en Europa fue en realidad un gigantesco conflicto entre la Alemania de Hitler, con todos los recursos de Europa detrás de él, y la Unión Soviética.
Fue la Unión Soviética la que derrotó a los ejércitos de Hitler. La razón de esta extraordinaria victoria no puede ser admitida por los defensores del capitalismo, pero es un hecho evidente. La existencia de una economía nacionalizada y planificada dio a la URSS una enorme ventaja en la guerra. A pesar de la política criminal de Stalin, que casi provocó el colapso de la Unión Soviética al comienzo de la guerra, la URSS fue capaz de recuperarse rápidamente y reconstruir su capacidad industrial y militar.
Los rusos fueron capaces de desmantelar todas sus industrias en el oeste –1.500 fábricas y un millón de trabajadores–, ponerlos en trenes y enviarlos al este de los Urales donde se encontraban fuera del alcance de los alemanes. En cuestión de meses, la Unión Soviética sobrepasó a Alemania en la producción de tanques, armas y aviones. Esto demuestra sin lugar a dudas la superioridad colosal de una economía nacionalizada y planificada, incluso bajo el régimen burocrático de Stalin.
La URSS perdió 27 millones de personas en la Segunda Guerra Mundial –la mitad del total de muertes en la guerra a escala mundial–. Sus industrias y agricultura sufrieron una terrible devastación. Sin embargo, en los siguientes diez años todo había sido reconstruido, y sin las grandes cantidades de dinero extranjero que fueron canalizadas a Europa occidental por los norteamericanos bajo el Plan Marshall. Eso, y no Alemania y Japón, fue el verdadero milagro económico de la posguerra.
Por supuesto, el socialismo real debe estar basado en la democracia –no la democracia formal falsa que existe en Gran Bretaña y los EEUU, donde todo el mundo puede decir lo que quiera, siempre y cuando los grandes bancos y monopolios decidan lo que sucede–, sino una verdadera democracia basada en el control y la administración de la sociedad por los trabajadores mismos.
No hay nada de utópico en semejante idea. Se basa en lo que ya existe. Tomemos sólo un ejemplo. Es una fuente inagotable de asombro para el autor de estas líneas cómo un gran supermercado del estilo de Tesco puede calcular con precisión la cantidad de azúcar, pan y leche que se requiere para una zona de Londres, con decenas de miles de habitantes. Lo hacen mediante la planificación científica, y nunca fallan. Si la planificación a semejante nivel puede funcionar para un gran supermercado, ¿por qué los mismos métodos de planificación no pueden ser aplicados a la sociedad en su conjunto?
Socialismo e internacionalismo
Cualquiera que lea el Manifiesto Comunista puede ver que Marx y Engels previeron esta situación hace más de 150 años. Explicaron que el capitalismo debe desarrollarse como un sistema mundial. Hoy en día, este análisis ha sido confirmado brillantemente por los acontecimientos. En la actualidad, nadie puede negar la dominación aplastante del mercado mundial. De hecho, es el fenómeno más decisivo de la época en que vivimos.
Sin embargo, cuando el Manifiesto fue escrito, prácticamente no había evidencia empírica para sostener esta hipótesis. En realidad, la única economía capitalista desarrollada era Inglaterra. Las industrias nacientes de Francia y Alemania (esta última ni siquiera existía como entidad unida) todavía se cobijaban detrás de altos muros arancelarios. Este es un hecho convenientemente olvidado hoy en día por los gobiernos occidentales y los economistas cuando dan conferencias severas al resto del mundo sobre la necesidad de abrir sus economías.
En los últimos años los economistas han hablado mucho de la “globalización”, imaginando que esta era la panacea que permitiría abolir por completo el ciclo de auge y de recesión. Estos sueños se hicieron añicos por el colapso de 2008.
Esto tiene profundas implicaciones para el resto del mundo. Muestra el lado opuesto de la “globalización”. En la medida en que el sistema capitalista desarrolla la economía mundial, también prepara las condiciones para una devastadora recesión mundial. Una crisis en cualquier parte de la economía mundial se extiende rápidamente a todas los demás. Lejos de abolir el ciclo de auge y de recesión, la globalización lo ha investido con un carácter aún más convulso y universal que en cualquier período anterior.
El problema fundamental es el propio sistema. En palabras de Marx, “El verdadero límite de la producción capitalista es el propio capital”. (El Capital, Vol. 3, Parte III.) Los expertos económicos que argumentaron que Marx estaba equivocado y que las crisis capitalistas eran cosas del pasado (el “nuevo paradigma económico”) han demostrado estar equivocados. El ciclo de auge y recesión por el que hemos pasado recientemente tiene todas las características del ciclo económico que Marx describió hace mucho tiempo. El proceso de concentración de capital ha alcanzado proporciones asombrosas. Hay una orgía de adquisiciones y de monopolización creciente. Esto no conduce al desarrollo de las fuerzas productivas como en el pasado. Por el contrario, se cierran fábricas como si fueran cajas de fósforos y miles de personas se quedan sin trabajo.
Las teorías económicas del monetarismo –la Biblia del neo-liberalismo– fueron resumidas por John Kenneth Galbraith de la siguiente manera: “Los pobres tienen demasiado dinero, y los ricos no tienen suficiente”. Niveles récord de beneficios están acompañados por niveles récord de desigualdad. The Economist ha señalado que “la única tendencia continua real en los últimos 25 años ha sido hacia una mayor concentración de los ingresos por arriba”.
Una pequeña minoría es obscenamente rica, mientras que la participación de los trabajadores en el ingreso nacional se reduce constantemente y los sectores más pobres se hunden en una pobreza cada vez más profunda. El huracán Katrina reveló al mundo entero la existencia de una subclase de ciudadanos estadounidenses desposeídos que viven en condiciones de tercer mundo.
En los EEUU, los trabajadores producen ahora un 30 por ciento más que hace de diez años y, sin embargo, los salarios apenas se han incrementado. El tejido social está cada vez más distendido. Incluso en el país más rico del mundo hay un enorme aumento de las tensiones en la sociedad. Esto está preparando el terreno para una mayor explosión de la lucha de clases.
Este no es sólo el caso en EEUU. En todo el mundo, el auge fue acompañado de altas tasas de desempleo. Las reformas y las concesiones están siendo eliminadas. Con el fin de volverse competitiva en los mercados mundiales, Italia tendría que despedir a 500.000 trabajadores y el resto tendría que aceptar una reducción salarial del 30 por ciento.
Durante un tiempo, el capitalismo logró superar sus contradicciones mediante el aumento del comercio mundial (globalización). Por primera vez en la historia, el mundo entero se ha involucrado en el mercado mundial. Los capitalistas encontraron nuevos mercados y avenidas de inversión en China y otros países. Pero ahora esto ha llegado a sus límites.
Los capitalistas norteamericanos y europeos ya no están tan entusiasmados con la globalización y el libre comercio, cuando montañas de productos chinos baratos están apilándose en su puerta. En el Senado de Estados Unidos se levantan voces a favor del proteccionismo y son cada vez más insistentes. La ronda de conversaciones de Doha sobre el comercio mundial ha sido suspendida y son tan grandes las contradicciones que no hay acuerdo posible.
Los años de auge económico ya han pasado a la historia. El auge consumista en los EEUU se basaba en unas tasas de interés bajas y en una vasta expansión del crédito y de la deuda. Estos factores se han convertido en su contrario. Nos encontramos en una crisis sin precedentes a nivel mundial. Así, la globalización se manifiesta como una crisis global del capitalismo.
¿No hay alternativa?
Los economistas burgueses están tan prejuiciados y son tan estrechos mentalmente, que se aferran al anticuado sistema capitalista incluso cuando se ven obligados a reconocer que es un enfermo terminal y está condenado al colapso. Imaginarse que la raza humana es incapaz de descubrir una alternativa viable a este sistema podrido, corrupto y degenerado es francamente una afrenta a la humanidad.
¿Es realmente cierto que no hay alternativa al capitalismo? No, no es cierto. La alternativa es un sistema basado en la producción para las necesidades de la mayoría y no en el lucro de unos pocos; un sistema que sustituya el caos y la anarquía por la planificación armoniosa; que sustituya el dominio de una minoría de parásitos ricos con el dominio de la mayoría que produce toda la riqueza de la sociedad. El nombre de esta alternativa es el socialismo.
Uno puede discutir acerca de las palabras, pero el nombre de este sistema es el socialismo –no la caricatura burocrática y totalitaria que existía en la Rusia estalinista, sino una verdadera democracia basada en la propiedad, el control y la gestión de las fuerzas productivas por la clase obrera–. ¿Es esta idea realmente tan difícil de entender? ¿Es realmente utópico sugerir que la raza humana puede apoderarse de su propio destino y dirigir la sociedad sobre la base de un plan democrático de producción?
La necesidad de una economía socialista planificada no es un invento de Marx ni de cualquier otro pensador. Surge de la necesidad objetiva. La posibilidad del socialismo mundial se deriva de las condiciones actuales del capitalismo mismo. Todo lo que se necesita es que la clase obrera, que constituye la inmensa mayoría de la sociedad, se haga cargo de la gestión de la sociedad, expropie a los bancos y los monopolios gigantes y movilice el enorme potencial productivo no utilizado para resolver los problemas de la sociedad.
Marx escribió: “Ninguna formación social desaparece antes de que se desarrollen todas las fuerzas productivas que caben dentro de ella”. (Carlos Marx, Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política.) Las condiciones objetivas para la creación de una forma nueva y superior de sociedad humana ya han sido establecidas por el desarrollo del capitalismo. Durante los últimos 200 años, el desarrollo de la industria, de la agricultura, de la ciencia y de la tecnología ha adquirido una velocidad e intensidad sin precedentes en la historia:
“La burguesía no puede existir si no es revolucionando constantemente los instrumentos de producción, que vale tanto como decir todo el sistema de producción, y con él todo el régimen social. Al contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por una revolución constante en la producción, una incesante conmoción de todas las relaciones sociales, por una inquietud y un movimiento incesantes”. (Marx y Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Capítulo I. Burgueses y proletarios.)
¡Qué gran verdad son estas palabras de Marx y qué aplicables a nuestros tiempos! Las soluciones a los problemas a que nos enfrentamos ya existen. Durante los últimos 200 años el capitalismo ha creado una fuerza productiva colosal, pero es incapaz de utilizar este potencial al máximo. La crisis actual es sólo una manifestación del hecho de que la industria, la ciencia y la tecnología han crecido hasta el punto de que no pueden ser contenidas dentro de los estrechos límites de la propiedad privada y del Estado nacional.
El desarrollo de las fuerzas productivas, sobre todo desde la Segunda Guerra Mundial, no ha tenido precedentes en la historia: la energía nuclear, la microelectrónica, las telecomunicaciones, los ordenadores, los robots industriales… han significado un aumento espectacular de la productividad en el trabajo a un nivel mucho más alto de lo que se podría haber imaginado en la época de Marx. Esto nos da una idea muy clara de lo que sería posible en el futuro bajo el socialismo, basado en una economía socialista planificada a escala global. La crisis actual no es más que una manifestación de la rebelión de las fuerzas productivas contra estas limitaciones sofocantes. Una vez que la industria, la agricultura, la ciencia y la tecnología sean liberadas de las restricciones sofocantes del capitalismo, las fuerzas productivas serán capaces de satisfacer inmediatamente todas las necesidades humanas sin ninguna dificultad. Por primera vez en la historia, la humanidad estaría libre para desarrollar todo su potencial. Una reducción general del tiempo de trabajo serviría de base material para una auténtica revolución cultural. La cultura, el arte, la música, la literatura y la ciencia se elevarían a alturas inimaginables.
El único camino
Hace veinte años, Francis Fukuyama habló del fin de la historia. Pero la historia no ha terminado. De hecho, la verdadera historia de nuestra especie sólo se iniciará cuando se haya puesto fin a la esclavitud de la sociedad de clases y comencemos a establecer el control sobre nuestras vidas y destinos. Esto es lo que es realmente el socialismo: el salto de la humanidad desde el reino de la necesidad al reino de la libertad.
En la segunda década del siglo XXI, la humanidad se encuentra en una encrucijada. Por una parte, los logros de la ciencia moderna y de la tecnología nos han proporcionado los medios para solucionar todos los problemas que nos han atormentado durante toda la historia. Podemos erradicar las enfermedades, el analfabetismo y la falta de vivienda, y podemos hacer florecer los desiertos.
Por otro lado, la realidad parece burlarse de estos sueños. Los descubrimientos de la ciencia se utilizan para producir armas de destrucción masiva cada vez más monstruosas. En todas partes hay pobreza, hambre, analfabetismo y enfermedad. Hay sufrimiento humano a una escala masiva. Riquezas obscenas florecen al lado de la miseria. Podemos poner un hombre en la luna, pero cada año ocho millones de personas mueren simplemente porque no tienen suficiente dinero para vivir. Cien millones de niños nacen, viven y mueren en las calles, y no saben lo que es tener un techo sobre su cabeza.
El aspecto más destacado de la situación actual es el caos y la turbulencia que se han apoderado de todo el planeta. Hay inestabilidad a todos los niveles: económico, social, político, diplomático y militar.
La mayoría de la gente vuelve la espalda a estas barbaridades con repulsión. Parece que el mundo se ha vuelto loco de repente. Sin embargo, tal respuesta es inútil y contraproducente. El marxismo nos enseña que la historia no carece de sentido. La situación actual no es una expresión de la locura o la maldad intrínseca de los hombres y las mujeres. El gran filósofo Spinoza dijo una vez: “¡Ni llorar ni reír, sino comprender!” Este es un consejo muy valioso, ya que si no somos capaces de comprender el mundo en que vivimos, nunca seremos capaces de cambiarlo.
Cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto, eran dos hombres jóvenes, 29 y 27 años respectivamente. Estaban escribiendo en un período de reacción negra. La clase obrera estaba aparentemente inmóvil. El propio Manifiesto fue escrito en Bruselas, adonde sus autores se habían visto obligados a huir como refugiados políticos. Y sin embargo, en el momento mismo en que el Manifiesto Comunista vio por primera vez la luz del día en febrero de 1848, la revolución ya había entrado en erupción en las calles de París, y durante los siguientes meses se había extendido como la pólvora por la práctica totalidad de Europa.
Después de la caída de la Unión Soviética, los defensores del viejo orden estaban jubilosos. Hablaban del fin del socialismo e, incluso, del fin de la historia. Nos prometieron una nueva era de paz, prosperidad y democracia, gracias a los milagros de la economía de libre mercado. Ahora, sólo veinte años después, esos sueños se reducen a un montón de escombros humeantes. Ni una sola piedra sobre piedra queda de estas ilusiones.
¿Cuál es el significado de todo esto? Estamos siendo testigos de la agonía dolorosa de un sistema social que no merece vivir, pero que se niega a morir. Esa es la verdadera explicación de las guerras, del terrorismo, de la violencia y de la muerte que son las principales características de la época en que vivimos.
Pero también estamos presenciando los dolores de parto de una nueva sociedad, una sociedad nueva y justa, un mundo digno para vivir todos los hombres y mujeres. De estos acontecimientos sangrientos, en un país tras otro, una nueva fuerza está naciendo: la fuerza revolucionaria de los trabajadores, campesinos y jóvenes. En la ONU, el Presidente Chávez de Venezuela advirtió que “el mundo está despertando y la gente se está poniendo de pie”.
Estas palabras expresan una verdad profunda. Millones de personas están empezando a reaccionar. Las manifestaciones masivas contra la guerra de Iraq llevaron a millones a las calles. Esa fue una indicación de los inicios de un despertar. Pero el movimiento carecía de un programa coherente para cambiar la sociedad. Esa fue su gran debilidad.
Basta ya de cínicos y escépticos. Es hora de darles la espalda y seguir la lucha adelante. La nueva generación está dispuesta a luchar por su emancipación. Está buscando una bandera, una idea y un programa que pueda inspirarla y llevarla a la victoria. Eso sólo puede ser la lucha por el socialismo a escala mundial. Carlos Marx tenía razón: La elección que tiene la raza humana ante sí es socialismo o barbarie.