En Bolivia tenemos una producción de coca que excede el consumo tradicional de aproximadamente 10 mil hectáreas, según los datos sobre consumo tradicional recientemente divulgados. El propio gobierno admite que el 59% de la coca se desvía al narcotráfico. La confianza en las posibilidades de industrialización y/o exportación de este excedente va paulatinamente agotándose con consecuencias como: distorsiones en la economía, inflación, corrupción, desmontes, deforestación y conflictos por la tierra entre indígenas y cocaleros, inseguridad etc.
Este flanco débil se presta además a las campañas mediáticas de desprestigio y de intimidación que el imperialismo orquestra aun cuando oficialmente debe reconocer que los resultados de la erradicación son ahora superiores a los que obtenía la DEA. La insistencia por la presentación del estudio sobre el consumo tradicional de coca, no es que un capítulo más de presiones diplomáticas que debilitan la posición internacional de Bolivia, como el caso Pinto demuestra.
Ante esta situación el gobierno reacciona contradictoriamente: por un lado apela al “control social” mientras por el otro aumenta el presupuesto para la erradicación de la Fuerza de Tarea Conjunta, llegando a episodios como el de Apolo. Contradicciones que reflejan un debate irresuelto en la sociedad y el partido.
Persistir en la erradicación quiere decir, en última instancia, capitular al imperialismo defendiendo el interés de productores tradicionales acomodados contra campesinos que en la ampliación de los cocales buscan cultivos de mayor rentabilidad en pequeñas parcelas. Pero defender la “legalización” – es decir el libre cultivo – quiere decir capitular a un antiimperialismo pequeño burgués que, en cuanto tal, es incapaz de dar solución a las cuestiones de fondo como la seguridad alimentaria y reforma agraria, ni conciliar la lucha del indígena y del pequeño campesino. Acabando en el nacionalismo más vulgar según el cual el “narcotráfico es problemas de los gringos”, cuando sabemos que la explosión del narcotráfico a nivel mundial fue utilizado por la CIA para combatir la revolución en los países industrializados y financiar la contrarrevolución en los nuestros.
Los empresarios que saben que lo que impide la exportación es la política internacional de sustancias controladas, salen defendiendo industrialización y exportación porque le sale gratis, permitiéndoles ganar espacio en el “proceso” y distraer la atención de sus responsabilidades en los problemas de abastecimiento de alimentos e inflación.
Evo Morales ha expresado la confianza que el problema de la producción excedentaria se resuelva “no con balas o represión, sino con proyectos de desarrollo”. Pero si estos proyectos de desarrollo son la entrega de tractores o incluso fábricas de transformación de productos agrícolas alternativos a la coca, estos no harán más que incentivar nuevos asentamientos en zonas de cocales, alimentando en fin las presiones hacia la producción de coca entre pequeños colonos y campesinos. La solución a la producción excedentaria solo puede darse en un marco revolucionario: con una reforma agraria que liquide el latifundio, incentive la asociación entre campesinos y los ponga en condición de dirigir material y democráticamente la lucha por la soberanía alimentaria.
La defensa de la hoja de coca ha contribuido enormemente a despertar un sentimiento antiimperialista entre las masas bolivianas. Como símbolo ha unido y creado solidaridad entre la lucha de los cocaleros contra las erradicaciones conducidas por militares norteamericanos, la lucha democrática de las nacionalidades oprimidas y las luchas obreras en defensa del acullico contra la explotación salvaje del trabajo. La diferencia entre un símbolo y un ídolo es que el primero sirve a despertar conciencias, el segundo las adormece en la adoración: quienes de la lucha en defensa del uso tradicional de la coca han evolucionado hacia la lucha contra el imperialismo han despertado, quienes siguen viendo la coca nomas, siguen durmiendo.
“No veo fuerza para gritar Kausachun coca” decía Evo Morales. Es cierto: no hay fuerza en la sociedad para sostener un grito de batalla que ahora alarma a una opinión pública que en su mayoría (7 millones) declara no consumir coca. Pero si hay fuerza para una lucha antiimperialista basada en completar la revolución al socialismo: lo demuestra el mismo hecho que el gobierno sigue donde está.