La época de Shakespeare fue también la época de Maquiavelo. Ese brillante filósofo italiano fue el primer hombre en explicar que la conquista y el mantenimiento del poder político no tienen nada que ver con la moral. El propio Estado es violencia organizada y la toma del poder del Estado sólo puede llevarse a cabo por medios violentos. Los moralistas han criticado al filósofo italiano muy duramente, pero la historia ha demostrado la solidez de su análisis.
Shakespeare y la política
En las obras de Shakespeare; en particular, sus obras históricas, tenemos una elocuente descripción literaria de lo que Maquiavelo expone en su filosofía política. Las obras históricas dan cuenta de las luchas de poder que culminaron en lo que se conoce como la “Guerra de las Dos Rosas” (por cierto, gracias a Shakespeare). Una lucha por el poder –en este caso, el poder monárquico- a través de intrigas, puñaladas por la espalda, traición y asesinato.
Hablamos de un mundo en el que la violencia y la traición eran las herramientas normales del comercio de las políticas monárquicas. El sistema feudal se venía abajo y el capitalismo comenzaba a echar raíces. La vieja aristocracia se debilitaba y era aniquilada físicamente por un largo y sangriento conflicto. Dicha guerra fue un conflicto sin sentido entre dinastías rivales, caracterizado por la extrema violencia y el vandalismo en la búsqueda del poder. Dos bandos de magnates ladrones luchando a brazo partido, bajo la estrecha vigilancia de un Richard Warwick, verdadero poder en la sombra entre ambos rivales. Durante treinta y dos años, los nobles de Inglaterra se mataron uno a otros sin piedad.
Esa amarga lucha por el trono inglés jugó un papel importante en el debilitamiento del orden feudal en Inglaterra. Al final, ambas Casas –York y Lancaster– quedaron exhaustas. Eduardo IV (1461-1483), de la casa de York, fue sucedido por su hermano Ricardo, lo que fue descrito con notoriedad por Shakespeare en su obra Ricardo III. En esta obra, Shakespeare describe cómo el Duque de Clarence fue acuchillado y luego ahogado en un barril de vino a las órdenes de su hermano, Ricardo, duque de Gloucester, más tarde Ricardo III. Enrique VI fue asesinado en la cárcel, probablemente por el propio Ricardo. Estos eran los métodos habituales que la nobleza de Inglaterra utilizaba en la Época de la Caballería.
Es un ejemplo de «la brutal manifestación de fuerza de la Edad Media», a la que se refiere Marx en el Manifiesto Comunista. Estas guerras civiles asesinas terminaron finalmente con la muerte de Ricardo III, el último rey de York, en Bosworth, en 1485. El resultado fue el surgimiento de una nueva dinastía fundada por el aventurero galés, Enrique Tudor.
Los Tudor alentaron el desarrollo del comercio, la industria y la naciente burguesía. Pero la nueva dinastía era inestable, sus fundamentos jurídicos muy precarios. Tanto Enrique VII como su hijo, Enrique VIII, protagonizaron conspiraciones y revueltas que, de nuevo, amenazaban con empujar a Inglaterra a la guerra civil. Por esta razón, la mayoría de las clases altas y las clases medias se mostraron fervientemente leales a Isabel I, que parecía interponerse entre ellas y el retorno al caos que temían.
Fue una época de gran inseguridad, en la que las conspiraciones, intrigas políticas y la rebelión siempre estuvieron en el aire. El gran contemporáneo de Shakespeare, Christopher Marlowe, que había ganado gran popularidad y éxito con obras como El Judio de Malta y Tamerlán, fue asesinado en una pelea de bar, al parecer debido a las sospechas de ser un espía.
La propia Isabel I vivió en un estado permanente de ansiedad, temiendo ser asesinada a manos de los católicos descontentos o de los agentes españoles. Su persona era vigilada por una vasta red de espías e informadores bajo el siempre vigilante Walsingham, uno de sus ministros más fieles. Hay un retrato de Isabel pintado en su vejez. Su cara aparece muy maquillada, de blanco, con el fin de ocultar la fea realidad de su rostro. Está vestida con magníficas sedas y satenes y cubierta de joyas de incalculable valor.
Sin embargo, una observación más cercana revela un detalle curioso y bastante macabro. Su vestido está decorado con ojos y oídos humanos. El significado queda perfectamente claro: «Mis ojos y oídos están en todas partes. Veo lo que estás haciendo, escucho lo que susurras, puedo leer tus pensamientos más íntimos y penetrar en los secretos de tu corazón y de tu alma». En una palabra: La gran hermana te está mirando.
En ninguna parte se describe mejor este peculiar mundo de intrigas, conspiraciones y asesinatos como en Julio César. Aquí la psicología que impulsa a los políticos ambiciosos es diseccionada con la precisión de un cirujano experto. Julio César es otra historia de intriga maquiavélica y puñaladas por la espalda (literalmente), que transmite fielmente la esencia de la vida política, no sólo al final de la República romana, sino en cualquier otro período de la historia, sobre todo el nuestro.
Mirando a su alrededor en las caras de sus futuros asesinos, César comenta con un irónico sentido del humor:
«Haz que me rodee
Gente obesa y peinada y que no vele.
¡Qué flaco! ¡qué famélica apariencia
Es la de Casio! Por demás cavila,
Y tales hombres son muy peligrosos».
Antonio intenta tranquilizarlo:
«No es peligroso, no le temas, César;
Es un honrado Romano y bien dispuesto».
Pero César no se deja engañar, respondiendo:
“¡Más grueso lo quisiera! Mas ¡no importa!”
(Julio César, Acto I, Escena II)
En Enrique VI, el Duque de Gloucester (el futuro rey Ricardo III) dice:
«Porque, puedo sonreír, y asesinar mientras sonrío,
Y llorar ‘satisfecho’ por lo que aflige mi corazón,
Y mojar mis mejillas con lágrimas artificiales,
Y cambiar de rostro según la ocasión”.
(Enrique VI, Tercera Parte, Acto III, Escena I)
En estas breves líneas tenemos la esencia destilada de lo que ahora llamamos maquiavelismo. Es un eco escalofriante de las palabras puestas en boca de Donalbain, en Macbeth: «Hay puñales en las sonrisas de los hombres». En la misma obra, Duncan, meditando sobre la muerte del conde de Cawdor, pronuncia las siguientes palabras:
«No hay arte que descubra
la condición de la mente en una cara.
Él era un caballero en quien fundé
mi plena confianza».
(Macbeth Acto I, Escena IV)
Todo ello es un fiel reflejo del espíritu de la época. A pesar de su brillante apariencia externa, el mito de la «feliz Inglaterra» de la época isabelina fue sólo eso: un mito. Fue una época de inseguridad extrema, donde las tramas de asesinato siempre estuvieron presentes, los espías escuchando en cada esquina y en cada taberna, y el aire cargado de temor y sospecha.
Isabel I se impregnó de los hábitos de una mente característicamente maquiavélica. Pasó la mayor parte de su vida consumida por la sospecha y el miedo a ser asesinada. Se mostró completamente despiadada contra los enemigos reales o imaginarios. Un hombre bien podía obtener su favor, y encontrarse prisionero después en la Torre de Londres en espera de su ejecución.
Fue una oportunista, cuyos principios fundamentales se basaron en la supervivencia personal; sus creencias religiosas siempre quedaron en segundo lugar. Incluso en sus persecuciones, le faltó la convicción de su fallecido hermano, Eduardo VI, un fanático protestante, o la de su católica hermana María I, igualmente fanática. María I quemó en la hoguera a cientos de personas por considerarlas herejes, con el fin de salvar sus almas. Isabel I ahorcó o guillotinó, no para salvar almas, sino para protegerse a sí misma y servir a sus intereses y su trono.
La actitud de Shakespeare hacia la revolución
Las obras de Shakespeare nos pueden decir mucho sobre la vida de finales del sigo XVI y principios del siglo XVII. Como se ha dicho, fue un momento de gran turbulencia política y social. Una de las obras de Shakespeare, en particular, jugó un importante papel en los acontecimientos políticos. La participación política –aunque fuera de forma indirecta- en la que Shakespeare se vio involucrado pudo haber terminado muy mal para él. Esto ocurrió hacia el final del reinado de Isabel I, ya anciana, en un momento en el que las especulaciones sobre su sucesión se agudizaban.
Por regla general, el mensaje de las obras históricas de Shakespeare es pro-monárquico y, en ese sentido, conformista. Por razones obvias, deseaba obtener los favores del monarca reinante, tanto de Isabel I como, más tarde, de Jacobo I. La razón de esto no era puramente pecuniaria. Shakespeare y su generación tenían todas las razones para temer la inestabilidad política. Su psicología se basaba en la experiencia de los últimos acontecimientos. El recuerdo de la “Guerra de las Dos Rosas” todavía estaba vivo en la mente de la gente.
Sin embargo, en varias de sus obras de teatro, Shakespeare da rienda suelta a ciertos pensamientos subversivos e, incluso, revolucionarios. Shakespeare era capaz de ver el mundo desde todos los ángulos imaginables. A pesar de que provenía de un entorno relativamente privilegiado, fue capaz de entender la miseria y el sufrimiento humano. Vivió en la época de inicios del colonialismo. Los europeos tuvieron contacto con personas de diferente color, religión y costumbres. El violento choque de culturas por lo general no tuvo un final feliz.
En La tempestad, la última obra de Shakespeare, nos encontramos con una sorprendente denuncia de la esclavitud colonial. Calibán es un ser monstruoso que vive en un estado de salvajismo, esclavizado por el mago Próspero, el personaje principal de esta obra. Este último está dotado de misteriosos poderes y es también una persona muy culta. Según algunos críticos, Shakespeare se representa a sí mismo en la figura de Próspero, en forma de poderoso hombre del Renacimiento. Sin embargo, Shakespeare pone en boca de Calibán un discurso que expresa de manera elocuente la revuelta del esclavo contra su amo:
«Me enseñaste a hablar, y mi provecho
es que sé maldecir ¡La peste roja te lleve
por enseñarme tu lengua!».
(La tempestad, Acto I Escena II)
El propio Londres era un lugar muy violento en esos días. Había frecuentes disturbios, principalmente de los aprendices pobres, que expresaban sus frustraciones en los ataques a los criados de los nobles, extranjeros y prostitutas. Tales perturbaciones eran consideradas por las autoridades de la ciudad como algo habitual de la vida cotidiana. Mucho más graves fueron los estallidos rebeldes en las zonas rurales. Estos fueron provocados por los cercamientos de las tierras comunales, zonas baldías y bosques, por parte de los codiciosos terratenientes y agentes de la Corona.
Dichas protestas populares contra los cercamientos fueron bastante comunes en la época de Shakespeare, sobre todo, en el período comprendido entre 1590-1610. Por lo general, consistieron en desgarrar setos y rellenar zanjas. Las mujeres y los niños participaron en estas acciones. Los disturbios en las pequeñas aldeas, que se hicieron muy frecuentes, se consideraron un delito menor. Pero en una escala más grande fueron castigados como traición. La revuelta más grande, conocida como la “Rebelión de Kett”, involucró a 16.000 campesinos. Kett murió en la cárcel. Tuvo suerte de no haber sufrido un destino peor.
La rebelión de Cade
Hay un desafío a la autoridad en Hamlet, Julio César y Ricardo II. Sin embargo, Shakespeare no era un revolucionario social. El mensaje de las grandes obras históricas de Shakespeare es precisamente éste: una advertencia contra el caos de la lucha civil –y la revolución. La única representación explícita de la revolución social en Shakespeare está contenida en la obra Enrique VI, Segunda parte.
Los hechos en los que se basa la obra son los siguientes. Durante el caótico reinado de Enrique VI, se produce una rebelión del campesinado, indignado por la cada vez más pesada carga de impuestos y otras medidas de opresión. En junio de 1450, un ejército de 20.000 rebeldes avanza desde el condado de Kent hacia Londres, bajo la dirección de un hombre que se hace llamar, John Cade, Este hombre, supuestamente un irlandés, derrotó a las fuerzas enviadas por el rey contra los rebeldes y mató a su comandante, Sir Humphrey Stafford.
En Enrique VI, Lord Say describe Kent de esta forma:
«El lugar mas civilizado de toda esta isla:
Dulce país, porque lleno de riquezas;
Su gente liberal, valiente, activa, rica».
Sin embargo, en la misma obra, los hombres de Kent se representan en términos negativos, como rebeldes sin sentido, desenfrenados, rebeldes contra la autoridad. Pero este juicio parece ser unilateral a la vez que injusto. Como era habitual en todos estos levantamientos durante la Edad Media, los rebeldes afirmaban estar luchando, no contra el rey, sino contra sus ministros, en concreto contra el tesorero real, Lord Say. Estas demandas fueron bien recibidas por la gente de Londres, así como por los soldados del ejército del rey. Éste terminó huyendo a la relativa seguridad de Kenilworth, desalentado de obtener una victoria.
Los temores de Enrique VI estaban bien fundados. A medida que los rebeldes se acercaban a la capital, el ejército del rey se desvanecía; sus soldados se negaban a luchar contra los rebeldes, quienes mantenían un nivel admirable de disciplina. Los rebeldes entraron en Londres sin resistencia, capturaron a Lord Say y Cromer, que fueron decapitados. A partir de entonces, el movimiento pareció perder su dirección y degeneró en meros disturbios. Cade había dado órdenes para que no se realizaran saqueos o robos. Sin embargo, algunos de los rebeldes comenzaron a saquear las casas de los ricos, provocando una reacción en contra de ellos. Los rebeldes se vieron obligados a abandonar Londres y Jack Cade huyó a Kent, donde fue asesinado por un sheriff, presuntamente mientras se escondía en un jardín.
La impresión que se tiene al leer la versión presentada por Shakespeare, en su obra Enrique VI, es desfavorable. Refleja los temores de las clases altas isabelinas hacia la masa de oprimidos, que representaban una amenaza constante a su situación privilegiada. La pequeña nobleza isabelina debió de haberse sentido sentada al borde de un gran y peligroso volcán, a punto de estallar con estrepitosa violencia. Estos temores tiñeron claramente el retrato de Shakespeare sobre Jack Cade y su ejército rebelde. Cade dice así:
“No dejaremos vivo a un solo Lord, a un solo caballero:
No perdono sino a los que van con botas,
Porque son hombres honestos ahorrativos, y
No se atreverían a llevarse lo nuestro”.
«Estaremos en orden cuando lleguemos al mayor desorden»,
Supuestamente, Cade también dijo:
«Muchas gracias, buena gente: no habrá dinero; todos comerán y beberán a mi cuenta.
«Siete panes de medio penique (3 1/2 centavos) se venderán por un centavo.
«Todo el reino será propiedad común – no propiedad privada; simplemente toma lo que necesites.
«Todos deberán llevar el mismo uniforme, que deben aceptar como hermanos, y adorarme como su señor.»
En este punto, Dick el carnicero grita la famosa frase:
«La primera cosa que haremos, será matar a todos los abogados».
En ese momento, entra un secretario. Alguien lo acusa de saber escribir y leer. Cade ordena:
«Colgadlo con su pluma y tintero al cuello»
Al final, la cabeza de Cade fue exhibida en todo Londres y su cuerpo se convirtió en «alimento de cuervos». Las clases medias isabelinas pudieron dormir tranquilas de nuevo.
Nunca sabremos lo que Jack Cade dijo en realidad, pero los versos anteriores se parecen sospechosamente a lo que los defensores del capitalismo repiten constantemente hoy en día: que la idea del socialismo es una utopía, que estamos prometiendo a la gente cosas que no se pueden lograr, engañando a las «masas ignorantes» con la promesa de un paraíso de tontos.
Una cosa está clara: William Shakespeare no era un revolucionario. Apoyó el orden existente de la Inglaterra isabelina, en la que basó su éxito. Apoyó la monarquía y consideró los movimientos de las clases oprimidas, equivocados cuanto menos, y una receta para el caos y la anarquía cuanto más. A pesar de este hecho, hay muchos elementos en las obras de Shakespeare que muestran un profundo conocimiento del sufrimiento de los oprimidos, así como lo que podríamos llamar «el sentido común». No es casualidad que sus obras tuvieran éxito, no sólo entre la próspera clase media de donde procedía, sino entre las capas más pobres de la sociedad.
Irlanda y la Rebelión de Essex
La acumulación primitiva no sólo significó el saqueo y el despojo del campesinado inglés, sino también el despojo aún más brutal de las tierras del pueblo irlandés. El período de los Tudor, y en particular el isabelino, se caracterizó por la opresión más feroz de los irlandeses. En este caso, la opresión de clase se fundó, una y otra vez, en las diferencias nacionales, religiosas y lingüísticas.
Irlanda fue la primera colonia de Inglaterra; la cara real y cruel de la clase dominante inglesa queda patente en el tratamiento infligido a los irlandeses. Éstos fueron tratados como esclavos y criminales, extranjeros en su propia tierra. Los soldados ingleses masacraron hombres, mujeres y niños sin piedad, exterminaron comunidades enteras. Para los señores ingleses, los irlandeses no eran seres humanos, sino poco menos que animales sin ningún tipo de derechos, incluido el derecho a la vida.
Como resultado, se dieron toda una serie de levantamientos y rebeliones sangrientas, implacablemente reprimidas por las fuerzas de la corona inglesa. El más serio de ellos fue la rebelión del jefe irlandés, Hugh O’Neill (Aodh Mor O Neill), conde de Tyrone en el Ulster, que derrotó en varias ocasiones a las fuerzas inglesas y ofreció la corona de Irlanda a España, invitando a la intervención militar en la búsqueda de su común causa católica.
La corona inglesa había invertido mucho dinero y perdido un número creciente de hombres en este conflicto sangriento. La hora más oscura para Inglaterra, en Irlanda, llegó el 14 de agosto de 1598; las fuerzas inglesas fueron destruidas en la batalla de Yellow Ford, en el condado de Armagh. En ella fallecieron 2.000 hombres, entre ellos su comandante, el mariscal de Irlanda Sir Henry Bagenal. Una vez controlados Ulster y Connacht, el ejército de O’Neill pudo avanzar rápidamente a continuación a Leinster, y luego a Munster.
Ante esta situación desesperada, Isabel I envió a Irlanda a uno de sus «favoritos», Robert Devereux, II conde de Essex, con una enorme fuerza de 17.000 soldados de infantería y 1.500 jinetes, entre los que se encontraban 2.000 veteranos transferidos desde los Países Bajos, y la promesa de 2.000 hombres más por venir. Dos años antes, Devereux se había convertido en un héroe nacional cuando compartió el mando de la expedición que capturó Cádiz a los españoles.
Con una fuerza tan grande como ésta, sería difícil que «el héroe de Cádiz» fallara en el intento de aplastar a los rebeldes irlandeses. Pero fracasó. Devereux debió de haber sido un aristócrata niño malcriado con fuertes tendencias narcisistas. La excesiva preocupación por su apariencia personal (llevaba el pelo largo) y su delicada autoestima no se tradujeron en coraje y previsión en el campo de batalla. Su campaña militar fracasó rotundamente. Se comportó como un cobarde, y sus únicos éxitos consistieron en perpetrar las habituales matanzas de hombres, mujeres y niños irlandeses.
Al final, cayó en una trampa cuidadosamente preparada para él por O’Neill. Este último le ofreció una tregua, que aceptó con presteza. Después mantuvo conversaciones privadas con el rebelde irlandés sobre los términos de la tregua. Fue un grave error. Se dice que Isabel I montó en cólera cuando se enteró, sospechando traición. Para empeorar las cosas, parece que Devereux viajó a Londres para justificarse ante su antigua amante, irrumpiendo en su dormitorio con las botas de montar y la capa salpicada de barro para mayor efecto.
Efecto, sin duda, tuvo su espectacular entrada. Isabel I, que necesitaba varias horas cada mañana para que su servicio de criadas le blanquearan su rostro, la vistieran con sus mejores galas e hicieran todo lo posible para ocultar los estragos de la vejez, no estaba en absoluto acostumbrada a que los hombres –incluso los antiguos amantes– aparecieran sin previo aviso en su dormitorio en tal estado de desnudez. Devereux cometió la torpeza más imperdonable, y lo pagaría caro.
Uno de los aspectos más entrañables del conde de Essex fue su devoción sin límites y apoyo a las artes. Se hizo amigo de Shakespeare y asistió a sus obras de teatro, su favorita parece que era la tragedia de Ricardo II. La obra cuenta la historia de los dos últimos años del reinado de Ricardo II y la forma en que fue depuesto por Bolingbroke –el futuro Enrique IV – encarcelado y asesinado.
El sábado 7 de febrero de 1601, sólo dos años antes de la muerte de la reina, se le pidió a la compañía de Shakespeare que llevara a cabo la obra de Ricardo II en el Teatro Globe. Iba a jugar un papel fatal en el complot tramado por el conde de Essex, tras sufrir la desgracia y el destierro de la corte.
Shakespeare escribió y publicó Ricardo II alrededor de 1595. Los paralelismos entre la anciana reina y Ricardo II eran demasiado incómodos. Está claro que Isabel I estaba al tanto de dichos paralelismos políticos entre ella y Ricardo II, y de las posibles ramificaciones.
La “Reina Virgen”, como así quiso ser recordada, no tuvo hijos. La siguiente en la línea de sucesión era la reina María de Escocia, a la que había ejecutado y cínicamente culpado de ello a otras personas. El candidato más probable era pues el hijo de María, el rey Jacobo VI de Escocia. A pesar de que éste, sin duda, se inclinaba hacia el catolicismo, fue más pragmático que su madre, cuya obsesión con el catolicismo la condujo directamente a la muerte.
Dado que Jacobo era partidario de un acuerdo con el partido protestante de Londres si llegaba al trono, una facción de la nobleza inglesa lo vio como un posible candidato y entró en contacto con él. Entre éstos estaba casi probablemente Robert Devereux. Éste fue el turbulento contexto político y social de las obras de Shakespeare entre 1590 y 1613. La obra muestra la caída de Ricardo II por un grupo de nobles rebeldes. La caída del rey se representa en la siguiente escena:
NORTHUMBERLAND.- Milord, os espera en la baja corte para hablar con vos. ¿Os dignáis bajar?”
REY RICARDO.- Abajo, abajo voy. Semejante a un faetón en el mentido resplandor que no tiene poder para conducir sus corceles sublevados. ¿En la baja corte? Bajas cortes, en efecto, aquellas en que los reyes son lo bastante bajos para descender al llamamiento de los traidores y concederles su perdón. ¿En la baja corte? ¿Descender? ¡Abajo, corte! ¡Abajo, rey! Pues los búhos nocturnos lanzan sus chillidos allí donde las alondras debieran cantar sobre las alturas”.
(Ricardo II, Acto III, Escena III)
En el contexto dado, la obra resultaba provocadora, políticamente subversiva e, incluso, traidora. Los partidarios de Robert Devereux pagaron cuarenta chelines a la compañía de Shakespeare –suma muy por encima de la tarifa habitual– como un soborno para llevar a cabo la obra de teatro en el día y hora señalados. La obra fue utilizada como propaganda para convencer al público de la justicia de la causa rebelde.
Al día siguiente, 8 de febrero, Devereux entró en Londres a la cabeza de 300 hombres armados con la esperanza de apoderarse de la corona. Pero sus esperanzas se desvanecieron pronto. La gente no se sublevó y la rebelión terminó en una farsa. El conde fue capturado y decapitado por traición el 25 de febrero de 1601. Se dice que Isabel I lloró amargamente por la suerte de su antiguo amante. Pero también se dice de ella que lloró por la suerte de María, reina de Escocia, y otras de sus víctimas. La sinceridad de estas lágrimas quedó en la incógnita, pero no sirvieron para detener la caída del hacha sobre su víctima.
¿Fueron Shakespeare y su compañía conscientes de la importancia real de la obra que se les pidió llevar a cabo? ¿O se dejaron atraer por el dinero extra que se les ofreció? De cualquier manera, se salvaron fácilmente. Algunos miembros del público fueron detenidos y ejecutados por traición, pero no hubo cargos contra Shakespeare o sus actores.
¿Se dio cuenta la propia Isabel del significado de la obra? En los escritos de William Lambarde se nos dice que en agosto de 1601 él mantuvo una conversación con la Reina en la que ésta dijo: «Soy Ricardo II, ¿no lo sabe?». La autenticidad de esta afirmación ha sido cuestionada, al igual que muchas otras cosas. Pero me gustaría pensar que fue cierto. En un acto de suprema ironía histórica, a la compañía de Shakespeare se le ordenó realizar Ricardo II en Whitehall, en presencia de la propia reina, el martes de Carnaval de 1601 –el día antes de que le cortaran la cabeza al conde de Essex. Tal vez la anciana reina estuviera disfrutando de una broma privada a su costa.
Un nuevo reino
Si el conde de Essex hubiera tenido un poco más de paciencia, podría haber conseguido su objetivo y mantenido su cabeza. En 1603, Jacobo VI de Escocia se convirtió en el rey Jacobo I de Inglaterra. Inglaterra, Escocia y Gales estaban ahora unidas bajo una sola corona. Dotado de una inteligencia aguda y de un instinto aún más marcado por la auto-preservación, Jacobo se convirtió en un experto en las oscuras artes de la manipulación y la intriga. Durante años estuvo conspirando para hacerse con el trono inglés (que le correspondía, aunque no tan directamente, por derecho de descendencia) una vez que Isabel pasó a mejor vida. No hay muchas dudas de que estaba involucrado en la trama de Essex. Jacobo liberó de inmediato de la prisión a los supervivientes de la facción de Essex.
Como rey de Escocia, un país relativamente pobre, Jacobo no podía entregarse a sí mismo a la clase de extravagancias a las que aspiraba. Pero teniendo a su disposición el erario inglés, rebosante del oro robado a los españoles, el rey podía permitirse el lujo de ser generoso con el dinero. Su corte fue conocida por su suntuosidad y extravagancia, aunque también fue un nido de intrigas y luchas por el poder. Jacobo tuvo sus cortesanos favoritos –por lo general apuestos jóvenes- que recibieron regalos exquisitos. Sus relaciones románticas no debieron de dejar de ser, por supuesto, una expresión de «amor físico y espiritual apasionado». Pero eso no impidió que la gente dejara de especular con la idea de que estas relaciones iban más allá del amor platónico.
Bajo el reinado de Jacobo los teatros florecieron como nunca antes. Shakespeare fue el beneficiario inmediato de su lujosa generosidad. Su empresa se adjudicó una patente real. Con la invitación del rey, la compañía de teatro de Shakespeare, Lord Chamberlain’s Men, se hizo conocida como los “Hombres del Rey”, y produjo nuevas obras bajo su patrocinio. Fue durante este reinado cuando Shakespeare escribió muchas de sus más célebres obras de teatro, cuyo argumento se basa en las luchas por el poder político. Entre ellas se encuentran El Rey Lear, Antonio y Cleopatra y, por supuesto, Macbeth.
Después de haber estado tan cerca del desastre en relación con la difunta reina Isabel, Shakespeare estaba ansioso por obtener los favores del nuevo monarca desde el principio. Con este fin, compuso una de sus grandes obras. Macbeth («la obra escocesa») se publicó a principios del reinado de Jacobo y claramente fue compuesta como un medio para impresionar al nuevo monarca. La obra rinde homenaje a la ascendencia escocesa del rey, exaltando la figura de un hipotético ancestro del rey, Banquo; la presencia de las tres brujas fue diseñada para complacer a un hombre que estaba obsesionado con la brujería.
Ya cuando ocupaba el trono de Escocia, Jacobo se veía a sí mismo como algo sagrado. También pensaba que tenía una percepción especial hacia los agentes de Satanás. Tenía un miedo morboso a una muerte violenta y veía la brujería como un mal que amenazaba su orden divino. Antes de su reinado, las persecuciones por brujería habían sido raras en Gran Bretaña. Si bien miles de supuestas brujas se hacían quemar en el continente europeo, sólo un número relativamente pequeño sufrió ese destino durante el reinado de Isabel. El reinado de Jacobo cambió todo eso. En 1590, supervisó personalmente el proceso contra las brujas de North Berwick. En este juicio, más de setenta personas fueron acusadas de enviar una tormenta que casi hundió el barco del rey que transportaba a Jacobo y a su nueva esposa, Ana de Dinamarca, cuando navegaban hacia su casa desde Noruega.
Se desconoce el número exacto de personas quemadas en la hoguera como resultado de ese juicio. Sin embargo, miles de mujeres y, algunos hombres, escoceses, fueron acusados de brujería, torturados y asesinados, especialmente después de 1597, año en el que Jacobo escribió una Demonología. Cuando se convirtió en rey de Inglaterra, Jacobo promulgó su visión sobre la brujería al sur de la frontera, donde las leyes en contra de ella eran bastante menos duras que en Escocia. Sólo un año después de que el rey ascendiera al trono inglés, se aprobó una nueva ley sobre brujería, que convirtió «la convocación de los espíritus» en un crimen castigado con la ejecución.
A Jacobo le gustaba celebrar fiestas de lujo y máscaras para la nobleza cortesana. Los servicios de un escritor tan consumado como Shakespeare eran muy bienvenidos. Y estaba dispuesto a pagar por ello. Macbeth fue el primer drama inglés de representación de brujas y de sus reuniones secretas para llevar a cabo sus ritos diabólicos. Realizado para la corte de Jacobo en 1606, la obra supuestamente contó con su aprobación más entusiasta. Uno duda de que este entusiasmo fuera compartido por los pobres desgraciados que pagaron con sus vidas las fantasías mórbidas de Su Majestad.
El lujoso estilo de vida de la corte de Jacobo I condujo inevitablemente a deudas igualmente lujosas. Los súbditos del rey presentaban de forma natural las facturas. Las disputas parlamentarias sobre las deudas del rey, sin duda, quitaron algo de brillo a las alegrías de la vida de la corte. Pero esto no impidió que prosiguiera su feliz derroche. Al final, las deudas que le dejó a su hijo y sucesor, Carlos I, condujeron a un conflicto entre el rey y el Parlamento que condujo directamente a la guerra civil y a la revolución. Pero esa es otra historia.
23 de septiembre de 2016.