El atraso histórico de Hungría
En 1919, la sociedad húngara se caracterizaba por ser una estructura arcaica que a lo largo de los siglos se había mantenido más o menos intacta.
La reacción sangrienta llegó tras la derrota de la Revuelta Campesina de 1514, y con ella la ley húngara incluida en el Código Tripartito de Werboczi, que dividía la población húngara en tres castas fijas, la pequeña y gran nobleza, el clero y los “plebeyos”.
Durante 150 años Hungría languideció bajo dominio otomano. Hasta que finalmente en 1687 entregan la corona húngara a los Habsburgo austriacos (por línea masculina).
Durante generaciones, los húngaros lucharon por el derecho a existir como nación. El intento más serio de liberarse del yugo austriaco llegó con la oleada revolucionaria europea de 1848. Pero la burguesía y la nobleza húngaras eran tan débiles que fueron incapaces de liberar a Hungría de la opresión extranjera.
Después de la derrota de 1848, la opresión nacional de Hungría se intensificó con la ejecución de 10.000 húngaros.
Se prohibieron los periódicos húngaros mientras los austriacos controlaban férreamente las escuelas húngaras. Las propiedades confiscadas a los rebeldes húngaros fueron entregadas a los aristócratas de la corte vienesa. Entraron en el país miles de policias y espías. La nación húngara sufrió la humillación de la censura Habsburgo y la germanización.
Después llegó el ascenso de Prusia y en 1866 la derrota humillante de Austria a manos de Bismarck. El emperador Francisco José intentó llegar a un acuerdo con la aristocracia húngara, que cristalizó en el famoso compromiso “Ausgleich” de 1867.
Con este compromiso el imperio Habsburgo a partir de ese momento, estaría formado por dos “pueblos gobernantes” -austriacos y magiares (húngaros)-, dos “pueblos de segunda clase” -croatas y polacos-, seis pueblos sin derechos -checos, eslovacos, rumanos, rutenios, eslovenos y serbios-. La clase dominante magiar apoyaba a los Habsburgo y permitían a estos últimos explotar y oprimir a las nacionalidades que vivían en la mitad de su imperio.
La sociedad húngara se caracterizaba por sus relaciones semifeudales y la concentración de poder en manos de un pequeño número de nobles ricos -el 5% de la población tenía el 85% de la tierra- La servidumbre en teoría estaba abolida, en la práctica, los trabajadores de los veinte millones de acres propiedad de los grandes terratenientes, vivían y trabajaban en condiciones de servidumbre.
Estas grandes fincas no se podían vender ni dividir. Un ejemplo del carácter feudal de la ley húngara era que la familia Esterhazy, tenía en perpetuidad cien mil acres de tierra. Una prueba del nivel de desarrollo social húngaro, es que la mayoría de estas “fincas” se crearon a partir de 1869, es decir, en el período en el que, en la mayoría de los países europeos desaparecían los últimos restos de las relaciones feudales de la tierra.
Tres cuartas partes del campesinado eran campesinos pobres y trabajadores agrícolas -entre 2,5 y 4 millones-, la mayoría vivía en la pobreza. La vida normal de un campesino era levantarse a las dos o tres de la madrugada en pleno invierno, trabajar hasta las nueve o diez de la noche, vivir de cortezas de pan y tocino rancio, dormir en un agujero cavado en la tierra con una azadón y sin vacaciones ni descanso.
Una familia campesina media, vivía en una cabaña con una sola habitación y a menudo era compartida por dos familias o más, algunas de veces en una habitación convivían entre veinte y veinticinco personas. Seis niños de cada diez morían antes de cumplir el primer año de vida. La tuberculosis provocada por el hambre, era tan común que era conocida en Europa como “el mal húngaro”.
La única vez en su vida que un campesino tenía unas botas, era cuando se incorporaba al ejército, y allí sufría los abusos racistas y la violencia física de los oficiales austriacos. Los azotes y los golpes también eran la norma en las fincas agrícolas. De acuerdo con una ley “liberal”, los propietarios agrícolas podían golpear a los sirvientes entre doce y dieciocho años de edad, pero sólo de forma que “las heridas no tardaran más de ocho días en curar”.
Una minoría de campesinos tenía pequeñas parcelas de tierra de aproximadamente un acre. Pero estos “pequeños propietarios” no podían mantener a su familia con el producto de su tierra y tenían que alquilarse y trabajar para otros. En el último peldaño se encontraban los “csiras” o vaqueros: “El trabajo de los csiras… es el más duro. Cuatro años de trabajo duro y de respirar estiércol en los establos, destruían los pulmones de los csiras. Éstos tenían suerte si conseguían salir antes de empezar a escupir sangre. Pero muchos se quedaban, y se convertían en los que iban al pueblo a vivir de la limosna”.
La necesidad de tierra, junto con la cuestión nacional, fue siempre la fuerza motriz de la revolución en Hungría, plagada con una historia de revueltas campesinas reprimidas brutalmente. En la revolución de 1848 se intentó distribuir los pastos comunes entre los campesinos y confiscar las grandes propiedades. Pero la victoria de los Habsburgo, también fue la victoria de los grandes terratenientes que conformarían un baluarte sólido de la reacción en Hungría, convirtiéndose en los agentes locales del imperialismo austriaco en suelo húngaro.
El problema de las minorías nacionales
Un informe oficial de la poderosa asociación de terratenientes húngaros -la OMGE-, fechado en 1894, describe perfectamente la situación explosiva que existía en el campo a finales del siglo XIX:
“La población de la gran llanura está formada por funcionarios del estado, campesinos ricos y proletariado agrario aislados unos de otros.
El funcionario considera los distritos agrícolas húngaros como colonias y por lo tanto su empleo es considerado como un servicio colonial.
Los campesinos ricos en cierta forma, son los guardianes del conservadurismo estable e inatacable, mientras que los trabajadores de la tierra recuerdan las grandes revoluciones históricas y ven el futuro sin esperanza. No obstante, todavía están presentes su aspiraciones revolucionarias”.
Los burócratas del gobierno que escribieron este informe no estaban equivocados. A principios del siglo XX, la oleada huelguística de los trabajadores agrícolas se extendió por todo el país, con frecuencia se enfrentaban con la policía. Este proceso culminó con la huelga de diez mil trabajadores de las fincas agrícolas en 1905 y la huelga general de cien mil “jornaleros libres” en 1906, que terminaron con la llamada a filas de los huelguistas. La única posibilidad de escapar a esta miseria era la emigración. Entre 1891 y 1914 casi 2 millones de húngaros -el 80% campesinos pobres- abandonaron el país a bordo de barcos rumbo a Estados Unidos.
El problema social en Hungría se agudizaba y se complicaba aún más por la existencia de las minorías nacionales. En 1919 el país contaba con una población de veintiún millones de personas, diez millones de húngaros, dos millones y medio de croatas y eslovenos, tres millones de rumanos, dos millones de alemanes y el resto de la población estaba formada por eslovacos, serbios, ucranios y otras nacionalidades minoritarias.
En Hungría el problema nacional no se limitaba sólo a la dependencia semicolonial de Austria, también incluía el problema de la opresión nacional de aquellos que no eran magiares y que vivían dentro de las fronteras de Hungría, la discriminación sistemática de las minorías se veía más claramente en el terreno educativo.
En 1900 casi el 39% de la población era analfabeta. Entre los eslovacos la cifra era del 49,9%, entre los serbios del 58,5%, entre los rumanos el 79,6% y entre los ucranios el 85,1%. Los salarios húngaros eran un 33% inferiores a los austriacos y un 50% inferiores a los alemanes. Los salarios de los trabajadores no magiares eran un 30% inferiores a los de los trabajadores húngaros.
La burguesía húngara, débil y atrasada, durante toda su historia fue incapaz de enfrentarse a ninguno de los problemas básicos de la sociedad húngara. El motivo no es difícil de comprender. Hungría sin duda era la mitad más atrasada de imperio, pero ya había entrado en el proceso de desarrollo capitalista. Junto a las grandes propiedades feudales coexistía la industria capitalista moderna, gracias a la inversión de los capitalistas extranjeros.
Los bancos dominaban la economía húngara y a través de ellos el capital financiero austriaco, alemán, francés, británico y estadounidense. El desarrollo del capitalismo situaba a Hungría aún más cerca del dominio del imperialismo austro-alemán. Además la aristocracia feudal tenía fuertes vínculos con los grandes negocios y los bancos.
En 1905, en los consejos de administración de empresas industriales, de transporte y bancos, había 88 condes y 64 barones. Uno de ellos, el conde Istvan Tisza, era el presidente del banco mercantil más grande del país.
Por todas estas razones, cualquier tentativa de destruir la humillante y secular dependencia de Austria y eliminar las relaciones feudales en el campo, necesariamente presuponía luchar abiertamente contra el capitalismo, y esto sólo lo podía hacer la clase obrera, junto con la gran masa de campesinos pobres y jornaleros agrícolas.
En vísperas de la revolución, Hungría era la región más atrasada del imperio austro-húngaro; eso la convertía en la región donde las tensiones sociales más rápidamente entraban en ebullición, y donde la clase dominante tenía menos capacidad de resistencia ante los envites del cambio social. El proletariado era una minoría en una sociedad formada sobre todo por campesinos pobres. La relaciones sociales en los pueblos eran tan opresivas que convertían al campesinado en un poderoso aliado revolucionario de la clase obrera.
La Primera Guerra Mundial
El trato brutal y degradante a las minorías nacionales era el talón de aquiles de la clase dominante húngara. Era necesaria una fuerza social capaz de galvanizar estas fuerzas y dirigirlas en la lucha final contra la oligarquía dominante.
Sólo la clase obrera, en virtud del papel que juega en la producción de su cohesión, organización y conciencia de clase a pesar de su inferioridad numérica, era capaz de cumplir esta tarea.
El proletariado húngaro era inferior numéricamente que sus hermanos austriacos y alemanes. En 1910 sólo el 17% de la población trabajaba en la industria, y de ésta, el 49% trabajaba en fábricas con menos de veinte trabajadores.
Poco a poco en Budapest y sus alrededores, se iba extendiendo la gran industria financiada por el capital extranjero.
Más del 50% de la industria se concentraba en esta zona. La industria se desarrollaba de forma desigual, por ejemplo, el 37,8% de la fuerza laboral estaba concentrada en grandes industrias con más de quinientos trabajadores. Estos gigantes bastiones del proletariado, jugarían después un papel decisivo en los acontecimientos de 1918-1919. Ochenta y dos cárteles controlaban la industria húngara (26 húngaros y 56 austro-húngaros).
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, Hungría todavía era una semicolonia de Austria y Alemania, dedicada fundamentalmente a la producción agrícola destinada a Austria, de la que recibía a cambio productos industriales. Los intereses de la burguesía húngara estaban intrínsecamente unidos con la policía estatal burocrática austro-húngara y la oligarquía terrateniente feudal, y su expresión política era el Partido Liberal.
Durante decenios la burguesía húngara luchó para mantener una base de masas, utilizando una fraseología nacionalista para ocultar su impotencia y su servil dependencia de imperialismo austro-alemán, que saldría a la luz en agosto de 1914.
La guerra imperialista puso a toda la sociedad en tela de juicio. La oligarquía y la iglesia la apoyaron con entusiasmo. La guerra contra Serbia también recibió las bendiciones del Partido 1848 -el partido de la burguesía “liberal”, que hacía tiempo había abandonado sus sueños juveniles de independencia nacional para caer en brazos de los ladrones imperialistas de Viena y Berlín.
Al principio de la guerra -como ocurrió en otros países-, la clase obrera quedó paralizada por una oleada de chovinismo patriótico. Los dirigentes socialdemócratas, a pesar de sus anteriores frases de “izquierdas” rápidamente se subieron al carro de la burguesía. Para justificar su postura decían que la guerra tenía el objetivo de “defender la democracia frente al barbarismo ruso”, incluso llegaron a plantear que era una guerra para “reducir la jornada laboral y subir los salarios”; en el fondo defendían la colaboración de clases y la “paz social”.
Pero la guerra era interminable y poco a poco la penosa realidad llegaba a los hogares de los trabajadores y campesinos. La guerra para “reducir la jornada laboral”, en la práctica, para los trabajadores representaba trabajar sesenta horas semanales. Los niños entre diez y doce años de edad, trabajaban doce horas diarias o más en las fábricas. Los beneficios subían y los salarios bajaban. En 1916 el valor de la moneda húngara era un 51% inferior al de antes de la guerra, y continuaba su descenso. La guerra también significó el colapso de la industria.
Las condiciones en el frente todavía eran peores. En el invierno de 1914-15, cientos de miles de soldados húngaros perecieron en los Cárpatos a causa del frío intenso. En la guerra murieron más de dos millones de húngaros.
En muchas ocasiones era tal el descontento entre las tropas húngaras que iban a la fuerza al campo de batalla con los soldados alemanes y austriacos apuntándoles a la espalda. Según se acercaba el final de la guerra aumentaba el número de deserciones.
Los efectos de la Revolución de Octubre
Entre 1915 y 1916, las huelgas se intensificaron. El cansancio de las masas se unía a la opresión nacional. El fermento revolucionario en las fábricas, barracones del ejército y en los barrios obreros provocó divisiones internas dentro de las mismas filas de la clase dominante.
A principios de 1915, el conde Karolyi fundó el Partido de la Independencia antialemán que tenía un carácter pacifista, e intentó ponerse en contacto con los aliados. Esto demostraba que los sectores más perspicaces de la burguesía, presagiaban ya la derrota alemana, y estaban dispuestos a echarse en brazos del imperialismo anglo-francés y entregar el poder a las bayonetas aliadas.
La revolución de febrero en Rusia dio un enorme impulsó al movimiento revolucionario húngaro. El 1 de mayo de 1917, comenzó una oleada de huelgas y manifestaciones que consiguieron el 23 de mayo, derribar al gobierno reaccionario del conde Tsiza. El conde Esterhazy formó un nuevo gobierno que intentó maniobrar entre las clases para controlar la situación. El gobierno era una coalición que incluía a diferentes grupos de la burguesía y contaba con el apoyo, desde fuera, de los dirigentes del SDP (Partido Socialdemócrata Húngaro).
Los trabajadores interpretaron, correctamente, este movimiento como una muestra de debilidad e intentaron aprovechar la situación. El nuevo gobierno se enfrentó a una oleada de huelgas espontáneas que contó con la oposición de los dirigentes sindicales “moderados”. Uno de estos dirigentes, Samu Jasza más tarde reconoció que: “En 1917 hubo muchas huelgas a pesar de la insistencia de los sindicatos en que no se debería interrumpir el trabajo”. Estos dirigentes obreros “arrepentidos” tuvieron que “coger la delantera” porque sino, corrían el riesgo de perder toda su influencia entre los trabajadores.
La victoria de la revolución de octubre en Rusia tuvo un efecto electrizante en Hungría. La magistral agitación antibélica de los bolcheviques durante las negociaciones de paz de Brest-Litovsk, encontró un gran eco entre las masas de trabajadores, campesinos y soldados cansados de la guerra. La reivindicación de “paz sin anexiones, ni indemnizaciones” encontró eco en las fábricas, en los pueblos y en las trincheras. En esta situación el partido antibélico de la burguesía dirigido por Karolyi -el “Kerensky húngaro”-, ganó influencia entre las masas.
El fermento en las fábricas encontró su expresión en una huelga general contra la guerra, el 18 de enero de 1918 en Budapest. Los mítines eran masivos y además participaban muchos soldados. La oleada huelguística de enero se extendió como una bola de fuego a Austria, Hungría y Alemania. Fue precisamente el peligro de la revolución, lo que obligó al representante austriaco en Brest-Litovsk -Czernin-, a defender una postura conciliadora con respecto al gobierno bolchevique, aunque después fue desautorizado por el estado mayor alemán, en concreto por el general Hoffman.
Por el mismo motivo, el gobierno húngaro se dio prisa en conceder el derecho al voto. Como siempre, la clase dominante sólo estaba dispuesta a hacer reformas serias si su poder y privilegios estaban amenazados.
La burguesía estaba aterrorizada. Lo mismo les ocurría a los dirigentes obreros que habían apoyado la guerra y que se oponían a cada uno de los movimientos de los trabajadores.
Los dirigentes socialdemócratas impresionados por la rápida extensión de la huelga general, la desconvocaron cuatro días después de su inicio, el 21 de enero. Está traición agudizó aún más las divisiones en la base del SDP y fortaleció la oposición de izquierdas dentro del partido.
El despertar de los sectores oprimidos más atrasados e inertes, sobre todo las mujeres obreras, demostraba la intensificación de la insurrección revolucionaria. El heroico papel que jugaron las mujeres obreras en estos acontecimientos quedó reflejado en una circular secreta del Ministerio de Guerra del 3 de mayo de 1918:
“Las mujeres obreras no sólo interrumpen con frecuencia e incluso paralizan la producción en las fábricas, además hacen discursos inflamatorios, participan en las manifestaciones, marchan en primera línea con sus hijos en brazos y se comportan de una forma insultante hacia los representantes de la ley”.
El 20 de junio de 1918, varios trabajadores fueron heridos por los disparos de la policía, y estalló otra huelga general. Los trabajadores formaron soviets o consejos obreros, para luchar mejor por sus reivindicaciones: paz, sufragio universal, todo el poder a los soviets. La huelga se extendió desde Budapest al resto de centros industriales del país. Una vez más, diez días después del inicio de la huelga, la dirección la desconvocó.
Las masas estaban dispuestas a tomar el poder, pero a cada paso se encontraban con el freno de sus propios dirigentes. Sin embargo, las insoportables condiciones de vida, la furia acumulada y las frustraciones pasadas, conducirían inexorablemente a una nueva explosión social en el otoño de 1918.
La caída del frente búlgaro provocó una nueva oleada de deserciones que se convertiría en una auténtica sangría para el ejército. Estallaron insurrecciones y motines en el ejército y en la armada. Las bandas de desertores armados se unían a los huelguistas y campesinos en sus choques con la policía y participaban en las ocupaciones de tierras. Cuando ya era evidente que la guerra estaba perdida, los motines se generalizaron.
El aparato del estado se desintegró hundido por su propio peso. El gobierno de Budapest estaba suspendido en el aire y el poder estaba en las calles.
En medio de las huelgas, motines y manifestaciones callejeras, la clase dominante estaba dividida. En el parlamento se producían acaloradas discusiones, el 17 de octubre el conde Tisza completamente desmoralizado anunció: “hemos perdido la guerra”. La oligarquía terrateniente burguesa, sentía que el suelo se hundía bajo sus pies y buscaba desesperadamente una segunda línea de defensa, y la encontró en su antiguo enemigo: Karolyi.
El 28 de octubre en Budapest, hubo una gigantesca manifestación para exigir la independencia de Hungría. El 29 de octubre se proclamó la república. El 30 de octubre estalló en Budapest una insurrección de trabajadores, soldados, marineros y estudiantes.
El gobierno se parecía a un castillo de naipes y nadie quería mover un dedo en su defensa. Los insurgentes habían tomado las calles y gritaban consignas como: “larga vida a una Hungría independiente y democrática”… “¡Abajo los condes!”… “¡No más guerras!”… “¡Sólo aceptamos órdenes del consejo de soldados!”. Al caer la noche del 31 de octubre, los insurgentes habían ocupado todas las posiciones estratégicas y liberado a todos los prisioneros políticos.
La revolución había triunfado rápida y pacíficamente. La clase dominante no ofreció ninguna resistencia. Fue una insurrección de masas espontánea, como la revolución de febrero en Rusia, pero sin dirección y sin un programa claro. Los dirigentes obreros no hicieron nada, excepto ser un freno a la revolución a la que temían como la peste.
Las masas de trabajadores, soldados y campesinos, carecían de programa y de un partido revolucionario, pero los buscaban a ciegas. A lo mejor, no comprendían claramente lo que querían, pero sabían muy bien lo que no querían. No querían el dominio de la oligarquía privilegiada y corrupta; no querían la monarquía o cualquiera de sus sustitutos; no querían las relaciones de tierra feudales y la opresión nacional.
En la lucha comprendieron rápidamente que no era posible ninguna solución parcial a sus problemas y que era inevitable reconstruir completamente la sociedad, para eliminar todo la suciedad acumulada durante siglos de opresión feudal y humillación nacional.
Los trabajadores exigían la república. Los políticos liberales del Partido 1848 y los dirigentes obreros reformistas resistieron tanto como pudieron. Las masas agarraron por el cuello a estos “revolucionarios” renuentes, y los empujaron al gobierno.
La revolución incruenta
Una vez en el poder, estos “revolucionarios” se dedicaron a defender el sistema de la clase dominante y sus privilegios. El terror a las masas era cien veces mayor que su aversión a la reacción feudal, y para mantener la situación se agarraron con todas sus fuerzas a los pocos puntos de apoyo que les quedaban.
Al darse cuenta de que todo su futuro como clase privilegiada estaba en manos de la odiada burguesía liberal y sus socios socialdemócratas, los banqueros, los oligarcas feudales, los obispos y los generales se unieron alrededor del “Kerensky húngaro”, ocultos detrás de un disfraz de “demócratas”. Los trabajadores y soldados, como ocurrió en Rusia después de febrero de 1917, depositaron todas sus esperanzas en sus organizaciones: los soviets.
Igual que en Rusia, en Hungría existían elementos de doble poder. Pero a diferencia de Rusia, no existía un partido bolchevique capaz de conducir la situación prerrevolucionaria en dirección hacia la revolución socialista. Los reformistas de izquierdas del SDP, confundidos y sin un programa claro, fueron incapaces de jugar un papel independiente. Mientras, los dirigentes reformistas de derechas apuntalaban a Karolyi y restauraban las antiguas relaciones de clase disfrazadas de revolución “democrático burguesa”.
Hoy en día, los “teóricos” de los partidos comunistas, caracterizan esta revolución como “democrático burguesa”. Pero la burguesía no jugó ningún papel en la revolución, no tenía ninguna intención de tomar el poder, ni tampoco quería destruir el antiguo estado semifeudal, incluso se resistió a la proclamación de una república burguesa.
En todo momento, la iniciativa partió de los trabajadores y soldados que obligaron a los liberales a tomar el poder, a pesar de sí mismos, y a emprender desde abajo las tareas de la revolución democrático burguesa. En otras palabras, no fue una revolución democrático burguesa, fue una revolución socialista truncada por la ausencia de una genuina dirección revolucionaria y por la traición de los dirigentes socialdemócratas.
El gobierno burgués de Karolyi, que no hizo ni pudo, llevar adelante las tareas fundamentales de la revolución democrática burguesa en Hungría, demostró ser mil veces más débil e impotente que el gobierno provisional en Rusia.
El proletariado era la única fuerza organizada de la sociedad, el poder estaba en manos de los trabajadores y soldados, armados y organizados en los soviets. Los dirigentes “moderados” del SDP y los sindicatos, bloquearon el camino con su política de “posponer la lucha de clases” a favor de la “defensa de la democracia”, etc..
Al igual que los mencheviques rusos en 1917, y después los estalinistas en todo el mundo, los dirigentes socialdemócratas húngaros pidieron a los trabajadores y campesinos que dejaran a un lado la lucha por el socialismo para consolidar en primer lugar la democracia (burguesa).
No comprendían que las contradicciones existentes en el seno de la sociedad, habían creado tal polarización social, que sólo dejaba dos opciones: o la clase obrera se ponía la cabeza de todas las capas oprimidas y explotadas de la sociedad para derrocar a la burguesía, acabar con el ficticio “Consejo Nacional” de Karolyi y aplastar sin piedad a las fuerzas de la reacción que le apoyaban, o estos últimos aprovecharían la situación para recuperar su fortaleza, reagruparse y lanzar una nueva contraofensiva que arrojaría a un lado el guante de terciopelo “democrático” para enseñar el puño de la reacción fascista.
No existía un “camino intermedio”. O los trabajadores triunfaban y establecían una auténtica democracia obrera, o la clase dominante se vengaría. No había otra salida. Mientras los defensores del “camino intermedio” estaba firmemente sentados en sus poltronas. Korolyi disfrutaba de cierta popularidad, sobre todo entre las masas de la pequeño burguesía gracias a su anterior oposición a la guerra.
Al principio, el SDP creció a pasos agigantados. Las masas recién despertadas a la vida política, entraban en las organizaciones obreras, inconscientes del papel que jugaría la dirección. No sólo trabajadores, muchos intelectuales, profesionales, incluso policías y funcionarios entraron en el SDP, algunos por motivos honrados, otros como una “póliza de seguros” para lo que pasara en el futuro. De repente, socialdemócratas y republicanos, hasta ahora perseguidos como radicales peligrosos, se convirtieron en pilares de la respetabilidad y salvadores de la sociedad.
Ahora que la causa de la monarquía estaba perdida, todos los elementos reaccionarios de la sociedad se reunieron alrededor de la bandera de la república burguesa, apoyada incondicionalmente por Karolyi y los socialdemócratas.
Pero las masas no querían perder más tiempo en salvar el gran abismo que las separaba de la república que ellas querían y la república que habían conseguido. Envalentonados por el éxito, los trabajadores tomaron las calles para defender sus reivindicaciones de clase, a pesar de los frenéticos llamamientos a la calma que les hacían sus dirigentes. El 16 de noviembre se celebró una gigantesca manifestación en la que participaron cientos de miles de personas a las puertas del parlamento para exigir la república socialista.
Las masas habían puesto fin a cuatrocientos años de imperio Habsburgo, y ahora el poder estaba en manos de sus viejos amos con nuevo hombre. Los soldados llegaron desde el frente a Budapest, en los hombros llevaban prendidas las insignias que habían quitado a sus oficiales. Las calles de la capital estaban llenas de tropas amotinadas: trescientos mil soldados que esperaban su desmovilización y en las calles atacaban a los oficiales y a la burguesía.
El gobierno Karolyi sólo era nominal. No contaba con el apoyo del ejército. Las armas estaban en manos de los trabajadores. La economía había colapsado, los aliados bloqueaban el país, la situación era crítica.
Para pacificar a las masas, el gobierno Karolyi aprobó la reforma agraria, el objetivo era distribuir la tierra entre los trabajadores y el gobierno compensaría económicamente a los antiguos propietarios.
El propio Karolyi era un terrateniente y entregó sus tierras al campesinado. Pero el resto de su clase no siguió este ejemplo. Como en otras tantas medidas de este gobierno, la reforma agraria se quedó en el tintero. Con relación a la cuestión de la tierra y al problema de las nacionalidades oprimidas, la democracia burguesa húngara había llegado tarde y con las manos vacías. Como el propio Karolyi reconoció más tarde: “la situación había cambiado radicalmente, lo que podía haber sido para nosotros una oferta extremadamente liberal, se había convertido en un completo anacronismo. Las minorías de ayer se consideraban los vencedores de mañana, y se negaban a dar ninguna solución dentro del marco del reino húngaro, el mismo nombre para ellos era una ofensa “.
“Demasiado poco y demasiado tarde”, sería el epitafio de la democracia burguesa en Hungría. Llegó al poder cuando la historia ya había puesto en el orden del día la revolución proletaria como la única solución para aquellos problemas que la burguesía era incapaz de solucionar. Además al creciente descontento que existía en el país había que añadir una nueva amenaza desde el exterior.
La caída de Karolyi
Durante la Primera Guerra Mundial, la burguesía nacional de Europa del Este y Central -incluida Hungría-, se había alistado bajo la bandera del imperialismo alemán. Derrotada Alemania y desintegrado el imperio austro-húngaro, las clases dominantes de estos pequeños países buscaban los favores del imperialismo anglo-francés-estadounidense, y al mismo tiempo se peleaban entre ellas para ver quién podía conseguir más territorio de sus vecinos.
La “doctrina Wilson” del imperialismo estadounidense, prestó un flaco servicio a la democracia y al derecho de autodeterminación de las pequeñas naciones, y fue la excusa adecuada para el inicio de pequeñas guerras de rapiña que sólo sirvieron para balcanizar Europa del Este y Central, y para atar aún más estos países a las directrices del imperialismo anglo-francés-estadounidense, ahora a través de los bancos, ferrocarriles y trusts.
La consigna de los Estados Socialistas Unidos de Europa, defendida por la recién formada Internacional Comunista, era la única esperanza para los pueblos de Europa, divididos por guerras sangrientas, el hambre y el colapso económico. Sólo el éxito de la revolución socialista podría ofrecer una solución al callejón sin salida en el que estaban inmersos los pequeños países de Europa.
La clase dominante de Hungría intentó protegerse de la tormenta ocultándose detrás de la democracia parlamentaria. Pero las convulsiones sociales que originó la guerra no admitían soluciones intermedias. Más rápido aún que el gobierno provisional ruso, el gobierno Karolyi entró en bancarrota.
Como decía Lenin: “La burguesía húngara admitió ante el mundo entero que renunciaba voluntariamente y que el único poder en el mundo capaz de guiar a la nación en un momento de crisis, era el poder soviético”. (Lenin. Obras completas. Vol 29. p. 270).
Inmediatamente después de la caída del gobierno, el 20 de marzo de 1919, llegó un ultimátum -en nombre de los aliados- al régimen de Karolyi, exigían que Hungría aceptara una nueva frontera. Unos meses antes del armisticio, Hungría ya había aceptado pérdidas humillantes de su territorio. Ahora los aliados reunidos en París, querían las tierras que ocupaban más de dos millones de húngaros.
El gobierno Karolyi intentó impedirlo, para ello sugirió la celebración de un referéndum, pero esta propuesta fue rechazada. Los aliados exigían una respuesta inmediata. Karolyi, presionado dentro y fuera del país y consciente de su propia impotencia, se negó a tomar cualquier decisión o responsabilidad en los asuntos de la nación y dimitió.
Con la dimisión de Karolyi, la burguesía húngara reconocía una vez más su completa incapacidad para guiar a la nación en un momento decisivo. Al día siguiente -21 de marzo-, se proclamó la República Soviética Húngara. El proletariado tomó el poder sin un disparo.
La repentina caída de Karolyi dio un giro brusco a la situación del Partido Comunista Húngaro. Con tan sólo cuatro meses de existencia, se encontró de repente frente al problema de la toma del poder. Los dirigentes de este partido eran jóvenes e inexpertos. Sus ideas, como ocurría en otros partidos comunistas de reciente formación, eran una mezcla de ultraizquierdismo juvenil y sindicalismo.
Su impaciencia les llevó a pasar por alto la dinámica del proceso revolucionario y la complicada interrelación entre las clases, el partido y su dirección. En cierta forma, esto era comprensible. La diferencia con el Partido Bolchevique ruso es que éste contaba con décadas de existencia. Tras de sí tenía las experiencias de la revolución 1905 y el trabajo en situaciones muy variadas.
Pero los nuevos partidos de la Internacional Comunista en la mayoría de los casos eran muy jóvenes, su base era inexperta y habían entrado en contacto con las ideas del bolchevismo durante el periodo tormentoso que siguió a la revolución de octubre. No habían tenido tiempo para orientarse, para adquirir la experiencia y autoridad necesarias ante los ojos de las masas, y de repente se encontraban inmersos en el movimiento revolucionario de 1918-19. En ninguna otra parte la transición fue tan abrupta como en Hungría.
Los jóvenes dirigentes del PC, la mayoría recién llegados de Rusia, demostraron valor, iniciativa y energía. Pero desde el principio, su confusión en las cuestiones teóricas les hizo cometer errores serios en temas fundamentales que después tendrían consecuencias desastrosas.
En la cuestión clave de la tierra, defendían la confiscación de las grandes propiedades, pero se oponían a la distribución de la tierra entre los campesinos. Según ellos esto favorecería el desarrollo de pequeños propietarios e impediría la extensión de las ideas socialistas en el campo. En la cuestión nacional, en lugar de defender el derecho de autodeterminación, defendían el “autodesarrollo proletario”.
El clima revolucionario hizo que los comunistas ganaran terreno rápidamente a pesar de sus errores, sus ideas penetraron en los barracones, fábricas, y sindicatos, hasta entonces dominados por los dirigentes obreros reformistas.
El ambiente entre las masas permitió al PC crecer de forma explosiva en cuestión de semanas, no sólo entre el proletariado de Budapest, también en Szeged, la segunda ciudad más grande del país -bastión del SDP-. Pero lo más importante es que la organización juvenil del SDP entró en bloque en el Partido Comunista en diciembre de 1918.
Alarmados por el rápido crecimiento del Partido Comunista y que amenazaba con socavar su posición entre la clase obrera, los dirigentes socialdemócratas iniciaron una campaña contra los bolcheviques “rusos” y la “contrarrevolución de la izquierda”. Como hicieron los mencheviques rusos, los dirigentes socialdemócratas húngaros consideraban que Hungría no estaba “madura” para la revolución socialista.
Defendían el cambio pacífico y gradual, sin saltos bruscos: Hungría pasaría en primer lugar, a través de un periodo de democracia burguesa y posteriormente, quizá después de cincuenta o cien años, la sociedad húngara estaría “preparada” para socialismo. Desgraciadamente, para los ideólogos del gradualismo, los acontecimientos tomaron la dirección contraria. Al ver que la democracia burguesa no era la solución a sus problemas, las masas entraron de nuevo en acción y comenzó una oleada de ocupaciones de fábrica.
En muchos centros de trabajo se impuso el control obrero. Había constantes manifestaciones callejeras de trabajadores, soldados y parados. A finales de enero de 1919, hubo choques sangrientos entre soldados leales al gobierno y los huelguistas. El descontento llegó también al ejército. La cuestión nacional resurgió con una intensidad renovada debido a la insurrección revolucionaria en Ucrania occidental. Las promesas de Karolyi de conceder la autonomía, lejos de frenar el movimiento añadieron más combustible a las llamas.
Siguiendo el ejemplo de Noske y Scheidemann en Alemania -en enero de ese mismo año Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron asesinados con la connivencia de los dirigentes socialdemócratas-, la dirección del SDP inició una campaña anticomunista que culminó con una provocación similar a las jornadas de julio en Rusia, en este caso, arrestaron a la dirección del Partido Comunista, Bela Kun y sus compañeros fueron torturados salvajemente en la prisión.
Pero el gobierno había calculado mal. En una situación revolucionaria el ambiente de las masas puede cambiar rápidamente. Los arrestos sirvieron para sacar a la luz el papel contrarrevolucionario de los dirigentes socialdemócratas en el gobierno. Las masas habían depositado sus esperanzas en los dirigentes del SDP, y ahora éstos les habían traicionado.
El Partido Comunista, que ya no era una pequeña minoría, ahora tenía la mayoría en las zonas claves del movimiento obrero. Los trabajadores sacaron una sencilla conclusión: si este gobierno está contra el bolchevismo debemos estar contra el gobierno. En todos los mítines públicos los dirigentes del SDP eran abucheados por las masas.
Incluso socialdemócratas como Erno Garami, admitieron después que “el arresto de los dirigentes bolcheviques no sólo no los debilitó, sino que fortaleció su capacidad de lucha”. Wilhelm Bohm también llegó a escribir que: “privado de sus dirigentes, el movimiento bolchevique ganó nueva fuerza”.
El movimiento obrero ahora miraba hacia el Partido Comunista. Los arrestos sirvieron de catalizador del descontento y frustración acumulados entre las masas. En el mes de marzo apareció la tendencia a la insurrección armada. En Szeged, el 10 de marzo, el soviet local tomó el control de la ciudad, rápidamente la siguieron otras ciudades. Los campesinos tomaron las tierras del Conde Esterhazy, sin esperar el decreto del gobierno.
Debido al inesperado giro de los acontecimientos, los dirigentes reformistas intentaron desviar el movimiento hacia canales más inocuos y comenzaron a defender la consigna de la asamblea constituyente. Pero el empuje de las masas superaba a los dirigentes del SDP. Los batallones pesados de trabajadores de las grandes fábricas de Budapest apoyaban al Partido Comunista.
Los trabajadores sacaban conclusiones revolucionarias de la situación. Habían terminado con cuatrocientos años de dominio Habsburgo con su propia fuerza y organización. Los soviets obreros estaban armados y el gobierno no podía depender del ejército para luchar.
Las masas habían pasado por la dura escuela de la guerra, la revolución y la contrarrevolución enmascarada de democracia, y ahora estaban preparadas para la lucha decisiva. En este clima las ideas moderadas de los dirigentes del SDP no encontraban ningún eco.
Los trabajadores comprendieron perfectamente que los dirigentes socialdemócratas sólo querían desviar su atención del objetivo central: la cuestión del poder. La impaciencia de los trabajadores ante el papel que jugaban los dirigentes socialdemócratas se expresó en la negativa de los impresores de Budapest a imprimir el periódico del SDP, Nepszava. Los impresores comenzaron una huelga el 20 de marzo, el mismo día que los Aliados lanzaban su ultimátum a Karolyi. El día 21, la huelga de impresores se había convertido en huelga general para exigir la liberación de los dirigentes comunistas y el traspaso del poder a la clase obrera.
Este movimiento espontáneo provocó una escisión en la dirección del SDP. Un sector de la dirección, identificado abiertamente con la burguesía, estaba dispuesto a jugar el mismo papel contrarrevolucionario que Noske y Scheidemann en Alemania. Otros eran más cautos.
Los liberales burgueses desmoralizados entregaron el poder a los dirigentes reformistas, y éstos aceptaron el regalo con las manos temblorosas. La burguesía depositó toda la responsabilidad sobre los hombros de los socialdemócratas “moderados”. Pero éstos siempre deseosos de aceptar su “deber patriótico”, también estaban en una posición bastante débil.
Su influencia entre las masas era prácticamente nula. ¿Cómo podrían mantenerse en el poder? Después llegó un acontecimiento sin precedentes en la historia: los dirigentes del SDP, aún en el gobierno, fueron a la cárcel a visitar y negociar con los dirigentes del PC a los que ellos mismos habían encarcelado poco antes. Este hecho por sí mismo, demuestra el cambio en la correlación de fuerzas de clase que se produce en una situación revolucionaria.
Los avisos de Lenin
Al principio, los dirigentes del SDP pidieron apoyo al Partido Comunista desde fuera del gobierno. Cuando lo rechazaron, la reformistas propusieron la fusión de ambos partidos. La propuesta era formar un gobierno de coalición disfrazado de Partido Socialista “Unido”. Los astutos viejos zorros que dirigían el SDP estaban dispuestos a firmar, estaban a favor de cualquier cosa, no importaba lo radical que sonase, sólo querían llegar a un acuerdo.
De repente los exponentes del “realismo” se convirtieron a la dictadura del proletariado, al poder soviético, a la revolución, todo valía para conseguir que los comunistas entraran en el gobierno. Realmente los socialdemócratas con este movimiento sólo reconocían la verdadera situación. Mientras que los dirigentes comunistas negociaban la unidad con los socialdemócratas, los trabajadores de Budapest llevaban adelante una revolución pacífica, y el gobierno no ofrecía ninguna resistencia. El PC y el SDP se unieron cuando el poder ya estaba en manos de la clase obrera armada.
Para conseguir esta unificación, los dirigentes del PC cometieron un grave error que la clase obrera pagaría después. Mientras Bela Kun, el dirigente de los comunistas húngaros, intentaba calmar a los trabajadores con llamamientos a la unidad como “condición previa para conseguir el poder obrero”, muchos militantes comunistas confusos se opusieron. Al intentar encontrar una solución “fácil” al problema de la construcción del partido y un “atajo” al poder, Bela Kun cayó en la trampa. Faltos de confianza en sí mismos, en su programa político y en la clase obrera, los dirigentes del PC se fusionaron con los socialdemócratas de la peor de las maneras imaginables.
Fue una fusión burocrática por arriba, en lugar de una verdadera unificación de las bases, con un trabajo paciente por parte de los antiguos dirigentes para convencer a los trabajadores de la unificación. Los comunistas tenían más influencia entre los sectores decisivos del proletariado que los reformistas, éstos últimos estaban comprometidos por su colaboración en el gobierno de la burguesía y por acciones represivas contra los trabajadores y plantearon la fusión cuando estaban en peligro y la revolución ya era una realidad. Su intención era preservar su prestigio y privilegios apostando por el caballo ganador. Sólo los elementos abiertamente más contrarrevolucionarios, encabezados por Erno Garami, se negaron a participar en la unificación. Entre los que se opusieron a la fusión, había luchadores honestos de izquierdas y curtidos burócratas de la derecha.
A pesar de la ausencia de información, y de las grandes distancias que le separaban de los acontecimientos en Hungría, Lenin inmediatamente fue consciente del peligro:
“La primera comunicación que hemos recibido sobre el tema [la unificación ] nos hace temer que, quizá los llamados socialistas, socialtraidores, han recurrido a alguna artimaña, para embaucar a los comunistas, aprovechándose de que éstos estaban en prisión” (Obras Completas. Vol. 29. p. 242. En la edición rusa).
En un telegrama a Bela Kun, Lenin planteaba sus dudas con relación a la unificación en los siguientes términos:
“Les ruego nos informen de las garantías existentes de que el nuevo gobierno húngaro será un gobierno verdaderamente comunista, y no sólo socialista, es decir, un gobierno de socialtraidores. ¿Tendrán los comunistas mayoría en el gobierno? ¿Cuándo se celebrará el congreso de los soviets? ¿En qué consiste realmente el reconocimiento de la dictadura del proletariado por parte de los socialistas?
Sería un error aplicar las mismas tácticas rusas, imitar cada pequeño detalle, e imponerlas a las condiciones particulares de la revolución húngara. Mi deber es advertirles de estos errores, pero me gustaría conocer qué garantías tienen”. (Ibíd. P. 203).
Bela Kun respondió a las preguntas de Lenin con afirmaciones categóricas. Pero Lenin no estaba convencido, en el primer congreso de la Internacional Comunista celebrado poco después de la revolución húngara, Lenin avisó al comunista húngaro Laszlo Rudas:
“Considero esta unificación un peligro. ¿No habría sido mejor formar un bloque en el cual ambos partidos mantuviese su independencia? De esta forma los comunistas podrían aparecer ante las masas como un partido independiente. Así podrían aumentar su fortalezas día a día, y en el caso de necesidad, si los socialdemócratas no cumplen con sus deberes revolucionarios, entonces se puede plantear una escisión”. (Szabad Nep. 21/1/1949).
El aviso de Lenin a los comunistas húngaros no tenía nada que ver con la intransigencia sectaria. Lenin defendía la unificación, pero había que hacerla de una forma adecuada, con un programa revolucionario claro y excluyendo a los viejos dirigentes de la derecha. El error no fue la unificación con los socialdemócratas, sino mezclar las banderas y los programas en una fórmula intermedia.
Los comunistas húngaros liquidaron el partido en el SDP, los dirigentes socialdemócratas se llevaron la parte del león de los puestos de dirección del partido, los sindicatos y del gobierno. Pero la actuación de Bela Kun y sus compañeros, que eran los elementos más avanzados y revolucionarios de la clase, obedecía fundamentalmente a su atraso político.
El error resultó fatal. Demuestra exactamente lo que habría ocurrido en Rusia, si los bolcheviques se hubieran fusionado con los mencheviques después de la revolución de febrero, como defendían Stalin y Kamenev, o si hubieran cedido en noviembre de 1917 a las presiones que recibieron para formar un “gobierno de coalición con todos los partidos soviéticos”, a la que se resistieron con éxito Lenin y Trotsky.
Los errores de los comunistas húngaros
Es ley de toda revolución, que en el momento decisivo, cuando llega la cuestión de la toma del poder, la dirección del partido revolucionario tiende a caer bajo la presión y la influencia de clases ajenas, a la presión de la “opinión pública” burguesa e incluso de las capas más atrasadas de la clase obrera. Los dirigentes bolcheviques en Petrogrado en febrero de 1917, no tenían mucha más experiencia que los dirigentes comunistas húngaros en marzo de 1919; Kamenev y Stalin también tomaron la línea de menor resistencia, y apoyaron el gobierno provisional y la unidad con los mencheviques.
El temor a quedarse “aislados”, a aparecer ante los ojos de las masas como “sectarios” ejerce una gran presión en la dirección revolucionaria. Sólo con una visión clara del proceso revolucionario en su conjunto, se pueden resistir estas presiones. Los jóvenes e inexpertos dirigentes comunistas húngaros carecían de la perspicacia y firmeza política necesarias, dudaron en el momento decisivo y lo perdieron todo.
Si se hubieran mantenido firmes, con una identidad independiente, si hubieran seguido el consejo de Lenin de formar una alianza con los dirigentes del SDP, mientras trabajaban pacientemente para convencer a los trabajadores socialdemócratas de la corrección de sus ideas y programa, habrían ganado rápidamente a la gran mayoría de los trabajadores y a los elementos más honestos de sus dirigentes, y habrían aislado y excluido a los corruptos arribistas. Lo que impidió que el Partido Comunista hiciera esto fue precisamente su deseo de buscar un “atajo”.
El nuevo gobierno obrero húngaro tenía importantes ventajas. La revolución, contrariamente a todos los argumentos que siempre han planteado los reformistas sobre la violencia, fue totalmente pacífica. La burguesía estaba tan desmoralizada que no podía ofrecer ningún tipo de resistencia. Las masas se identificaban con el nuevo gobierno, no sólo los trabajadores y los campesinos pobres, también -a diferencia que en Rusia-, contaban con el apoyo de un sector importante de la intelligentsia que, debido a sus antiguas tradiciones nacional-revolucionarias, apoyaban la revolución.
Por otro lado, la República obrera de Hungría, nació en un momento crítico del imperialismo mundial. La misma base del sistema temblaba por los golpes de la revolución.1919 fue un año fatídico para la historia de la humanidad. Después de las insurrecciones revolucionarias de enero en Berlín, Austria entró en una etapa de fermento revolucionario y se proclamó la República Soviética de Bavaria.
En Francia, el periodo de desmovilización estuvo acompañado por una gran tensión. En Gran Bretaña, los delegados de empresa estaban en su apogeo. Hubo luchas por las cuarenta horas semanales y la campaña “Las manos fuera de Rusia”, con motines en el ejército y la rebelión del Clyde.
Según pasaba el año también estallaron grandes movimientos huelguísticos en Holanda, Noruega, Suecia, Yugoslavia, Rumania, Checoslovaquia, Polonia, Italia e incluso en Estados Unidos. Con una política y orientación correctas, la revolución húngara había llevado las llamás de la revolución al corazón de Europa, y eso lo sabían perfectamente los estrategas del imperialismo.
Desgraciadamente, los dirigentes de los comunistas húngaros cometieron errores que determinarían el destino de la revolución. Como ya hemos señalado, el partido tenía una postura completamente equivocada en la cuestión de la tierra y la pusieron en práctica. De los 9 millones de habitantes de la República soviética húngara, 4,4 millones trabajaban en la tierra. Había 5.000 grandes terratenientes (1% del total), que poseían más tierra que el 99% restante. Había un millón de “proletarios rurales”; aproximadamente 700.000 familias de pequeños campesinos; más de 100.000 campesinos medios. Una política agraria correcta habría puesto a la gran mayoría de campesinos de parte de la revolución.
En Rusia el decreto sobre de la tierra fue uno de los primeros decretos de los bolcheviques inmediatamente después de la toma del poder. En Hungría el nuevo gobierno tardó dos semanas en publicar el decreto de la tierra -mucho tiempo para una situación revolucionaria- y esto dio a los elementos contrarrevolucionarios de los pueblos, una oportunidad de oro para extender rumores alarmistas y propaganda antisocialista. Peor aún fue la impaciencia ultra izquierdista de los comunistas húngaros que provocó el aborto de la reforma agraria.
Bela Kun y sus compañeros veían la cuestión campesina desde un punto de vista simplemente “económico”. No habían comprendido la naturaleza dialéctica de la relación entre el proletariado y el campesinado y miraban con recelo la política bolchevique rusa de distribución de la tierra entre los campesinos, que a corto plazo afianzó el desarrollo de pequeños elementos de propiedad en los pueblos, pero que consiguió galvanizar a las masas de campesinos pobres alrededor de la bandera de la revolución socialista. “Tibor [Szamuely] y yo”, escribía Bela Kun después de la derrota de la revolución, “creíamos que nuestra política agraria era más inteligente que la de los bolcheviques rusos, porque nosotros no dividíamos las grandes propiedades entre los campesinos sino que instalábamos en ellas la producción socialista, basándonos en los trabajadores rurales para no convertirles en enemigos del proletariado, gracias a que no les convertíamos en propietarios de tierra”
La impaciencia y el impresionismo de los dirigentes del PC les llevó a exagerar e idealizar los elementos de “conciencia socialista” existentes entre el campesinado húngaro, este error ya lo habían cometido los narodniks rusos en el siglo anterior. Tibor Szemuely expresó estas ilusiones en una reunión en Rusia en mayo de 1919 en un discurso publicado por Izvestia el 5 de mayo:
“La idea de organizar comunas agrarias fue recibida con gran simpatía. Entre el campesinado húngaro no hay grupos que luchen contra esta idea”. (El subrayado es mío).
“Socialismo ahora”
En realidad, el campesino por su forma de existencia y su papel en la producción es la clase menos capaz de desarrollar una conciencia colectiva. Algunos comunistas húngaros comprendían esto mejor que Bela Kun. En un artículo publicado en el primer número de Communist International, Laszlo Rudas señalaba que el campesino pobre y de clase media era “en el mejor de los casos indiferente al destino de la dictadura del proletariado”.
Esta observación sin embargo, es sólo relativamente correcta.¿Por qué los campesinos medios y pobres rusos no fueron indiferentes al destino del estado obrero ruso? Los bolcheviques rusos al distribuir la tierra sabían que los campesinos defenderían el estado obrero porque así defenderían también sus parcelas de tierra contra los grandes terratenientes que apoyaban a los ejércitos blancos. La “conciencia socialista” aquí no tiene nada que ver.
Los bolcheviques, dirigidos por Lenin y Trotsky, utilizaron diestramente la cuestión de la tierra para convencer a las masas campesinas y ganarlas a la revolución socialista. Lejos de convertir a los campesinos en enemigos, la política agraria de los bolcheviques los convirtió en entusiastas defensores de la revolución. Sin esta alianza, los bolcheviques habrían sobrevivido lo mismo que la República Soviética Húngara.
La postura de los dirigentes socialdemócratas sobre esta cuestión no era mucho mejor, incluso era peor que la de Bela Kun. En Nepszava, el órgano del partido unido, controlado por los socialdemócratas aparecía lo siguiente: “Estamos orgullosos de la solución que hemos dado al problema agrario… hemos podido solucionar la cuestión gracias a una circunstancia afortunada.[!] En nuestro país, la producción socialista agrícola no es una utopía. Una buena parte de la tierra cultivada ha estado entregada a la producción colectiva”. (6/6/1919).
En la práctica, estos burócratas conservadores por naturaleza, estaban aterrorizados ante cualquier tipo de iniciativa de las masas. Para estos elementos, las ideas planteadas por Marx y Engels, y que los bolcheviques pusieron en práctica en Rusia, la “segunda edición de la guerra campesina” como arma auxiliar de la revolución proletaria, era un anatema. Los dirigentes del Partido Socialdemócrata apoyaban la colectivización, pero sin entusiasmo revolucionario, tan solo como un medio posible de evitar el “desorden” en los pueblos.
Pusieron en práctica la reforma agraria a través de métodos burocráticos. En el fondo de sus corazones, los socialdemócratas se oponían a la confiscación de la tierra, años después el conde Karolyi reveló que no sólo los terratenientes y la iglesia se oponían a la reforma agraria, también los dirigentes del SDP. El resultado fue un aborto. Pusieron al frente de las granjas colectivas a los “comisarios de producción”. En algunos casos éstos no eran otros que los antiguos terratenientes, que vivían en su antigua casa y a quienes los campesinos seguían llamando “amo”.
¿Cómo podían los campesinos pobres y jornaleros agrícolas apoyar esta situación? Para ellos nada fundamental había cambiado. Esto es lo que explica la indiferencia de los campesinos pobres y medios “en el mejor de los casos” ante la revolución.
A los pobres aldeanos no les convencía la nueva situación, ésta se parecía a la que existía anteriormente, solamente habían cambiado los nombres. Los pequeños propietarios recelaban de las intenciones del gobierno y estaban influenciados por la propaganda lanzada por los campesinos ricos y los terratenientes; éstos les decían a los pequeños campesinos que el gobierno deseaba nacionalizar también su tierra. Mientras que la política de Lenin había triunfado, había conseguido poner una cuña entre el pequeño campesino y los kulaks, la política “inteligente” de Bela Kun, sólo consiguió unir a los pequeños campesinos y a los kulaks en un bloqueo hostil contra la revolución.
El fracaso de la política agraria tuvo serios resultados en otros campos. El gobierno, consciente de la hostilidad y la indiferencia de la mayoría de los campesinos, no tenía la suficiente confianza como para requisar el grano, como habían hecho los bolcheviques en Rusia. Esto creó serios problemas de suministro en las ciudades y en el ejército Rojo, comenzando a aparecer la escasez de comida y ropa. El error resultó trágico.
En los meses siguientes, el gobierno en lugar de concentrar todos sus esfuerzos en ampliar su base de apoyo y librar una lucha despiadada contra los contrarrevolucionarios, malgastó tiempo y energías en todo tipo de cuestiones secundarias. Debido a la presión insistente de Lenin, implantaron la jornada laboral de 8 horas junto con varias reformas que mejoraban las condiciones de vida de la población.
Se malgastaba mucho tiempo en desfiles, discursos y celebraciones. En un momento en que las fuerzas de la reacción estaban reagrupándose en las fronteras y dentro de Hungría, los ministros se dedicaba a mil y un proyectos culturales. Lenin se quejó ante Laszlo Rudas:
“¿Qué tipo de dictadura [del proletariado] se consigue con la socialización de los teatros y sociedades musicales? ¿Realmente pensáis que ahora éstas son las tareas más importantes? (Szabad Nep, 21/1/1949).
La República Soviética Húngara, había conquistado el poder fácilmente y ahora se encontraba en una posición tan debilitada que no conseguía resistir el avance de la reacción. El propio gobierno formado por trece personas de las cuales sólo cuatro eran comunistas, imitaba todas las formas externas de la revolución rusa (algo a lo que se negó insistentemente Lenin) incluida la creación del Comité de Inspección campesina, incluso nombraron a Lenin “presidente honorario” del soviet de Budapest. Por otro lado, el Ejército Rojo, creado por decreto el 30 de marzo era el antiguo ejército con nuevo nombre, controlado por los socialdemócratas y por oficiales del antiguo régimen. La mayoría de los comisarios del ejército eran socialdemócratas, incluido el comisario jefe Moor.
La Milicia Roja incluía destacamentos que estaban controlados por la antigua policía y gendarmería. No sólo no liquidaron completamente el viejo aparato estatal, sino que elementos importantes del antiguo régimen controlaban estas nuevas estructuras. Poco a poco se fue purgando el ejército y las milicias de los viejos elementos reaccionarios. Pero mientras perdieron un tiempo precioso de lucha contra la reacción.
En sus 133 días de existencia, la república soviética público 531 decretos. Si las revoluciones se ganaran y se perdieran por la cantidad de trabajo administrativo, los trabajadores húngaros nunca habrían perdido. Lamentablemente para Bela Kun la reacción luchaba con balas de verdad y no con papeles.
En el frente económico también la impaciencia de los dirigentes del Partido Comunista provocó enormes problemas. Después de la revolución de octubre los bolcheviques sólo nacionalizaron los bancos y grandes industrias. Esto bastó para concentrar todos los sectores fundamentales de la economía en manos del estado obrero, la tarea más complicada de integrar las pequeñas y medianas empresas en el sector nacionalizado se podría hacer más lentamente y a un ritmo más ordenado.
Sin embargo, el deseo de Bela Kun de “hacerlo mejor” que los bolcheviques, llevó al estado obrero húngaro a nacionalizar cinco días después de la toma del poder todas las empresas con más de cincuenta trabajadores. Era demasiado pronto para un país atrasado en el que la gran industria todavía era relativamente pequeña.
En un mes, nacionalizaron más de 27.000 empresas -la mayoría con menos de veinte trabajadores-. La iniciativa de estas nacionalizaciones con frecuencia procedían de los propios trabajadores, y el gobierno estaba abrumado por las reivindicaciones de los trabajadores.
La idea de los dirigentes del Partido Comunista húngaro de introducir el “socialismo ahora”, sin tener en cuenta ni considerar el problema de la transición del capitalismo al socialismo, provocaba serias dificultades. Sin la preparación adecuada y sin el desarrollo tecnológico, la nacionalización de miles de pequeñas empresas causó considerables problemas económicos.
Los errores cometidos por los comunistas húngaros debilitaron seriamente la revolución frente a la creciente amenaza de las fuerzas de la reacción. Las potencias imperialistas, reunidas en la Conferencia de Paz de París, comprendían muy bien el peligro que suponía la “cuestión húngara”. La posibilidad de la intervención armada era cada vez mayor. Pero la debilidad subyacente del imperialismo en ese momento quedó en evidencia en su incapacidad de intervenir directamente contra la revolución húngara.
Los imperialistas británicos, franceses y estadounidenses tuvieron que recurrir a los servicios de los checos y rumanos para que hicieran el trabajo sucio por ellos. El 16 de abril los rumanos iniciaron el ataque, e inmediatamente se demostró la debilidad y falta de preparación de la República Soviética Húngara. El “Ejército Rojo”, formado por tropas y oficiales del antiguo régimen, se desmoronó antes de la ofensiva, y varios destacamentos se pasaron al enemigo.
La intervención imperialista
El ejército rumano penetró en territorio húngaro sin encontrar una resistencia seria. Los serbios instigados por los aliados, invadieron el sur de Hungría, mientras, la burguesía “democrática” checa también se unió y atacó el occidente con tropas dirigidas por oficiales franceses e italianos.
The Times, el 7 de mayo de 1919 público los objetivos de los imperialistas, exigían la redición de Hungría, el desarme del Ejército Rojo, la dimisión del gobierno y la ocupación del país por las tropas aliadas. A la primera señal de peligro, los socialdemócratas del gobierno querían arrojar la toalla. Wilhelm Bohm, uno de los principales dirigentes del SDP y antiguo dirigente del Ejército Rojo, preparó el plan de capitulación.
Los dirigentes obreros reformistas paralizaron el gobierno en el momento decisivo. Si se hubiera dejado todo en sus manos, los blancos habrían ocupado Budapest sin la menor resistencia.
Pero los proletarios de Budapest se hicieron cargo de la situación y obligaron al gobierno a cambiar de rumbo. Se celebraron mítines de masas, los trabajadores ignoraban las súplicas de Bohm y compañía y decidieron luchar. Recaudaban dinero en las grandes fábricas y lo enviaban desde los barrios obreros al frente. A los pocos días, gracias a la magnífica iniciativa de los trabajadores, miles de voluntarios se unieron al Ejército Rojo -trabajadores de fábricas, ferroviarios, carteros, oficinistas, la situación se transformó en 24 horas.
El 2 de marzo los trabajadores de Budapest consiguieron hacer retroceder a las fuerzas invasoras. En una campaña brillante que duró siete días, el Ejército Rojo proletario pasó de la defensiva a la ofensiva, y recuperó muchas ciudades y pueblos que estaban en manos del enemigo.
El ejército checo retrocedió ante esta ofensiva. El Ejército Rojo liberó grandes regiones de Eslovaquia, y el 6 de junio proclamó la República Soviética Eslovaca.
Sin embargo, los heroicos esfuerzos de los trabajadores húngaros se topaban continuamente con los dirigentes del SDP en el gobierno. Estos comenzaron una campaña contra los supuestos “métodos duros” y la “crueldad innecesaria”. Realmente, nadie podría acusar a los trabajadores húngaros de excesiva crueldad, más bien todo lo contrario.
La revolución fue demasiado indulgente con sus enemigos, y por esto pagó un precio terrible. Exigir la renuncia a “medidas duras” en medio de una guerra civil terrible y sangrienta, equivalía a rendirse ante el enemigo. El gobierno burgués parlamentario más democrático no toleraría la propaganda derrotista en tiempo de guerra. Los trabajadores húngaros tenía que luchar dos frentes: contra su enemigo de clase en el campo de batalla, y contra los agentes del enemigo colocados en posiciones clave del gobierno para minar todos los esfuerzos de los trabajadores en la guerra.
Los dirigentes del partido comunista se dieron cuenta demasiado tarde del error que significaba la unificación. Bela Kun se quejaba ante los socialdemócratas y amenazaba con una escisión, en un momento en que la dirección tenía que estar unida y mostrar una firme decisión para luchar en la guerra. El gobierno estaba dividido. Los dirigentes del SDP eran la mayoría en todos los órganos de dirección del partido “unido”. También controlaban el “consejo de gobierno revolucionario”.
Estos arribistas consumados, que habían apoyado la “dictadura del proletariado” para salvar sus posiciones, ahora no querían tampoco perder su puesto. Buscaban poner tanto terreno como fuese posible entre ellos y los “bolcheviques” a quienes estaban dispuestos a culpar de todo los problemas. Todo valía para restaurar sus credenciales como políticos burgueses respetables y “democráticos”, querían demostrar que realmente no iban a hacer ningún daño y que simplemente habían participado en la revolución para “evitar excesos”.
A pesar de la presión de la Internacional Comunista, los dirigentes comunistas húngaros vacilaban, tan pronto se oponían abiertamente a los dirigentes del SDP, como un rato después se echaban atrás.
Las actividades del SDP en el gobierno dieron luz verde al imperialismo. A iniciativa del “campeón de los pueblos”, el presidente Wilson, la Conferencia de Paz de París, alarmada por los éxitos del Ejército Rojo, realizó el 8 de junio un nuevo ultimátum a Budapest, en el se exigía que el Ejército Rojo dejase de avanzar e invitaba al gobierno húngaro a París para “discutir las fronteras de Hungría”. Después siguió un segundo ultimátum, en este se amenazaba con el uso de la fuerza si no se cumplían los términos.
Este ultimátum fue aprovechado por Bohm y compañía para lanzar una nueva campaña por “la paz a cualquier precio”. El 18 de junio, Lenin envió un telegrama en el que aconsejaba a Bela Kun, que continuaran las negociaciones con los aliados, esa táctica era correcta para ganar tiempo, pero que no se podía depositar ninguna confianza en los aliados ni en su oferta de paz. En realidad, no existía la más mínima garantía de que los aliados cumplieran sus promesas.
Con los ejércitos extranjeros todavía en suelo húngaro, pedían el desarme de la revolución sólo a cambio de un pedazo de papel. El 26 de junio, comenzaron las negociaciones y el Ejército Rojo inició la retirada.
Hay momentos psicológicos decisivos en la historia de una revolución, como en el caso de una huelga. La entrega de posiciones conquistadas por el Ejército Rojo en la batalla, tuvo un efecto desastroso. Entregaron a los enemigos la República Soviética Eslovaca. La moral de los trabajadores y campesinos sufrió un duro golpe. Lenin ya había advertido del peligro que era depositar todas las ilusiones en la “buena” fe de los aliados, ahora los húngaros caían de cabeza en la trampa. Más tarde Bela Kun lo reconocería:
“No respondimos a las maniobras de Clemenceau con contramaniobras. Nos esforzamos por ganar tiempo prolongando las negociaciones y ni siquiera intentamos obligarles a aceptar estas negociaciones, sencillamente aceptamos todo lo que ellos pedían, sin pedir la más mínima garantía, sin tener en cuenta la posibilidad de desintegración del ejército en caso de retirada”.
El reino del terror
El destino de la revolución húngara ya estaba sellado. El 24 de junio hubo un intento de alzamiento contrarrevolucionario en Budapest encabezado por los autodenominados “Socialdemócratas Nacionales” que fue sofocado en 24 horas. El 20 de julio, Clemenceu publicó una nueva nota, en la que declaraba que el gobierno húngaro “no tenía competencias para negociar” y exigía la formación de un nuevo gobierno en el que no participase el partido comunista y estuviera formado por “dirigentes obreros responsables”. Como era de esperar, los dirigentes del SDP aceptaron impacientes la demanda.
Los socialdemócratas se habían ocultado detrás del partido comunista y ahora que el péndulo había girado hacia el lado opuesto de Bela Kun y compañía éstos ya no les eran útiles. Una vez más, los dirigentes del partido comunista demostraron una gran ingenuidad y confusión. En lugar de dirigir la lucha a denunciar las maniobras de los dirigentes del SDP (que estaban en contacto directo con los ejércitos francés, británico, italiano y estadounidense en Budapest), finalmente aceptaron “evitar un derramamiento de sangre inútil”.
El golpe de estado se había consumado sin un solo disparo. Los dirigentes obreros “responsables”, concentraron todo el poder en sus manos con la intención de devolverlo tan rápido como fuera posible a los terratenientes y a los capitalistas.
Ahora el camino hacia la contrarrevolución adquiría un carácter irreversible. El nuevo gobierno socialdemócrata se dio prisa en deshacer todas las medidas aprobadas por la revolución. Devolvieron las empresas nacionalizadas a sus antiguos propietarios. Liquidaron las conquistas de los trabajadores y campesinos. Arrestaron a muchos militantes del Partido Comunista, mientras que liberaban a los elementos contrarrevolucionarios de las cárceles. Era tal la ceguera reformista de los dirigentes obreros socialdemócratas, que llegaron a creer que con estas acciones los blancos les permitirían seguir en sus puestos.¡Vana ilusión! El 6 de agosto, un puñado de militares derrocó al nuevo gobierno. El proletariado de Budapest, desorientado y sin dirección fue incapaz de ofrecer resistencia.
Con la entrada del ejército rumano en Budapest, comenzó el reino de terror contra la clase obrera húngara. Los terratenientes y capitalistas se vengaron de los “actos de crueldad”. Los soldados heridos del Ejército Rojo fueron sacados de los hospitales y asesinados, los blancos utilizaron los métodos de tortura medievales más bárbaros: en este periodo murieron asesinadas cinco mil personas. Y los grandes defensores del “gran realismo”, esos dirigentes reformistas que habían protestado a gritos por los supuestos “excesos” de los trabajadores y campesinos, ahora miraban a otro lado, y justificaban los asesinatos y la represión de la forma más cobarde, mientras conseguían mantener sus empleos y sus privilegios.
La derrota de la revolución húngara de 1919 representó un duro golpe para la Internacional. La revolución rusa siguió aislada en un país atrasado, y este hecho contribuyó en la posterior degeneración del primer estado obrero del mundo. La derrota no era inevitable. A pesar de lo difícil que era defender un pequeño país sin defensas naturales, con una política correcta el resultado habría sido diferente. Sobre todo si hubieran adoptado una política agraria correcta, y hubieran hecho llamamientos a los soldados campesinos de los ejércitos invasores, rumanos, checos y serbios. Las condiciones estaban ahí. El cuarto y noveno ejércitos rumanos se negaron a luchar en la guerra, estallaron huelgas entre los trabajadores rumanos en Ploesti, Bucarest, etc. El periódico austriaco Deutsche Volksblatt describía el ambiente de descontento existente entre las tropas invasoras:
“Los ejércitos rumano y checo se caracterizan por la ausencia de disciplina, las ideas bolcheviques se están extendiendo, el ejemplo más evidente es que el movimiento de campesinos y trabajadores de Bessarabia se ha vuelto contra el gobierno rumano”.
Muchos de los 8.000 soldados checos se negaron a luchar y desertaron en masa en los Cárpatos, hacia Galitsia, donde les esperaba la encerrona de los soldados polacos. También se dieron casos de confraternización en el frente yugoslavo. Todo esto demuestra que habría sido posible si los comunistas húngaros hubieran aplicado en la revolución una política correcta.
Hoy, 60 años después, a pesar de todos los errores, la breve experiencia de la República Soviética Húngara es una fuente de inspiración para todos los trabajadores. Sólo analizando los errores del pasado podremos educar a esta generación y prepararnos para las tareas a las que el movimiento obrero se enfrentará en el próximo periodo.