Este espacio busca señalar algunos elementos para la discusión necesaria en el seno de la izquierda mundial, utilizando como base las experiencias recientes para plantear problemas, límites y revisiones críticas apostando al avance en la construcción de esas experiencias. Por eso, en el artículo anterior sugería un par de hipótesis sobre la lucha de clases y la construcción revolucionaria en el contexto de las democracias representativas. De acuerdo con esto, deseo profundizar en la cuestión de la transformación de la democracia en los contextos de las revoluciones que toman el poder por la vía electoral, de modo que también sirva como un aporte en el balance de los gobiernos progresistas en América Latina, cuestión que no se restringe a un problema regional sino que tiene que ver con la lucha anticapitalsita en escala global.
Críticas a la democracia liberal representativa
Tras el desmantelamiento del bloque soviético se declaró el triunfo del capitalismo en su dimensión neoliberal y se anunció la instalación “universal” de la democracia representativa como el mejor sistema político posible. Esta relación no es casual por lo que, como señalaré más adelante, el enrosque entre lo político y lo económico nunca más debe ser subestimado.
La instalación triunfal del neoliberalismo y la democracia representativa no vino acompañada de aplausos y elogios sino más bien generó distintos conflictos que, con especial énfasis en el sur global, movilizaron luchas contra ambos. Sin embargo, a primera vista pareciera que, producto de la propia emergencia de la circunstancia material, el enfrentamiento callejero contra la aplicación agresiva del neoliberalismo no supuso necesariamente una crítica radical a la forma que sostenía y sostiene la organización del poder para el desarrollo del capitalismo en el campo político. A pesar de eso, la práctica y la discusión teórica no dejaron completamente de lado este problema. Si miramos atrás, en el seno de la izquierda marxista la toma del poder suponía inmediatamente la supresión total de la democracia burguesa en la medida en que esta era solo un reflejo superestructural de la producción capitalista, siendo reemplazada inicialmente por la organización directa de las y los trabajadores, aunque posteriormente por el fortalecimiento de una estructura estatal vertical. A grandes rasgos, la identificación entre democracia y capitalismo se resolvía apelando a la dictadura del proletariado, aunque el contenido de esta no estuviera resuelta.
A los fines de este artículo solo se sugerirán los temas en un tono más provocativo que en función de una fundamentación extensa, de manera que toca saltar hasta la crítica desarrollada intensamente a partir de la década de los 90. Para ello utilizaré a Boaventura de Sosa Santos como el interlocutor principal, no solo porque es profunda la importancia de la democracia en su trabajo sino porque funciona perfectamente para ilustrar las posibilidades de la discusión a partir de las limitaciones internas en su planteamiento.
De entrada, en la entrevista Politizar la política y democratizar la democracia publicada en La difícil democracia De Sousa Santos parte de la autonomía relativa entre el campo de la política y el de la economía, señalando que las democracias representativas fueron apropiadas por los poderes económicos y que el capitalismo derrotó a la democracia representativa. De esta perspectiva no existe una relación intrínseca entre la forma de lo político y la producción económica, lo que será clave más adelante para la crítica de la crítica que se hace al sistema representativo. Lo que ocurrió fue una tensión histórica entre el principio de la igualdad (expresado en la democracia) y el de la libertad (expresado en el capitalismo). La democracia sería el sistema político en el cual el poder de los ciudadanos se concentra en su capacidad para elegir representantes. Con el tiempo, la relación entre representados y representantes produce una escisión cada vez mayor entre ambos, a través del establecimiento de mediaciones tales como los partidos políticos y las instancias que hacen posible el ejercicio de la representación. En esto coincide el sociólogo luso con el filósofo Enrique Dussel que plantea el fetichismo del poder como uno de los problemas de la representación.
En general Boaventura de Sousa Santos vuelve continuamente sobre la idea (también secundada por Dussel) de que la democracia representativa es insuficiente, lo que la hace necesaria pero perfectible. Para que esto ocurra se sebe ampliar la democracia, complementándose con mecanismos tales como la reforma del sistema electoral obligando a los representantes a rendir cuentas, el fin de la financiación privada de partidos y campañas electorales, la regulación de los medios de comunicación, la democratización de los partidos y la revocación del mandato. Luego, a esto se sumaría la incorporación de otras formas de democracia, que entrarían a formar parte del sistema político sin sustituir a la democracia representativa. Se trataría de implementar elementos de participación tales como las asambleas comunitarias, los presupuestos participativos, los referendos, las consultas y el control ciudadano de la ejecución de políticas públicas.
Tanto en la crítica y en la propuesta teórica reciente, como en la práctica de los gobiernos progresistas latinoamericanos, por no hablar de otras experiencias que también han partido de esta lógica, se ha optado por la vía de la construcción de una alternativa política que pueda expresarse electoralmente hasta lograr hacerse con el poder político del Estado, para desde ahí avanzar en la transformación de este. Una de las esferas principales de esa transformación está en el sistema formal, la propia democracia. En el balance histórico de los procesos latinoamericanos se ubica más a la izquierda a aquellos que han llevado a cabo una transformación más profunda en la esfera estatal, ahí es donde Bolivia (que reconoce no solo la democracia representativa sino que incluye la participativa y la comunitaria) y Venezuela (que se plantea desde 1999 la democracia participativa y protagónica) aparecen como proyectos de vanguardia. En ambos casos, como en tantos otros, se ha partido del supuesto, desarrollado antes, según el cual la democracia representativa no es un problema en sí misma sino que tiene limitaciones y por lo tanto se debe complementar.
Revolucionar la democracia para revolucionarlo todo
Ni el campo de la política, ni su dimensión aparentemente formal (la democracia), están aislados del campo económico y la producción. Con esto no quiero decir que Boaventura de Sousa o Enrique Dussel lo vean así, sino que es fundamental retomar la relación de doble determinación entre la organización del poder y la organización de la producción. Una lectura fundamental de Marx a través de la conexión entre Los Grundrisse y El Capital plantea la importancia de ver en la distribución un momento previo a la producción que luego se ve determinado por esta, creando cierta circularidad complementaria con otros momentos como el intercambio y el consumo. Ahora ¿en qué pensamos cuando decimos distribución? Se trata de la organización del poder para una determinada forma de producción. Pero no estamos hablando de un movimiento lineal o mecánico. A través de la política se organizan todas las mediaciones institucionales y relaciones de poder que hacen posible la producción, mientras que quienes actúan en el campo de la política se movilizan desde determinados intereses de clase desarrollados en la producción misma. Lo importante en este momento es comprender que la democracia representativa no es un campo en tensión con el desarrollo económico capitalista, sino la forma de organización del poder que permite la producción y reproducción del capital en el capitalismo. Por supuesto que la burguesía está dispuesta a sacrificar esta organización si en algún momento representa un obstáculo, de ahí las derivas fascistas en el siglo XX, las dictaduras latinoamericanas y las nuevas amenazas en el siglo XXI.
Cuando Itsván Mészáros se plantea el metabolismo social del capital entiende que el Estado (lo político) como espacio de organización del poder, está determinado y a la vez determina la propia producción del capital y que una transformación real del capitalismo supone avanzar en la construcción de nuevas relaciones de poder no solo en el ámbito económico sino en la totalidad de lo social. Ahí es donde se comprende que esa otra forma de organización del poder, contenido real de la democracia, no puede ser un complemento de la forma de organizar el poder que ha permitido la producción y reproducción del capitalismo hasta ahora; la democracia participativa, protagónica o comunitaria, no pueden ser un parche para resolver las limitaciones de la democracia representativa sino que deben ser una nueva práctica que transforme la totalidad de lo político, permitiendo a su vez transformar la totalidad de la producción.
Crisis de los proyectos revolucionarios
La totalidad de los proyectos revolucionarios que han optado por la vía democrática se encuentran en un momento de crisis profunda. En todos ellos, hayan avanzado más o menos, la institucionalidad de la democracia representativa ha permanecido como el eje central que estructura el Estado y al mismo tiempo el mecanismo que permite la continuidad en el poder. Los problemas de la democracia liberal señalados en los 90 no han sido resueltos y se ha preferido culpar a la gente, diciendo que el éxito material de las revoluciones los ha convertido en clase media y que una conciencia de clase pervertida los hace votar por la derecha. Lo cierto es que, si un proyecto histórico que se propuso realizar una revolución a largo plazo y avanzar hacia una sociedad postcapitalista, depende completamente de un voto más o un voto menos, no ocurrió una transformación profunda en la esfera de lo político. Siguió siendo la representatividad y el voto el núcleo del sistema político y el contenido de la democracia.
Las nuevas formas de democracia no pudieron sustituir a la representación y el cuerpo de instituciones que la componen, sino que se plantearon como procesos que complementaban o que en cualquier caso venían a sustituir a la democracia liberal pero en el largo plazo. El largo plazo se hace corto cuando la lógica del capital contenida en el sistema político se va devorando aceleradamente todos los procesos, sea por la vía de la recomposición (corrupción y reorientación del proyecto), la violencia (el golpe parlamentario/militar), la sustitución (pérdida de las elecciones) o el colapso (crisis institucional entre poderes).
Todo esto permite advertir que la democracia representativa contiene una lógica y una dinámica, entrelazada de tal modo con el sistema económico capitalista y el capital, que tarde o temprano se impone sobre las nuevas prácticas que buscan complementarla o sustituirla. Los elementos del sistema dominante, por su propio entrelazamiento con el estado de cosas existente, son mucho más fuertes que las prácticas y relaciones contrahegemónicas que están naciendo. Permitir la convivencia entre ambas dimensiones conduce a la imposición de lo viejo sobre lo nuevo y su posterior aniquilación.
Con esto no quiero decir que la democracia es un problema, o que se debe subestimar el deseo de la gente que se expresa electoralmente. Todo lo contrario, porque lo fundamental es el protagonismo de las personas, su participación no se ha de reducir al voto sino que se deben transformar todos los mecanismos limitados de la democracia representativa para que la permanencia de los proyectos recaiga en la capacidad de hacer un buen gobierno y también en las condiciones de autogobernanza.
El punto de no retorno
A la luz de los acontecimientos recientes y la necesidad de recuperar el potencial revolucionario de los proyectos, hacer posible su continuidad y generar insumos para las nuevas luchas, es urgente pensar colectivamente la cuestión del punto de no retorno. De ahí que surjan dos preguntas ¿Es posible alcanzar un nivel de transformación tal que esta no sea reversible? Y ¿Qué hace falta para lograrlo? Conciente de abrir una perspectiva más que agotarla, creo fundamental replantear la cuestión de la organización del poder y la creación de instancias que permitan alcanzar niveles duraderos en la transformación revolucionaria. La continuidad de las instituciones propias de la democracia liberal representativa y su extensión dentro del Estado constituyen el germen para la reversión total de lo alcanzado. De ahí que la construcción colectiva de una democracia distinta que no complemente sino que sustituya a la existente sea una tarea apremiante y no secundaria. La creación de nuevas relaciones sociales de producción necesita de una organización radicalmente distinta de las relaciones de poder desde las que se organiza la producción misma. La toma del poder del Estado por la vía electoral supone una paradoja: si con el tiempo no se transforma la totalidad de lo político tarde o temprano se pierde proyecto.