Este artículo conmemora a los cientos de personas que fueron asesinadas, como parte de la violencia represiva del Estado venezolano durante y sobretodo después de desatarse el estallido popular del 27, 28 de febrero y 1 de marzo de 1989, conocido como el “Caracazo”. Esta masacre tuvo importantes consecuencias. De muchas maneras, marcó el inicio de la lucha contra el llamado «neoliberalismo» en Venezuela, asestó un golpe de muerte al “puntofijismo” y abrió el camino para que Chávez conquistara el poder una década más tarde.
Hoy se cumplen 32 años de aquel 27 de febrero de 1989, día donde se dio inició a varias jornadas de lucha callejera que partieron en dos la historia nacional. Un día de dignidad en que los pobres de Venezuela se alzaron contra todo un sistema social podrido y decadente, descendiendo de los cerros que rodean la ciudad de Caracas o bien saliendo de los barrios de las ciudades más importantes del país, para derrotar en las calles a las fuerzas policiales (al menos los primeros tres días del estallido) y propinar un revés incuestionable al recién envestido Carlos Andrés Pérez. Después de esto, nada fue como antes.
Carlos Andrés Pérez acababa de ganar las elecciones presidenciales de 1988 con un 52% de los votos, contra el candidato del partido socialcristiano (COPEI) Eduardo Fernández. Pérez asumió el poder tras las fracasadas gestiones de sus antecesores Jaime Lucinchi (de su mismo partido Acción Democrática) y Luis Herrera Campins (COPEI), marcadas por una profunda intensificación del endeudamiento externo -en buena medida por la asunción estatal de las deudas del parasitario sector privado venezolano-, corrupción y clientelismo desmedido, y la aplicación de severos programas de ajuste y recortes que descargaron la crisis del capitalismo criollo sobre los hombros de los trabajadores.
Sobre la figura de Pérez existían fuertes ilusiones entre amplios de sectores de masas, debido al legado dejado por éste en su primer gobierno (1974-1979), marcado por uno de los booms petroleros más importantes de la historia económica nacional, la abundancia de petrodólares, la fiesta importadora y de fuga de capitales por parte de la burguesía en la llamada “Venezuela Saudita”, y en donde los trabajadores pudieron arrancar numerosas conquistas que elevaron el nivel de vida general de la población humilde, al menos mientras duró la época de “vacas gordas”. Tales ilusiones se disiparon rápidamente, cuando Pérez, de vuelta en el poder, abandonó el discurso anti-FMI que usó hábilmente durante su campaña presidencial, para mostrar sus verdaderas intenciones.
El 16 de febrero de 1989, el gobierno de Andrés Pérez se dirigió a la nación y anunció un programa de reformas macroeconómicas. Este programa anti-popular, conocido como el «El Gran Viraje», consistió en una serie de medidas para incidir en la política cambiaria, el sistema financiero, las políticas fiscales, el comercio exterior, los servicios públicos y las políticas sociales, bajo el patrocinio del FMI. A cambio, Venezuela obtendría un préstamo de US $ 4.500 millones durante un período de tres años
El gobierno venezolano acordó la desregulación de las tasas de interés, la unificación de los tipos de cambio y la eliminación del tipo de cambio preferencial con el comercio exterior, para concluir con tasas de mercado. También se incluyeron en esta terapia de choque medidas con una influencia más directa sobre el nivel de vida de la población venezolana: los precios de casi todos los productos fueron «liberados», es decir, decididos por las fuerzas del mercado; se acordó un alza gradual en los precios de los servicios públicos, como el suministro de gas, teléfono, agua y electricidad, así como elevaciones anuales en los precios de los derivados del petróleo para el mercado nacional (por un período de tres años).
Todas estas medidas tuvieron un efecto devastador en las condiciones de vida para millones de venezolanos, incluidas partes de las clases medias. Por ejemplo, el incremento medio del precio de la gasolina fue del 100% durante el primer año y el aumento inicial de los precios del transporte público fue del 30%.
El gobierno anunció ajustes salariales, pero estos fueron solo del 30% y el salario mínimo se incrementó 4.000 bolívares en las ciudades y 2.500 bolívares en el campo. No está de más aclarar que estos aumentos nominales de sueldos fueron rebasados por la inflación creciente, lo que en los hechos supuso retrocesos en los salarios reales. Todas estas medidas entrarían en vigor de inmediato. La subida de los precios de la gasolina estaba prevista para el 26 de febrero y la del de transporte público el 27 de febrero. En estas circunstancias, la ira social acumulada explotó súbitamente. La mañana del 27-F, personas que usaban el transporte público, volcaron su rabia contra los autobuses, siendo muchos de estos destruidos o quemados. Esto comenzó en el terminal de Guarenas, la así llamada “ciudad dormitorio” para muchos trabajadores que se desplazan diariamente a Caracas a desempeñar sus actividades laborales. Los pequeños disturbios en el terminal mencionado dieron paso a saqueos en esta pequeña ciudad, lo que rápidamente se extendió hasta Caracas y luego a las principales ciudades del país.
Los pobres, a los cuales las clases dominantes y sus gobiernos serviles humillaron y expoliaron históricamente, cargados de ira y desprovistos de dirección, inundaron e hicieron suyas las calles de Caracas y varias ciudades venezolanas, saqueando establecimientos comerciales y superando todas las fuerzas represivas policiales habituales. Al menos por tres días, el cántico “las calles son del pueblo…” fue una realidad. Tal fue el efecto que el “paquetazo” estaba teniendo, que en los disturbios no solo participó el pueblo procedente de los barrios humildes, sino también personas de las clases medias.
La situación tomó por sorpresa a toda la clase política nacional. Mientras la burguesía, a través de sus políticos, medios de difusión e información y personalidades diversas, clamaba la necesaria restitución del “orden público”, la mayoría de las direcciones de izquierda brindaron cobertura a esta idea -que sirvió como justificación para la masacre que el gobierno ya estaba preparando-, más allá de que muchos dirigentes de base valientes y honestos trataron de brindar algo de dirección a la vorágine popular que los desbordó insuperablemente.
El presidente Pérez en Consejo de Ministros ordenó a la Guardia Nacional y al ejército reprimir los disturbios, ya que la policía se hallaba impotente para contener el enorme descontento popular. También declaró el estado de emergencia durante los siguientes 10 días posteriores al arribo de destacamentos desde el interior del país. El ejército intervino abriendo fuego indiscriminado en las calles, barricadas y barrios, como 23 de Enero o Petare. Sólo de esta manera, la burguesía pudo retomar el control de la situación. A partir de allí, todo el país estaba bajo toque de queda. Una vez transcurridos los 10 días, el presidente pidió una prórroga del estado de excepción, que le fue concedida por el parlamento con la condición de que se levantara el toque de queda. El balance oficial fue de apenas 300 muertos y más de mil heridos. Sin embargo, según informes no oficiales, el número de personas asesinadas por el ejército superó las mil. La mayoría de las víctimas cayeron en manos del ejército y la Guardia Nacional, lo que fue una de las razones por las que un pequeño sector de la oficialidad media organizó un golpe de estado el 4 de febrero de 1992 contra el régimen. Este golpe fue encabezado por Hugo Chávez como muy bien sabemos.
No cabe duda que el “Caracazo” fue una crisis revolucionaria en toda regla. Para Lenin, una crisis revolucionaria presenta como síntomas: 1) divisiones en la política de la clase dominante, por la que se cuela el descontento y la indignación de los históricamente oprimidos, 2) un agravamiento intenso de la miseria a nivel general, y 3) una intensificación de la actividad de las masas, que deciden emprender una acción histórica independiente.
Sin embargo, la gran lección histórica que nos ha legado el Caracazo ha sido la comprensión de como la ausencia de una dirección revolucionaria, en un momento decisivo y clave en la lucha popular bajo ciertas condiciones, repercute en desorientación, desorganización y anarquía, que malbarata, desgasta y dispersa las energías de las masas para provecho de las clases dominantes. La necesaria conducción de la lucha con perspectivas de poder y auto-organización de las clases oprimidas para ejercerlo, sólo hubiese sido posible si en aquel instante hubiese existido un partido con fuertes raíces en el movimiento obrero y popular, y con cuadros y dirigentes audaces e influyentes, capaces de orientar el rumbo de aquellos acontecimientos hacia puertos revolucionarios. Claramente, una dirección revolucionaria no se puede crear o improvisar al calor de una revolución en marcha. Esta debe construirse con suficiente tiempo de anticipación, para ganar influencia y preparar a los cuadros de cara a las grandes batallas que deparará la lucha de clases tarde o temprano.
¿Habrá un nuevo Caracazo?
Claramente, el actual deterioro en los niveles de vida y colapso económico para los trabajadores y pueblo venezolano, fruto de la crisis estructural del capitalismo criollo y el ajuste anti-obrero y anti-popular que impulsa el gobierno, supera ampliamente a los niveles registrados antes, durante y después de estallido popular de 1989. La inflación, para 1988 había cerrado en un 35% y ascendió a un 81% en 1989, comparables con el 130.000%, el 9.500% y el 409% de 2018, 2019 y 2020 respectivamente. El valor del Dólar en 1989 era de Bs 35,68, lo que situaba el salario mínimo a 112 dólares. Actualmente, el precio de la divisa estadounidense es de Bs 1.900.000, dejando el sueldo mínimo mensual en menos de un dólar.
Debemos tomar en cuenta que en el 89 los trabajadores no recibían ningún otro incentivo por parte del Estado. En los actuales momentos, la paupérrima política salarial se compensa con bonos de alimentación o los que se asignan a través del carnet de la patria, que a lo sumo no superan los 3 dólares y que al no tener ninguna incidencia real en prestaciones o cualquier otra forma de beneficios laborales, suponen una desmejora para los trabajadores. Vale recordar que los bonos Patria no llegan a todos los hogares.
También debemos analizar que los servicios públicos en el 89 eran costosos y deficientes, mientras que actualmente son prácticamente gratuitos, pero su deficiencia es muy marcada. Los precios de la gasolina, aunque siguen siendo parcialmente subsidiados, atravesaron un incremento substancial el año anterior. Sin embargo, el problema es que persiste una gran escasez de gasolina, lo que genera grandes colas sobretodo en el interior del país, incidiendo en el aumento de los costos de ciertos alimentos. Las remesas que reciben miles de familias de compatriotas emigrados, que según cifras ascienden a los 5 millones, han permitido paliar levemente la situación, al menos para una capa importante de la población.
Se debe decir que la crisis actual que atraviesa el país, obedece también en parte al bloqueo económico ejercido por parte del imperialismo norteamericano y sus aliados, que agravó los efectos de la política de controles y de economía mixta, la cual era insuficiente para avanzar en la edificación de una economía planificada, pero que también impidió el funcionamiento normal del mercado capitalista. La corrupción y el desfalco de la nación a través de los múltiples mecanismos de transferencia de renta petrolera a la burguesía y la burocracia degenerada, también incidieron en el caos que ahora vive Venezuela.
Con el panorama económico descrito, vale preguntarse ¿por qué no ha habido un estallido social?
Primero, debemos señalar que la pauperización en las condiciones económicas por sí solas, no determinan de manera automática una revolución, el proceso de evolución de la psicología de las masas es también fundamental. Sobre esto último, debemos tomar en cuenta algunos elementos presentes: el nivel de desmoralización y reflujo de la clase trabajadora, debido al peso insostenible de una terrible crisis y una política de ajuste feroz sobre sus hombros, el recibir importantes derrotas en luchas obreras emblemáticas (como el caso de Abastos Bicentenario), el descabezamiento del movimiento sindical y la intensificación de la represión estatal; han minado las fuerzas y la combatividad popular necesaria para una insurrección similar a la del 89. Por otro lado, el cálculo de amplios sectores pobres que entienden que un estallido social pudiera ser aprovechado por la derecha pro-imperialista para ascender al poder y perpetrar su nefasta política, ha, hasta cierto punto, contenido la ira social más que justificada. A lo anterior, se suma el alto nivel de represión Estatal, que se asemeja o incluso en algunos casos supera el de la cuarta república.
Aunque los elementos anteriormente mencionados pueden indicar que la perspectiva de un posible estallido social no es posible en el presente, la realidad dinámica, cambiante y agitada de la política venezolana impide el descarte total de esta posibilidad latente.
Desde Lucha de Clases, sección venezolana de la Corriente Marxista Internacional, seguimos empeñados en la tarea de construir una alternativa anti-capitalista para las masas trabajadoras, que oriente una salida revolucionaria la crisis del orden social burgués nacional e internacional. Es necesario partir de las luchas concretas que encara la clase trabajadora y el pueblo, para embarcarse en una política de acumulación de fuerzas sociales a favor de un programa revolucionario. Sólo de esta manera, los trabajadores venezolanos podremos salir del atolladero histórico el cual nos condujo el reformismo.