Existe un viejo mito
cantado hasta el hastío
por los sofistas de la burguesía,
sus intelectuales prostitutos
y demás bichos rastreros,
según el cual los comunistas
comemos niños.
Hace unos cuantos años,
un idiota
llamado Silvio Berlusconi,
volvió a repetirlo
en una alocución pública.
Pues bien,
ha llegado la hora
de decir la verdad al respecto.
Es muy cierto
que los comunistas comemos niños,
no podemos negarlo.
Nos declaramos convictos
y confesos,
del mortal y siniestro pecado
-sí, siniestro,
como la palabra izquierda
en latín-.
Pero,
no nos comemos a los niños
como el común de la gente piensa.
A los comunistas
nos encanta comer niños,
más no
como los curas pedófilos,
fariseos malditos,
profetas
de una fingida santidad.
Carnívoros horrendos que
devoran sus tiernos genitales,
mutilan sus inocencias virginales,
y a veces
hasta asesinan para siempre
sus cándidos espíritus,
libres y juguetones,
como las almas de los colibríes
y de las flores.
Tampoco nos gusta,
para nada,
canibalizar a los niños
como lo hacen los paracos,
los narcos
y demás monstruos de este infierno
llamado sociedad burguesa,
que,
casi emulando
al Saturno de Goya
violan,
pican,
y desaparecen
sus inocentes cuerpecitos
como si se tratara
de un torneo deportivo
o de la parrillada
de un domingo por la tarde.
A los genuinos comunistas
nos encanta comer niños,
pero de una forma
muy diferente.
Nos encanta comerlos a besos;
comernos a besos sus mejillas,
sus piernitas
y pequeños brazos.
Puede ser,
que no a todos los comunistas
les guste,
pero estoy seguro que a la mayoría
les fascina
pues los niños
son
de las cosas sencillas
que hacen de esta vida,
de esta puta vida,
llena de mezquindades,
de ásperas desventuras,
de atrocidades,
algo inigualablemente bello.
Y es que
aún a pesar de las guerras,
de la muerte
y del hambre,
la vida sigue siendo bella.
Como lo dijese
aquel viejo comunista
-nuestro mártir
de Coyoacán-,
una mañana de agosto,
deleitado
por el verdor vigoroso
y juvenil
del pasto
y el vivaz celeste
del empíreo.
Y será aún más bella,
cuando hayamos borrado
al capitalismo
de la faz de este mundo.
Debemos añadir,
por cierto,
que a Berlusconi
le encanta comer niños
-y sobretodo
niñas-,
pero al estilo de los curas.
Por su parte,
el camarada Chávez
también gustaba
de comer niños,
pero al estilo
de los comunistas.
Reitero una vez más
que a los comunistas les encanta comer niños,
pero no como las monstruosas
corporaciones imperialistas,
que todos los días engullen
con omnímoda crueldad
millones
de almas infantes.
Esclavizados nenes
que no tienen derecho
a jugar,
ni a reír,
ni a cantar;
que sólo existen
como autómatas animales,
como pequeños mecanismos
cuasi pensantes.
Como los robots
de la industria automotriz,
pero hechos
de corazón y sangre,
de ternura e infrahumana carne.
Obligados
por la fuerza del garrote
y la violencia del hambre
a fabricar juguetes y ropa,
zapatos y teléfonos
o a descender
a los infiernos de este mundo
para sacar coltán
con sus maltrechas manitas
de enanos,
y poder fabricar más teléfonos,
haciendo más ricos
a los que ya
se han comprado al mundo
mil y un veces.
Los comunistas
también comemos de las almas de los niños,
nos alimentamos de ellas,
pero de una forma
irreconciliablemente opuesta.
Porque la historia
de cada uno de esos párvulos
bondadosos y diminutos,
que sufren día a día,
como si viviesen
en una sempiterna pesadilla
y cuyas vidas
son impíamente estranguladas,
es como el pan
que alimenta nuestras almas
para mantenernos en la lucha,
la lucha
de los verdaderos comunistas.
El sufrimiento
de esos minúsculos homínidos
es un amargo poema,
una dolorosa canción
para un día sin pájaros
y un amanecer sin sol.
Cada mañana son despojados
de toda dignidad humana
-si acaso,
tuvieron la suerte
de nacer con ella-.
Su opresión nos motiva
al combate revolucionario,
como un fuego violento
y salvaje
que nos quema
desde las entrañas,
nos enciende el corazón
en llama viva,
y nos empuja
a luchar con furia
y sin descanso
por librar esta vida,
la vida de los obreros,
y de los niños proletarios,
de todo sufrimiento,
de todo horror
y de todo mal;
hasta que un día
podamos disfrutar,
comunistas o no,
pero sí,
trabajadores todos,
libres
e iguales,
de un acto
a la vez simple
y extraordinario
sencillo y maravilloso,
trascendente y mundano,
como lo es
comernos a besos
a nuestros niños,
alimentar nuestras almas
con su risa
e inocencia
y sentirnos,
con ellos y junto a ellos
dichosamente humanos.
Dedicado a los camaradas JJD y R B-612