El 20 de Noviembre de 1975 la muerte de Francisco Franco abrió la puerta al final de la brutal dictadura que sojuzgó a los trabajadores españoles durante casi cuarenta años. La situación en ese momento en España era pre-rrevolucionaria. Las masas obr Cuando se cumplen 30 años de la muerte del dictador español, ocurrida el 20 de noviembre de 1975, creemos que es útil y necesario la publicación de este análisis, escrito en 1995, y que se trata de un análisis de la transición a la democracia tras el fallecimiento de Franco. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Marxismo Hoy nº 9
Se cumplen ahora veinte años del inicio de la llamada «transición a la democracia» en el Estado español. «La Transición», como ha quedado en llamarse a todo el período que abarca desde la muerte del dictador Franco hasta la histórica victoria del PSOE en las elecciones de octubre de 1982, ha sido objeto en los últimos meses de todo tipo de celebraciones, publicaciones y programas de radio y televisión.
Ofrecer un análisis marxista (es decir, un análisis desde el punto de vista de los intereses generales de la clase obrera) de un proceso histórico de tal magnitud, al cabo de tantos años, es fundamental en estos momentos pues, durante este período, toda una nueva generación de millones de jóvenes se ha incorporado a la vida activa de la sociedad sin haber tenido una experiencia directa de aquellos acontecimientos.
Lenin escribió una vez, refiriéndose a Carlos Marx, que muchas veces en la historia, en vida de los grandes revolucionarios la clase dominante somete sus doctrinas a la persecución y al ataque más furioso y despiadado; pero que, después de su muerte, los convierte en iconos inofensivos, limando y castrando el contenido revolucionario de sus ideas para engañar y amansar a las clases oprimidas.
Nosotros podemos decir que ocurre exactamente lo mismo con los grandes acontecimientos históricos protagonizados por la clase obrera en su lucha contra la explotación capitalista. Particularmente, esto es lo que ha sucedido también con la «transición española».
La historia oficial de la Transición que se nos ofrece es la versión de la “opinión pública” burguesa contada en los libros, la escuela y los medios de comunicación; y a la que, lamentablemente, también han dado su visto bueno los dirigentes reformistas de las organizaciones tradicionales de la clase obrera.
Pero esta versión oficial tiene como único fin el enmascarar y ocultar los verdaderos sentimientos y las auténticas ilusiones y energías que anidaban en la conciencia de millones de hombres y mujeres de la clase obrera y del resto de las capas oprimidas de la sociedad, en aquellos momentos de lucha contra la dictadura y contra los intentos de mantenerla artificialmente por los sucesores del régimen franquista. Una lucha que abrió una etapa prerrevolucionaria en el Estado español y que amenazó las bases mismas del sistema capitalista.
Para analizar todo el período de la Transición y extraer sus lecciones más importantes es necesario comprender el carácter de la dictadura de Franco y las fuerzas motrices históricas y sociales que hicieron posible su posterior caída.
La larga noche de la dictadura
El régimen de Franco nació como un Estado fascista clásico. Las organizaciones obreras fueron suprimidas y sustituidas por organizaciones de tipo fascista fuertemente jerarquizadas. La represión posterior a la Guerra Civil alcanzó cotas increíbles de crueldad, sadismo y cobardía, contándose por decenas de miles los fusilados y encarcelados.
La flor y nata de la clase obrera, decenas de miles de hombres y mujeres que constituían sus elementos más dinámicos y valerosos; los intelectuales y científicos de prestigio y los artistas más queridos y sentidos por las masas, murieron luchando durante la guerra, fueron asesinados en la represión posterior o tuvieron que escapar al exilio. La dictadura franquista, como toda época de reacción negra, extirpó a los elementos más creativos y avanzados de la sociedad, empujando décadas hacia atrás los avances sociales y culturales celosamente atesorados hasta entonces.
Aunque el régimen franquista careció de un apoyo de masas tan unánime entre la pequeña burguesía (la base tradicional del fascismo y la reacción) como el que tuvieron en sus primeros años Mussolini y Hitler, sí contó con un soporte de masas entre los campesinos medios y sectores numerosos de la pequeña burguesía del campo y la ciudad, además del apoyo de los capitalistas y terratenientes. Bien es verdad que, como siempre ha acontecido con todos los regímenes de tipo fascista, este cierto apoyo desapareció al cabo de los años por la brutalidad de la burocracia falangista y de la casta militar dominantes; por la insatisfacción de amplias necesidades sociales entre la población, y por el cambio en la composición social de la sociedad española en los años posteriores. Podemos decir que a finales de los años 50 el régimen franquista se mantenía exclusivamente por el miedo y la represión, por la rutina y la inercia de la sociedad, y por la dolorosa y sangrienta derrota de la clase obrera que necesitó de décadas para curar todas sus heridas. Así el Estado franquista evolucionó a un régimen clásico de bonapartismo burgués, una dictadura sustentada en la pura represión pero sin ningún apoyo social significativo entre la población; salvo, claro está, el de la burguesía española.
El enorme auge en el desarrollo de las fuerzas productivas que duró casi tres décadas en los países capitalistas más avanzados después de la II Guerra Mundial y el ensanchamiento del mercado internacional fue el factor fundamental que posibilitó un importante desarrollo industrial en el Estado español y permitió a la débil burguesía española beneficiarse temporalmente de esta nueva situación.
España era el paraíso de los inversores. Sin organizaciones obreras que “obstaculizaran” la explotación de los trabajadores bajo un régimen que reprimía brutalmente todo tipo de disidencia, los beneficios de los capitalistas se elevaron a tasas nunca vistas.
La situación en el campo, aunque continuó siendo angustiosa para decenas de miles de jornaleros, se amortiguó temporalmente por el enorme flujo migratorio hacia las ciudades y hacia el extranjero. Sólo de Andalucía se calcula que emigraron dos millones de personas, hasta mediados de los años setenta.
Los salarios eran fijados desde arriba por los patrones y los funcionarios del sindicato fascista (llamado CNS, o Sindicato Vertical por los trabajadores). En estos sindicatos estaban afiliados obligatoriamente todos los trabajadores y eran organizaciones comunes a obreros y patrones. Los «representantes de los trabajadores» en las empresas recibían el nombre de «enlaces y jurados» y eran “elegidos” a dedo por los burócratas del sindicato vertical, en connivencia con los patrones, quienes “proponían” normalmente a los delatores y elementos más reaccionarios y atrasados políticamente de los trabajadores.
De cualquier manera, el carácter rapaz, débil y parásito que siempre ha caracterizado a la burguesía española se seguía poniendo de manifiesto por el apoyo financiero que continuamente demandaba del Estado, el cual se hacía cargo, además, de todas las empresas deficitarias. La importante protección del mercado interno, indispensable para una economía poco avanzada para hacer frente a la competencia exterior, indudablemente jugó un papel positivo en el desarrollo del capitalismo español, pero no fue utilizado por la burguesía española para invertir sus fabulosas ganancias en mejorar continuamente la productividad de sus industrias y alcanzar el nivel medio europeo, sino que una parte importante de sus beneficios se dedicaban a la especulación, a la compra de latifundios o a atesorarlos en los bancos para que rindieran enormes rentas.
Lo más positivo de este importante desarrollo de las fuerzas productivas fue el cambio cualitativo que se produjo en la composición de la sociedad, trayendo como consecuencia un impresionante fortalecimiento numérico y social de la clase obrera y un desplazamiento y debilitamiento de las clases medias. En 1975, de una Población Activa total de 13,4 millones de personas, la población asalariada sumaba más de 9,5 millones (el 70% de la población activa), de los que 3,6 millones eran obreros industriales. No debemos olvidar que al final de la Guerra Civil, los campesinos representaban el 63% de la población activa. Así pues, la base social del régimen franquista quedaba definitivamente socavada.
De esta manera, una clase obrera completamente rejuvenecida y recuperada de las heridas del pasado se preparaba para hacerse oír de nuevo y retomar las tradiciones revolucionarias de sus padres y abuelos, con la misión de unir nuevamente el hilo de la historia que el hacha sangrienta del fascismo creía haber cortado para siempre.
El despertar del movimiento obrero
Después de la desarticulación de las organizaciones obreras, el reflujo y la parálisis en el seno del movimiento obrero fue total. Sólo a finales de la década de los 40 se producen las primeras huelgas. Entre ellas debemos destacar las que se realizan en Barcelona. A mediados de los 50 se producen diversas huelgas en la cuenca minera asturiana que dan lugar al nacimiento de las primeras Comisiones Obreras. Este tipo de organización, en un principio, se desarrolló como un movimiento de la clase obrera, aglutinando a los trabajadores en sus luchas reivindicativas, fundamentalmente de carácter económico. Fue a comienzos de los 60 cuando el PCE se introdujo en ellas y las extendió por todo el Estado, haciéndolas girar en sus planteamientos.
Desde inicios de la década de los años 60 la lucha de los trabajadores españoles da un salto cualitativo, iniciándose un movimiento huelguístico que no tenía precedentes en la historia bajo un régimen de dictadura. Ni en Alemania bajo Hitler, ni en Italia bajo Mussolini, ni siquiera en Rusia antes de la Revolución, donde sí hubo huelgas importantes, se había dado un fenómeno de tales dimensiones. En la curva ascendente de la lucha huelguística podemos ver el proceso de la toma de conciencia de los trabajadores: en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en 1970/72: 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Posteriormente, después de la muerte de Franco, el movimiento huelguístico adquiere unas dimensiones insólitas: desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en conflictos laborales.
La principal organización impulsora de estas movilizaciones fue CCOO, que pasó a la clandestinidad y fue perseguida muy duramente, llegando a ser considerada en los años 60 como la más peligrosa por el régimen. La táctica de CCOO, bajo la iniciativa del PCE, era utilizar las estructuras de la CNS para hacerse con un eco amplio en el movimiento obrero, y aumentar sus puntos de apoyo en las fábricas. En las elecciones sindicales de 1975 copó la mayoría de la representación de los trabajadores, dentro del Sindicato Vertical, en las grandes empresas. Este “entrismo” en la CNS le posibilitó a CCOO un crecimiento importante, convirtiéndola en la organización sindical más importante a la muerte del dictador, con 200.000 militantes a finales de 1976.
La UGT jugó un papel muy limitado hasta principios de los 70. Sin embargo, el odio existente entre amplias capas de obreros hacia el sindicato vertical, y su participación decidida en toda una serie de luchas en aquellos años, junto a la enorme tradición histórica que tenían las organizaciones socialistas entre el proletariado español, hizo crecer su prestigio entre la clase trabajadora, alcanzando 150.000 militantes a principios de 1977, recién salida de la ilegalidad.
De cualquier manera, el total de afiliados a los sindicatos de clase apenas llegaba al 5% del total de los asalariados a finales de 1976, situación que cambió bruscamente al ser legalizados y cuando el empuje de los trabajadores llegó a sus más altas cotas, en los años 77 y comienzos del 78.
A principios de los 70 tuvieron lugar movilizaciones obreras que evidenciaban un alto grado de reorganización. En 1971, CCOO consiguió copar una parte muy importante de los «enlaces» y «jurados» en las elecciones sindicales celebradas ese año. En 1973 se declara la huelga general en Pamplona, eligiéndose un comité de huelga formado por los representantes de las empresas más importantes.
La represión era incapaz de contener el movimiento de los trabajadores. Fueron muchos los obreros que cayeron bajo las balas de la policía en aquellos años, y centenares los que eran detenidos o despedidos del trabajo por participar en manifestaciones, huelgas o reuniones ilegales.
En 1972 era detenida toda la cúpula dirigente de CCOO, con Marcelino Camacho a la cabeza. El proceso ha pasado a la historia como «el proceso 1.001», por el número del sumario. Durante las semanas previas al juicio, cuyo comienzo estaba previsto para el día 20 de diciembre de 1973 (el día que ETA mató al entonces presidente del Gobierno franquista, Carrero Blanco), se desató una impresionante movilización a nivel internacional en gran cantidad de países exigiendo la libertad de los detenidos y el final de la dictadura.
De cualquier manera, el movimiento de la clase obrera era imparable y constituía la espina dorsal de la oposición a la dictadura alrededor del cual basculaba el resto de las capas oprimidas de la sociedad: los estudiantes y los intelectuales, las nacionalidades oprimidas, las capas medias del campo y la ciudad, las mujeres y la juventud.
El ejército y la Iglesia
El ejército y la Iglesia representaban la columna vertebral sobre la que descansaba toda la superestructura social de la dictadura.
La casta de oficiales del ejército constituía el núcleo más irreconciliable contra cualquier intento que estuviera encaminado a aflojar la represión. La Iglesia Católica, que bautizó como «Santa Cruzada Nacional» el levantamiento fascista de Franco, fue el soporte espiritual de la dictadura durante décadas.
Pero ambos estamentos, como toda superestructura social en una sociedad dividida en clases, no podían permanecer inmunes a lo que estaba sucediendo en el país, expuestos a la presión de las diferentes clases en pugna. Tarde o temprano, las contradicciones que estaban sacudiendo los propios cimientos de la sociedad tenían que expresarse necesariamente en su seno.
Uno de los hechos que mejor revelaba esta situación fue la creación, de manera clandestina, de la UMD (Unión Militar Democrática) en agosto de 1974, por un grupo de oficiales y suboficiales jóvenes contrarios a la dictadura franquista e influenciados por la Revolución portuguesa de abril del 74 (dirigida por oficiales izquierdistas del ejército portugués). Fue desarticulada en julio de 1975 y en aquellos momentos contaban con cerca de 200 oficiales y suboficiales del ejército y con ramificaciones hasta en la Guardia Civil. Los dirigentes de la UMD fueron expulsados del ejército y condenados a prisión.
Y si esta situación es la que podía vivirse en sectores de la oficialidad, podemos imaginarnos la que se vivía entre la tropa. Los sectores más perspicaces de la burguesía se daban cuenta de que no podrían utilizar al ejército contra la población sin provocar la ruptura del mismo. Lo mismo ocurrió en octubre de 1975 cuando Marruecos invadió el entonces Sahara Español, y la burguesía española se vio impotente para utilizar su ejército contra Hassan II.
En otros cuerpos represivos, como la Policía y la Guardia Civil, también se estaban organizando los embriones de lo que luego serían el SUP (Sindicato Unificado de la Policía) o el SUGC.
Así pues, el remanido argumento utilizado por los socialdemócratas de entonces de que un proceso abiertamente revolucionario en España hubiera sido aplastado sangrientamente por el ejército y las FOP (Fuerzas de Orden Público: Policía y Guardia Civil), sencillamente no se sostenía en pie.
Por otro lado, en los barrios obreros, muchos curas, hondamente impresionados por la cuestión social y las reivindicaciones de los trabajadores, dejaban utilizar sus iglesias y parroquias para reuniones obreras y de los partidos de izquierda.
Organizaciones como la HOAC o las JOC, impulsadas por la Iglesia en los 50 para hacer penetrar las ideas religiosas entre los jóvenes y trabajadores, giraron a la izquierda, asumiendo la idea del socialismo como el “auténtico ideal cristiano”. De esta manera, valerosos luchadores obreros salieron de los núcleos de las JOC y la HOAC durante los 70.
La jerarquía eclesiástica por su parte, comenzó a marcar a comienzos de los 70 sus distancias respecto del régimen. Intuía que un cambio del régimen político era inevitable y, dado el odio hacia él, preparaba el lavado de cara de la Iglesia española a marcha forzada.
Uno de los ejemplos que mejor mostró la “ruptura” con el régimen fue el famoso “Caso Añoveros”. Antonio Añoveros era el obispo de Bilbao en 1974, cuando difundió una homilía en la que reivindicaba el reconocimiento de las particularidades nacionales del pueblo vasco. El Gobierno montó en cólera e intentó expulsar a Añoveros del país, previo arresto domiciliario. La jerarquía española y el Vaticano respondieron con una amenaza de excomunión al Gobierno si lo hacía. Al final, el Gobierno tuvo que dar marcha atrás.
Uno de los personajes que dirigió este proceso de “ruptura” fue el Cardenal Enrique Tarancón, que en toda su actuación dejó clara la perfidia y la hipocresía que tan bien caracteriza a la Iglesia. Como señaló el cura Francisco García Salve, destacado luchador obrero y militante del PCE: «Yo visité al cardenal Tarancón en su palacio para pedirle, en concreto, dos cosas: que nos facilitase iglesias y salones parroquiales para reunirnos los obreros y dinero para ayudar a las familias de los encarcelados de la construcción de Madrid. Salimos asustados de la capacidad de cinismo que puede haber en un hombre inteligente, purpurado de la Iglesia. Casi nos negaba que la dictadura impidiese el derecho universal de reunión y casi ponía en duda que se encarcelase por ejercer el derecho de huelga. Acababa de casar a una de las nietas del dictador. Yo salí aterrado de aquel palacio» (“Historia de la Transición”. Diario 16, pág. 43). No obstante, Tarancón ha sido proclamado como uno de los “apóstoles” de la Transición oficial, al igual que el Rey, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo.
El problema de las nacionalidades históricas. El surgimiento de ETA
El franquismo aplastó completamente las reivindicaciones nacionales de los pueblos catalán, gallego y vasco. La cultura nacional de estos pueblos fue suprimida. Se prohibía expresarse a la gente en su idioma materno y su enseñanza en la escuela no estaba permitida. Hasta en los cementerios de Euskadi fueron borradas de las lápidas las inscripciones en euskera. Así, a la opresión política y social, se le sumó la opresión nacional en estas zonas del Estado.
Como siempre ocurre con todo movimiento social verdaderamente profundo, la lucha de la clase obrera, que alcanzaba en Euskadi y Cataluña su nivel más alto al ser las zonas más industrializadas del Estado, despertó a la vida consciente al resto de las capas oprimidas de la sociedad que se pusieron en marcha contra todo tipo de opresión. Esto se manifestó, particularmente, en el despertar de la conciencia nacional en estas zonas del Estado. Así, la lucha por los derechos democráticos de las nacionalidades históricas jugó un papel muy importante contra la dictadura. De hecho, el PCE y el PSOE recogían en sus programas el derecho de autodeterminación para Euskadi, Cataluña y Galicia.
En el contexto de lucha contra el franquismo es cuando nace ETA. Como todo movimiento de estas características, los primeros militantes de ETA eran elementos pequeño burgueses, fundamentalmente estudiantes de Universidad. A lo largo de los años inmediatamente anteriores a la caída de la dictadura sufrió varias escisiones de carácter marxista, que cuestionaron el terrorismo individual, lo que reflejaba la influencia de la lucha obrera en Euskadi, así como en el hecho de que ETA fijara sus objetivos en una «Euskadi independiente y socialista».
Lamentablemente, el abandono de la postura marxista sobre la cuestión nacional por parte del PSOE y PCE -y del programa general de la revolución socialista-, unido a la feroz represión con la que el régimen franquista sometía al conjunto del pueblo vasco, por ser la zona donde la lucha asumía una mayor radicalización y combatividad, permitió a los activistas de ETA tener un campo abonado para crearse un espacio político social propio. Además, la muerte y la tortura de muchos de sus activistas a manos de las fuerzas represivas les creaba una aureola de mártires y aumentaba su apoyo social.
Así, durante el famoso proceso de Burgos contra varios activistas de ETA en 1970, la respuesta del movimiento obrero vasco fue unánime, se convocó una huelga general en Euskadi y una protesta internacional que forzó la conmutación de la pena de muerte que les había sido impuesta. Cuando dos miembros de ETA y tres de la organización armada FRAP fueron ejecutados por la justicia franquista, en septiembre de 1975, el odio entre los activistas obreros al franquismo ya agonizante se intensificó aún más, y se generó una ola de repulsa a nivel internacional que dejó aislado diplomáticamente al régimen.
Para muchos activistas de la clase obrera, y especialmente de la juventud, los militantes de ETA en aquel período aparecían como luchadores antifranquistas. La represión, la tortura, la eliminación sistemática de cualquier opinión disidente, el ambiente asfixiante que se respiraba en la sociedad, eran odiados por miles de jóvenes en Euskadi; esta situación se combinaba con el desprecio a la cultura vasca y a los derechos democráticos nacionales del pueblo vasco. Muchos jóvenes tomaron la vía del terrorismo individual como la forma más efectiva de luchar contra el dictador.
Para los marxistas, el terrorismo individual es un método ajeno a la clase obrera. El capitalismo como sistema social no descansa en individuos, sino en el dominio de la burguesía sobre el resto de la sociedad. La clase dominante utiliza el aparato del Estado (ejército, policía, jueces, leyes, etc.) para asegurar su poder y mantener la respuesta de la clase obrera dentro del orden establecido.
El método terrorista de eliminar individuos, por muy identificados que estén con la represión, no sirve para acabar con la dominación de los capitalistas. Los individuos son sustituidos fácilmente. Las acciones terroristas sirven para que el Estado pueda aumentar su capacidad represiva, justificando sus actos ante el conjunto de la población. Pero además, los métodos del terrorismo intentan sustituir la acción revolucionaria de la clase obrera, mediante los métodos de lucha de masas -huelga e insurrección- por la pistola y la metralleta. Empequeñecen la organización de los trabajadores y son un obstáculo en su proceso de toma de conciencia. Si con una pistola alcanza para acabar con la opresión, ¿para qué el partido? ¿Para qué los sindicatos? ¿Para qué la revolución socialista?
Los partidos obreros
El PCE llegó al final de la dictadura como el partido más fuerte e influyente del movimiento obrero, agrupando al sector de trabajadores más luchador y combativo.
Su papel dirigente en CCOO, además de asegurarle el control de los batallones pesados de la clase obrera agrupados en las fábricas más grandes e importantes, le permitía ganar militantes e influencia. Además, su actuación destacada en la lucha de los barrios obreros para mejorar las condiciones de vida de los mismos, por medio de la creación de las Asociaciones de Vecinos, también le procuraba una gran autoridad.
El PCE realizó un trabajo clandestino sistemático durante la dictadura por medio de valerosos y curtidos cuadros, muchos de los cuales tenían a sus espaldas la experiencia de la Guerra Civil, encarcelamientos y torturas. Eran militantes abnegados para quienes «el Partido» constituía la razón vital de su existencia. Por su actividad, el PCE brindó numerosos mártires a la causa de la lucha contra la dictadura y, justamente, se convirtió en una auténtica obsesión para el régimen franquista.
Políticamente, los dirigentes del PCE hacía décadas que cayeron bajo la influencia del estalinismo, abandonando en la práctica el programa del marxismo. Adoptaron posiciones abiertamente reformistas, aunque esto no era evidente para la mayor parte de sus activistas, sobre los cuales la dirección del partido ejercía una autoridad muy grande.
El PSOE, en cambio, era un partido minoritario, de apenas 10.000 militantes a la muerte del dictador. A pesar de eso, en la mente de millones de obreros permanecía como una organización tradicional de la clase obrera, y esta verdad se haría realidad pocos años más tarde. Además, se convirtió en un polo de atracción para miles de trabajadores y jóvenes, sinceramente revolucionarios, a quienes les repelía el centralismo burocrático del PCE.
En 1972 se produjo una escisión con los socialistas del exilio (los “históricos”), que hizo girar al partido más a la izquierda. En el Congreso de Suresnes (Francia), celebrado en 1974, el nuevo PSOE recibió el apoyo formal de la Internacional Socialista. Ésta, controlada por la socialdemocracia alemana, y reconociendo la mayor influencia del PSOE del interior, buscaba influir directamente sobre la dirección del partido para desviarlo de la «vía revolucionaria».
Las Juventudes Socialistas, por su parte, habían adoptado en su congreso celebrado en Lisboa en 1974 un programa genuinamente marxista y revolucionario, pronunciándose por la independencia de clase y la vía revolucionaria para la toma del poder.
Paradójicamente, el PSOE estaba a la izquierda del PCE. Su programa político se podía calificar de “centrista”, es decir, que oscilaba entre el marxismo y el reformismo; lo que, en última instancia, reflejaba el convulsivo estado de ánimo que existía entre las masas de la clase obrera.
En la resolución política aprobada en el XXVII Congreso, celebrado en diciembre del 76, se recoge entre otros puntos la «superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora». También recogía en su programa el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y otras medidas de carácter marxista.
Al margen de estos grandes partidos, la temperatura prerrevolucionaria que se respiraba en la sociedad hacía que pequeños grupos ultraizquierdistas sin tradición tuvieran un desarrollo destacado entre muchos trabajadores y jóvenes que buscaban ideas revolucionarias. Partidos como el PTE, la ORT, el MC o la LCR agruparon a varios miles de militantes cada uno de ellos, y conquistaron en algunos casos posiciones sindicales importantes, sobre todo en CCOO. Pero nunca tuvieron un papel destacado durante la transición. Su política ultrasectaria hacia las organizaciones tradicionales lo único que consiguió fue aislarlas del resto de la clase obrera, con lo que sus militantes acabaron frustrados y “quemados”. Las direcciones de estas organizaciones nunca comprendieron que el proceso de toma de conciencia de la clase obrera pasaría necesariamente a través de las organizaciones tradicionales (PSOE y PCE); y en lugar de orientar sus fuerzas dentro de éstas para ayudar a las decenas de miles de trabajadores y jóvenes que había en su seno a sacar conclusiones revolucionarias, las separaron de las amplias masas obreras que constituían las bases del PSOE y PCE.
La crisis económica
El largo período de auge económico iniciado en los países capitalistas desarrollados en 1948 terminó en 1973-74 con la recesión más importante desde el final de la II Guerra Mundial. Se iniciaba un periodo prolongado de crisis orgánica del sistema capitalista a nivel mundial, que continúa profundizándose hasta hoy.
Por primera vez desde los años 30 hizo su aparición el fenómeno del desempleo masivo, la inflación y el estancamiento económico. Esto tuvo un efecto sobre la conciencia de millones de trabajadores europeos, desplazando hacia la izquierda el péndulo de la sociedad. En aquel período -los años 70-, tuvimos movimientos de la clase obrera enormemente convulsivos que hicieron estremecer las estructuras del capitalismo en Francia, Italia, Grecia y Portugal. No cabe duda que esa recesión económica aceleró el proceso de derrumbe de la dictadura franquista en España.
La recesión llegó al Estado español un poco tarde, a finales del 74 y se profundizó en 1975. La debilidad tradicional del capitalismo español se hizo más evidente que nunca. Entre 1973 y 1974 se duplicó el déficit comercial, que llegó a los 340.000 millones de pesetas en 1976 (el mayor del mundo en aquella época). En febrero de 1976, el Gobierno devaluó la peseta un 10% respecto al dólar para abaratar las exportaciones españolas. Esto no fue suficiente. Las exportaciones suponían sólo el 45% de las importaciones que se realizaban. La menor competitividad de la economía española, reflejada en el enorme aumento del déficit comercial, era la consecuencia del parasitismo de los capitalistas quienes, durante la época de las vacas gordas, se dedicaron a la especulación en lugar de invertir sus beneficios en mejorar la productividad de sus fábricas; y en la época de crisis iniciaron una huelga de inversiones y una fuga de capitales descomunal hacia Suiza, lo que profundizó el hundimiento de las fuerzas productivas. Mientras que en 1973 la formación bruta de capital todavía crecía un 12,5%, cayó dramáticamente hasta un -4% en 1975. La caída absoluta en la inversión se reflejaba en que, en 1976, del total de la inversión en el país, al Estado, a través del INI, le correspondía la tercera parte (115.000 millones de pesetas).
La fuga de divisas continuaba sin que el Gobierno tomara ninguna medida para impedirlo. Sólo entre enero y mayo del 76 salieron 60.000 millones de pesetas del país. Incluso, en fecha tan tardía como julio del 77, después de celebradas las primeras elecciones generales en más de 40 años, la fuga de capitales alcanzaba los ¡8.000 millones de pesetas al día! Fueron los capitalistas, y sólo los capitalistas, los únicos responsables del hundimiento de la economía. ¡Ésta demostraba la poca confianza que los capitalistas españoles tenían en la supervivencia de su sistema ante el empuje de la clase obrera!
La inflación, que ya era de un 12% en 1973, alcanzaba el 14,2% en 1974 y el 17% en el 75. En el 76 la inflación llegaba ya al 20% y sólo el pan había subido entre un 35-40% durante el primer trimestre de ese año. Esto actuó como una espoleta dentro de la clase obrera, provocando un repunte de la lucha para conseguir aumentos lineales en los salarios y no perder poder adquisitivo. El desempleo afectaba al 2,5% en 1974 (apenas 300.000 desocupados), y alcanzaba el 5,4% de la población activa a finales del 75, unos 724.000. A finales del 76 el desempleo ya superaba el millón de desocupados.
A pesar de todo, lo verdaderamente significativo de la situación española era que, mientras que en el resto de Europa, durante los años 1974-76, los salarios de los obreros permanecían congelados y sometidos a una dura política de ajustes, los salarios de los obreros españoles crecían más que en ningún sitio. Esto reflejaba el pánico mortal de la burguesía española ante un enfrentamiento abierto con el movimiento obrero en aquella época.
Aunque las reivindicaciones fundamentales de los trabajadores eran reivindicaciones económicas, como aumentos salariales lineales (y no porcentuales), reducción de la edad de jubilación y de la jornada de trabajo, mejora en la seguridad e higiene en el trabajo, etc; otras iban mucho más allá:
Dimisión de los «enlaces» y «jurados». Disolución del Sindicato Vertical. Reconocimiento de la Asamblea de trabajadores y de las Comisiones Representativas que se elegían en ellas para negociar los convenios de empresa. Derecho de huelga. Readmisión en el puesto de trabajo de los despedidos y libertad para los obreros detenidos por participar en conflictos laborales.
Finalmente, muchas otras tenían un carácter netamente político, como la amnistía para los presos políticos, abajo la dictadura, disolución de las FOP (Fuerzas de Orden Público), exigencia de libertades democráticas plenas, etc. En los momentos de máximo auge y radicalización de una lucha, la mayor de las veces fruto de la represión policial, es cuando se podían escuchar consignas políticas claramente revolucionarias y socialistas: abajo el capitalismo, por una Asamblea Constituyente Revolucionaria, abajo la monarquía fascista, autogestión obrera, etc.
Las luchas a nivel de empresa o de sector rompían en la mayoría de las ocasiones convenios impuestos desde arriba por la patronal y el Sindicato Vertical. Esto llevó en la práctica, aunque no en la ley, al reconocimiento de la representatividad de Asambleas de trabajadores y de las Comisiones Representativas por parte de patrones. Los «enlaces y jurados» honrados dimitían de sus funciones a instancias de sus compañeros; y aquellos que se negaban eran tratados de soplones y carneros.
El problema para la burguesía española en esos momentos era que la represión estimulaba la lucha de los trabajadores, y la mayor parte de los mismos pasaban de las reivindicaciones económicas a las políticas de la noche a la mañana, aprendiendo, no en las páginas de los “manuales” marxistas, sino en la experiencia dura y viva de la lucha de clases.
La otra dificultad para contener al movimiento obrero era que todavía no había podido cristalizar en las direcciones de las organizaciones obreras una burocracia consolidada, por encima del resto de la clase, como ocurría en el resto de países, que pudiera paralizar y limitar el alcance de las luchas.
La muerte del dictador. ¿Democracia o socialismo?
La muerte del odiado dictador tuvo lugar el 20 de noviembre de 1975. Franco había nombrado sucesor suyo al entonces Príncipe de España, Juan Carlos, en 1969. De esta manera, se establecía una línea directa entre la dictadura nacida del alzamiento fascista y la monarquía. Ya Juan Carlos había sustituido a Franco en el Gobierno y en diversos actos oficiales en los casos de enfermedad de éste, como en la conmemoración del “Alzamiento Nacional del 18 de julio del 36” en 1973, durante algunas semanas en 1974 y en la última enfermedad del dictador. Por entonces, nadie pudo escuchar una sola crítica, ni una sola protesta del actual Rey ante la falta de libertades democráticas en nuestro país.
El día 22 de noviembre Juan Carlos fue proclamado Rey, jurando ante las Cortes franquistas (el Parlamento de la dictadura, nombrado a dedo por Franco) los Principios del Movimiento Nacional: la declaración de principios fascista que justificaba el alzamiento del 18 de julio del 36.
Actualmente, la historia oficial quiere hacer pasar al Rey, como a tantos otros, como un “demócrata de toda la vida” que, incluso en vida de Franco, estuvo atando los hilos para traer la democracia al país.
La realidad fue muy distinta. La burguesía estaba dividida y desorientada sobre el camino a seguir y ante el futuro que se avecinaba. Antes de la muerte de Franco, y sobre todo inmediatamente después, un sector muy importante de la misma era consciente de que mantener el régimen dictatorial mucho más tiempo (como insistía el sector más cobarde, torpe y estúpido de la clase dominante y la burocracia del Estado franquista) podría conducir a una auténtica explosión revolucionaria de las masas, que amenazara la propia existencia del sistema capitalista (como acababa de ocurrir en Portugal un año y medio antes). De lo que se trataba para este sector era de ofrecer una serie de reformas “por arriba” para evitar una revolución “por abajo”, con la idea de engañar a las masas y oscurecer la vinculación orgánica que existía entre la dictadura franquista, como forma particular de dominación capitalista, y el propio sistema burgués.
La dificultad de esta tarea estaba en que la burguesía se enfrentaba con una movilización creciente de las masas que amenazaba con provocar una crisis revolucionaria en la sociedad. Si esas reformas democráticas iban demasiado lejos en su alcance, y en un período corto de tiempo, podía ser visto como una señal de absoluta debilidad de los representantes del régimen y un reconocimiento de la fuerza del movimiento obrero, lo que estimularía la acción de masas a un nivel superior.
La única manera de tener éxito en esta operación era por dos caminos. Primero, alargando lo más posible este proceso de transición, que combinara la represión con reformas democráticas limitadas, por medio de la monarquía juancarlista para que ésta apareciera ante las masas, previo lavado de cara, por encima de los intereses de las clases y dispuesta a «unir a toda la nación» para dejar atrás los «odios del pasado».
En segundo lugar, para controlar a las masas, que era el factor decisivo, la única alternativa pasaba por implicar y comprometer en esta operación a los líderes de las organizaciones obreras que tenían autoridad ante la clase trabajadora; fundamentalmente, a los líderes del PCE y, en menor medida, por su menor influencia en aquellos momentos, a los del PSOE.
Lamentablemente, pronto quedó claro que ni la dirección del PCE ni la del PSOE estaban por la transformación socialista de la sociedad, sino por consolidar un régimen de democracia burguesa, donde la clase obrera obtuviera las libertades democráticas formales pero sin tocar las bases de la explotación capitalista, la propiedad privada de los medios de producción. El socialismo quedaría confinado a un futuro nebuloso donde las reformas paulatinas a favor de los trabajadores favorecerían una convivencia tal entre obreros y capitalistas que haría innecesaria ninguna revolución.
De esta manera, se propusieron establecer una alianza con los “sectores progresistas” de la burguesía, pretendiendo así «unir a todas las fuerzas democráticas para acabar con la dictadura».
En 1974, continuando con esta política antimarxista de colaboración de clases, el PCE crea la Junta Democrática, formada además por el monárquico Calvo Serer, García Trevijano y otros, ¡proponiendo a D. Juan, padre del actual Rey, la presidencia de la Junta Democrática! Ofrecimiento que éste rechazó con gran disgusto de Carrillo. A este “pacto por la libertad” se unen el Partido Socialista Popular (PSP) de Tierno Galván y grupos maoístas como el PTE (Partido de los Trabajadores de España). El PSOE, por su parte, organiza en 1975 la “Plataforma de Convergencia Democrática”, que incluye además a los franquistas reconvertidos Ruiz-Giménez, Dionisio Ridruejo, y otros.
Esta política se demostró falsa de principio a fin. En realidad, lo único que podía conquistar las libertades democráticas era la lucha de la clase obrera que, con sus continuos golpes y su heroísmo, estaba resquebrajando todo el edificio de la dictadura. Estos “burgueses progresistas” (como Calvo Serer, Gil Robles, Ruiz-Giménez, Garrigues Walker, Fernández Ordóñez, etc.) habían ocupado todos, sin excepción, altos cargos durante la dictadura, en los períodos más negros de la reacción. Entonces no se habría podido encontrar ni un sólo sector de la burguesía que apostara por las libertades democráticas en nuestro país. Si ahora estos elementos se decantaban por la democracia y denunciaban de palabra al régimen era porque veían claramente que la continuación de la dictadura sólo podía provocar una explosión revolucionaria que dinamitara la propia dominación de la burguesía. Así, entrando en una coalición con el PCE y el PSOE, adquirían “respetabilidad y prestigio” ante las masas y, sobre todo, forzaban a los dirigentes obreros a que controlaran y pusieran un tope a la lucha de los trabajadores para que no fuera más allá de lo que sería tolerable para mantener el sistema capitalista. El movimiento obrero, de esta manera, quedaba atado de pies y manos ante los intereses de este sector de la burguesía.
Al final, en marzo del 76, se unifican la Junta Democrática y la Plataforma, dando lugar a la “Platajunta”, a la que también se adhieren CCOO y UGT.
El papel de Juan Carlos en todo este proceso fue el de servir de herramienta para estos planes de la burguesía, al mismo tiempo que, subjetivamente, defendía sus propios privilegios dinásticos (materialmente muy sustanciosos) para no ser arrollado por la ola revolucionaria.
Precisamente, la cuestión de cómo enfocar las tareas revolucionarias a la muerte del dictador y qué camino había que seguir suscitó un debate muy intenso entre los activistas del movimiento obrero.
La dirección de las Juventudes Socialistas que, a diferencia de la dirección del partido, mantenía una posición marxista sobre las tareas de la revolución española, fue obligada a dimitir a finales de 1975, quedando en minoría en el Congreso celebrado en diciembre de ese año, donde defendieron un documento, “Desde la dictadura franquista hacia la revolución socialista”, que fue publicado en enero del 76, y en el que se planteaban las cuestiones fundamentales que hemos expuesto más arriba y que tuvieron una amplia aceptación entre la base de las Juventudes.
Los dirigentes de las JJSS iniciaron el trabajo de agrupar a los mejores activistas y ganar a la militancia para las ideas del marxismo. Editaron durante años el periódico obrero “Nuevo Claridad”, portavoz de la izquierda marxista de las JJSS, del PSOE y de la UGT. Cuando la dirección socialdemócrata procedió a la expulsión sistemática de los marxistas de las Juventudes -que en la práctica fueron disueltas-, del PSOE y también de la UGT, la corriente marxista siguió su tarea de agrupar a los militantes socialistas y comunistas en la defensa de este programa. En 1989, el periódico cambió su nombre por el de “El Militante”.
A principios de diciembre, el Rey decreta una amnistía muy limitada. Apenas cien presos políticos son liberados, entre ellos los dirigentes de CCOO encarcelados por el “proceso 1.001”, pero el número de presos políticos en las cárceles superaba los 2.000. Se suceden durante el mes de diciembre diversas manifestaciones exigiendo la amnistía total, que son reprimidas por los “grises” (nombre dado a la policía por el color de su uniforme).
El primer Gobierno de la monarquía estaba presidido por Arias Navarro (llamado “el carnicerito de Málaga”, por el papel que jugó en esta ciudad en la represión posterior a la Guerra Civil), último Jefe de Gobierno de Franco. En este Gobierno podemos encontrar, además de Suárez, a personajes completamente comprometidos con la dictadura y que actualmente son auténticos prohombres del PP: Fraga, Martín Villa, Calvo-Sotelo, etc. Al estar representadas en el Gobierno las dos facciones del régimen, los “duros” y los “blandos”, fueron constantes las polémicas y divisiones entre ellos sobre el contenido y la forma de llevar la “reforma”, lo que era un fiel reflejo de la situación que se respiraba entre la clase dominante. Elaboraron varios proyectos de “reforma política”, a cual más reaccionario, que salvaguardaban lo esencial del viejo régimen.
Se abre una situación prerrevolucionaria
En los primeros meses de 1976, recién muerto el dictador, las luchas de los trabajadores tomaron un impulso irresistible. Madrid se pone a la cabeza en las movilizaciones obreras durante todo el mes le enero, a la que luego siguen el resto de las zonas del Estado, llegando la lucha al punto culminante en todo el País Vasco durante el mes de marzo.
Ya a principios de diciembre de 1975, 25.000 obreros metalúrgicos de Madrid se habían declarado en huelga y las minas asturianas estaban paralizadas. A comienzos de enero estalla la huelga en el Metro de Madrid. Le siguen las huelgas en Correos y Telefónica. Después Renfe, taxis y cientos de empresas del cinturón industrial de Madrid se ponen en huelga, y el Gobierno se ve obligado a militarizar el Metro y Correos. Solamente en las huelgas del mes de enero en todo el Estado se perdieron 21 millones de horas de trabajo.
Algunas de las empresas más importantes del país, como Ensidesa, Hunosa, Standard Eléctrica, Motor Ibérica, etc., estuvieron en huelga durante meses.
La lucha llegó a su punto más intenso en Vitoria, a comienzos del mes de marzo. Dada la enorme trascendencia que tuvo esta heroica lucha en el conjunto del Estado, y en el seno del propio Gobierno, merece la pena que nos detengamos a describirla brevemente.
La huelga se inició a comienzos de enero en varias fábricas, previa elaboración de una plataforma reivindicativa aprobada en asambleas de trabajadores, cuyos puntos más importantes eran: suba salarial lineal de 5.000 pesetas para romper los topes salariales impuestos por el Gobierno, jornada de 40 horas semanales y jubilación a los 60 años con el 100% del salario. A continuación se eligieron Comisiones Representativas en cada fábrica, formadas por los trabajadores más luchadores, para coordinar las luchas y negociar con la patronal. Estas Comisiones Representativas tenían que responder en todo momento ante las asambleas y sus miembros eran elegibles y revocables en cualquier momento.
La huelga se extiende a las fábricas más importantes de Vitoria, y el paro es total. Se celebran asambleas diarias en cada fábrica para valorar la lucha. Se crea un Comité Central de Huelga de toda Vitoria formado por representantes de todas las fábricas en lucha. Se lanza un boletín diario del comité de huelga donde se informa al conjunto de los trabajadores y de la población de la marcha de la lucha. Se organizan Cajas de Resistencia para sufragar los gastos que ocasiona la movilización y para ayudar a los compañeros con dificultades económicas.
Para evitar el aislamiento de las luchas del conjunto de la población, se organizan asambleas en los barrios obreros y en lo institutos, donde se eligen comités de apoyo a la lucha, que también se integran en el Comité Central de Huelga de Vitoria. Para el día 3 de marzo, después de 54 días ininterrumpidos de huelga, es convocada una nueva huelga general en toda Vitoria. La huelga es total, más de 5.000 personas asisten a la asamblea general convocada en la Iglesia de San Francisco. La policía carga contra la multitud disparando balas de plomo. Mueren tres obreros y más de cien son heridos. Dos obreros más mueren más tarde en el hospital. Al tener conocimiento de estos asesinatos se desata la furia de los trabajadores, que montan barricadas y los disturbios duran hasta la noche. El ambiente es tal que hasta los soldados que ha enviado el Gobierno para sofocar la lucha, y muchos policías, se niegan a retirar las barricadas. El día del funeral, el 5 de marzo, 100.000 trabajadores y sus familias acompañan los cadáveres de los trabajadores asesinados por las calles de Vitoria. Los verdugos de estos trabajadores tienen nombres y apellidos, y permanecen grabados en la conciencia de miles de obreros vitorianos: Manuel Fraga, ministro de Gobernación (actual Ministerio del Interior), y Adolfo Suárez, quien lo sustituye por encontrarse fuera del país. La huelga acaba el día 16, cuando la patronal acepta casi todos los puntos de la plataforma reivindicativa. La victoria de los trabajadores es evidente, pero tiene un sabor amargo.
Los sucesos de Vitoria tienen un efecto eléctrico sobre la conciencia de centenares de miles de trabajadores de todo el Estado. Se convocan huelgas y manifestaciones espontáneas en diferentes partes del país. El día 5 muere asesinado por la policía un obrero de Duro Felguera en Tarragona. Otro trabajador es asesinado en Elda (Alicante). En todas partes se espera la convocatoria de una huelga general. Sin embargo, los dirigentes de CCOO llaman a la calma y no convocan nada. Sólo en el País Vasco, el día 8 de marzo, se convoca la huelga general y 500.000 trabajadores responden como un solo hombre en solidaridad con los obreros de Vitoria. En Basauri (Vizcaya), un joven obrero de 18 años muere de un balazo en la cabeza a manos de la policía.
Era el momento de incrementar la lucha. La situación era claramente prerrevolucionaria en el Estado español. Las condiciones objetivas clásicas para la revolución socialista estaban dadas. El heroísmo que demostraban los trabajadores en cada huelga, en cada manifestación, indicaba que estaban dispuestos a luchar hasta el final. La pequeña burguesía, los pequeños campesinos, pequeños comerciantes, los estudiantes de Universidad, autónomos, etc., miraban cada día con más simpatía la lucha de los trabajadores y, en muchos casos, se unían a ella. La burguesía era presa del pánico y estaba desmoralizada y dividida, completamente aislada de la mayoría de la sociedad.
Los trabajadores sabían muy bien lo que no querían: la represión, la falta de libertades democráticas, el abuso de los patrones, la carestía de la vida, etc. Por otro lado, aspiraban a una sociedad libre, igualitaria y solidaria donde se pudiera vivir dignamente. Pero la inmensa mayoría carecía de un programa y una visión clara y definida de cómo conseguirla y cómo construirla. Para eso hacía falta la existencia de un partido y una dirección revolucionaria que orientara a los trabajadores, lo que los marxistas llamamos el factor subjetivo, que liderara la lucha ligando las reivindicaciones democráticas y laborales más inmediatas y sentidas de las masas, con las necesidad de la lucha por el socialismo mediante la expropiación de los banqueros, monopolistas y terratenientes.
Es una falacia total, y no comprender en absoluto el proceso de toma de conciencia de la clase obrera, el pensar que el 100% de los trabajadores puedan, por sí solos y al mismo tiempo, alcanzar un grado de madurez política tal que llegue a conclusiones revolucionarias perfectamente definidas y acabadas, y que puedan improvisar espontáneamente las consignas, la táctica, y un programa concreto para iniciar la transición del capitalismo a la sociedad socialista. Y todo esto, en todas y cada una de las zonas del Estado, y en todos y cada uno de los diferentes sectores de la clase. Como explicó Trotsky mil veces, no hay ni puede haber tal grado de madurez en la clase obrera bajo el capitalismo. Es precisamente esto lo que justifica la existencia del partido revolucionario. La tarea del partido revolucionario es ayudar a la mayoría de los trabajadores a sacar las últimas conclusiones de sus experiencias revolucionarias, ofreciendo un programa, una estrategia y una táctica correctas que sean asumidos y comprendidos por el conjunto de la clase obrera. Es para esto, precisamente, para lo que fueron creados el PSOE y el PCE en el Estado español. Lo que diferencia una situación prerrevolucionaria de otra claramente revolucionaria, es que en esta última los trabajadores dan un paso más en la lucha y comienzan a organizar sus propios órganos de poder obrero, opuestos al poder burgués. Los sóviets o Consejos Obreros, aunque inicialmente nacen como órganos de coordinación y de dirección de las luchas, terminan asumiendo tareas que cuestionan el poder de la burguesía: control obrero en las fábricas, el orden público, distribución de víveres, el transporte. etc.; y los trabajadores comienzan a sacar la conclusión de que hay que sustituir el poder formal de la burguesía por este naciente poder obrero hasta eliminarlo completamente, para poder iniciar la expropiación de los capitalistas.
Precisamente en Vitoria, como en otros sitios, la clase obrera había ya improvisado embriones de Consejos Obreros, las Comisiones Representativas en cada fábrica, que nacieron como órganos de coordinación de las luchas y que se unificaron en un solo Comité Central de Huelga, dando participación en el mismo a las mujeres, estudiantes, pequeños comerciantes. Es decir, aunque la mayoría de los trabajadores de Vitoria no fuera consciente de ello, habían organizado un auténtico parlamento obrero que representaba a la mayoría social de la ciudad, y bajo la dirección de la clase obrera en lucha. De ahí a comenzar a organizar la sociedad, convirtiéndose en el auténtico centro de poder opuesto a la burguesía, había solamente un paso.
Si esta experiencia de Vitoria se hubiera generalizado a todas las empresas del país, y había suficientes condiciones para haberlo hecho, unificándose en comités centrales de huelga a nivel de cada localidad, comarca, provincia, región y, finalmente, a nivel de todo el Estado, el conjunto de la clase obrera española, y la inmensa mayoría de las masas de la pequeña burguesía, habrían seguido hasta el final a este organismo que representaba el nuevo poder obrero en la sociedad.
A pesar de toda la propaganda vertida, el ejército estaba descompuesto por dentro, como ya señalamos antes. Los soldados, que eran hijos de trabajadores y campesinos, se hubieran negado a disparar contra sus padres y hermanos como ocurrió en Vitoria. Los efectivos de la policía hubieran sido impotentes para reprimir a millones de obreros que salieran a la lucha unida y coordinadamente, y habrían sido desarmados por los propios trabajadores.
El drama para la clase trabajadora es que los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros que entonces tenían la responsabilidad, la confianza y la autoridad suficientes sobre los trabajadores, no estuvieron a la altura de las circunstancias. Habiendo renegado del marxismo en la práctica décadas atrás, no tenían confianza en la revolución ni en la capacidad revolucionaria de las masas para transformar la sociedad. Particular responsabilidad le cabe a la dirección del PCE por ser en aquellos momentos la organización con más influencia dentro del movimiento obrero.
Un ejemplo de que amplios sectores de la burguesía española no tenían apenas esperanza en el mantenimiento del capitalismo en España en aquellos momentos, lo demuestra el propio Areilza, entonces ministro de Gobierno, quien escribía en su diario: «O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria acaba con todo» (“Memorias de la Transición”, El País, pág. 81).
Esta situación prerrevolucionaria se mantuvo hasta el año 1977, y no faltaron ocasiones para la toma del poder por parte de la clase trabajadora en el Estado español.
El Primero de Mayo, día internacional de la lucha de la clase obrera, el Gobierno prohibió cualquier tipo de manifestación. A pesar de la represión policial, y de la mala convocatoria de las manifestaciones, en todas las ciudades y pueblos importantes hubo manifestaciones y marchas que arrastraron miles y miles de trabajadores.
Poco antes, durante el mes de abril, la UGT pudo celebrar su primer Congreso desde los años 30. A pesar de que la UGT era una organización ilegal, el Gobierno tuvo que tolerarlo. Uno de los acuerdos adoptados fue el de proponer a CCOO y USO formar una Coordinadora Obrera para concretar la unidad de acción en las luchas. Dicha coordinadora ya se había formado en Vizcaya, entre estas tres organizaciones, con el nombre de Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS), y pronto se generalizaría al resto del Estado, adoptando ese mismo nombre.
Las huelgas se sucedían sin interrupción, afectando a prácticamente todos los sectores de la clase obrera española: metal, construcción, transportes, jornaleros andaluces, maestros y profesores de Instituto, sanidad, pescadores en Almería, etc. Durante el mes de junio, nuevamente todo el cinturón industrial de Madrid había estado en lucha.
La represión policial continuaba, auxiliada en muchas ocasiones por las bandas fascistas organizadas desde el propio aparato del Estado.
En el mes de mayo tienen lugar los sucesos de Montejurra (Navarra). El 9 de mayo, los carlistas de Carlos Hugo (escisión de carácter izquierdista de los antiguos requetés fascistas) organizaban su concentración anual en este monte navarro, a la que también acudían diversos grupos de izquierda. Ese día, bandas fascistas disuelven la concentración de 3.000 personas a tiro limpio, matando a dos de ellas, una de las cuales era un obrero de Estella. Los asesinos nunca fueron juzgados y después se supo que fueron financiados por miembros del propio Gobierno. También Fraga era, en esos momentos, el ministro de Gobernación. La indignación por estos hechos en todo el Estado fue enorme.
La burguesía era perfectamente consciente de que la utilización del látigo para contener el movimiento (Vitoria, Montejurra, etc) era como arrojar más gasolina sobre el fuego social, por lo que se decidió finalmente a echar a los elementos más estúpidos y reaccionarios del Gobierno, como Arias Navarro y otros, y apostar exclusivamente por un Gobierno de “reformistas”. Aparecía así, por primera vez en la escena, el “superhombre” Suárez como nuevo presidente del Gobierno, en julio de 1976.
El primer Gobierno de Suárez y la Reforma Política
El nuevo Gobierno, bajo la dirección de Suárez, decidió entrar de lleno en negociaciones con la oposición para asegurarse el apoyo de los líderes obreros a los planes de la burguesía.
Mientras tanto, la petición de los derechos democráticos de las nacionalidades históricas conducen también a importantes manifestaciones, donde las organizaciones obreras juegan un papel muy importante. En Cataluña, el 11 de septiembre (la Diada) cerca de un millón de personas se manifestaron en Barcelona por este motivo. Movilizaciones similares se dieron en Euskadi y otros sitios.
En los últimos meses del año, las manifestaciones exigiendo la amnistía total de los presos políticos son constantes. En septiembre la policía y los fascistas asesinan en las manifestaciones a tres personas: en Hondarribia, Madrid y Tenerife. Esta última ciudad queda paralizada por una huelga general total. En el País Vasco se suceden las asambleas, manifestaciones y huelgas en protesta por los asesinatos y exigiendo la amnistía de los detenidos por motivos políticos. Sólo entre Vizcaya y Guipúzcoa paran más de 250.000 trabajadores. En Euskadi, que figuraba a la cabeza de las luchas obreras en todo el Estado, se convocaron dos huelgas generales en septiembre. A finales de 1976 la monarquía juancarlista podía celebrar su primer aniversario con más de treinta trabajadores y jóvenes asesinados por la policía, la Guardia Civil y las bandas fascistas; además de cientos de heridos (algunos de ellos muy graves) y miles de detenidos.
El 12 de noviembre la COS convoca una huelga general en todo el Estado para protestar por las medidas económicas del Gobierno, que planteaban topes salariales y más facilidades para el despido. A pesar de la mala preparación y organización de esta movilización (fue convocada un viernes y la escasa propaganda llegó a la base pocos días antes o incluso el mismo día) pararon más de dos millones de trabajadores, lo que representaba la mayor movilización obrera desde los tiempos de la República. Algunas semanas antes, los conductores de la EMT (autobuses urbanos) de Madrid habían estado ocho días en huelga, y a finales de noviembre se declaran en huelga los trabajadores de la enseñanza.
Para el mes de diciembre, el Gobierno de Suárez convocaba el “Referéndum para la Reforma Política”, donde se proponían una serie de reformas muy limitadas, y que es boicoteado por las organizaciones obreras. Con este referéndum, celebrado sin ningún tipo de garantías democráticas al estar declaradas ilegales las organizaciones obreras, sin poder celebrar mítines públicos ni acceder a los medios de comunicación, el Gobierno buscaba una legitimidad que no tenía en la calle. Los miembros del búnker (los franquistas más recalcitrantes) pedían el voto NO para evitar cualquier tipo de apertura, y el Gobierno el SI bajo el eslogan: «Si quieres la democracia VOTA». En estas condiciones era normal que el referéndum fuera aprobado. No obstante, varios millones de trabajadores, fundamentalmente de los centros industriales del país, se abstuvieron; y los del búnker apenas juntaron el 2,6% de los votos.
En diciembre, se celebró de manera semitolerada el XXVII Congreso del PSOE, como ya indicamos anteriormente. Pero, a pesar de las resoluciones de carácter radical que se aprobaron, en la práctica se evidenciaba ya el comienzo del giro a la derecha que iba a iniciar la dirección del partido, lo que reflejaba el miedo a que las posturas del genuino marxismo alcanzaran una influencia importante entre la base cuando el PSOE fuera legalizado.
Es en esos momentos cuando la dirección del partido, bajo la presión de la socialdemocracia internacional, decide iniciar la caza de brujas dentro del partido para acabar con el ala marxista. Así, en enero de 1977 disuelve el PSOE y las Juventudes Socialistas de Álava, donde las posturas del marxismo tenían mayor fuerza. En los meses siguientes son disueltas las Juventudes Socialistas de Navarra, Sevilla, Cartagena, Madrid, Málaga y otras, en la mayoría de las cuales los marxistas, identificados con las ideas del periódico “Nuevo Claridad” (actualmente “El Militante”), eran los dirigentes de las mismas. A lo largo del año 77 y hasta el 79, sin interrupción, son expulsados del partido burocráticamente centenares de militantes, una gran parte de ellos por identificarse con el periódico “Nuevo Claridad”, cuya venta fue prohibida en el interior de las agrupaciones.
La consecuencia de estos ataques burocráticos fue, en la práctica, la desarticulación y destrucción de las Juventudes Socialistas, además de la de decenas de agrupaciones del partido en todo el país.
La matanza de Atocha
El aparato del Estado había adquirido una cierta independencia en su actuación durante el franquismo con respecto a la burguesía, lo que demostraba la debilidad de esta última. Esto llevaba a los sectores abiertamente fascistas a realizar determinadas acciones que no siempre se correspondían con las necesidades, los intereses y la prudencia que la burguesía española precisaba en cada momento. Para la burguesía, una vez que había llegado a un acuerdo con los dirigentes obreros, un golpe sangriento de los fascistas no podía sino provocar las iras de las masas y eso podía “estropearlo” todo. El problema para la burguesía es que no podía prescindir de este aparato porque lo necesitaba intacto para mantener a raya a la clase obrera, ante cualquier eventualidad. Sólo un Gobierno de los partidos obreros podría limpiar de fascistas y reaccionarios la policía, la Guardia Civil y el ejército.
A comienzos de enero del 1977, un sector del aparato del Estado, en complicidad con las organizaciones y bandas fascistas Fuerza Nueva y Guerrilleros de Cristo Rey, deciden pasar a la acción de manera organizada mediante una campaña de asesinatos para crear un clima de terror entre los trabajadores y así justificar un golpe de Estado de los militares.
El día 23 de enero, el conocido fascista argentino Jorge Cesarski asesina por la espalda de un disparo al estudiante madrileño Arturo Ruiz, en una manifestación pro amnistía. Ese mismo día, los GRAPO secuestran al teniente general Emilio Villaescusa. Al día siguiente se convoca otra manifestación en protesta por el asesinato de Arturo Ruiz, y cae asesinada por la policía la también estudiante Mª Luz Nájera. Mientras tanto, bandas fascistas recorrían Madrid provocando y atemorizando a la gente en la calle.
Ese mismo día, por la noche, varios pistoleros fascistas asesinan a sangre fría a cinco abogados laboralistas de CCOO en su despacho de la calle Atocha de Madrid. La tensión entre las masas, que crecía por momentos después de conocerse los dos primeros asesinatos, amenazaba con desbordarse abiertamente cuando se conoció este último crimen. La burguesía y el Gobierno estaban muertos de pánico ante la posible reacción de las masas.
Todo el mundo estaba pendiente de la convocatoria de una huelga general, mientras que la indignación y la rabia amenazaban con estallar en cualquier momento. Los únicos que podían frenar a las masas eran los dirigentes del PCE y en menor medida los del PSOE, por su menor influencia esos momentos. En lugar de llamar a la huelga general, pidieron calma. Carrillo declaraba a la prensa que «había que apoyar al gobierno» y que «no hay que responder a la provocación». Hicieron lo indecible para desactivar cualquier tipo de protesta, y lo consiguieron. A pesar de todo, más de 300.000 trabajadores se declararon en huelga en Madrid el día 26, coincidiendo con el entierro de las víctimas. Hubo paros también importantes en Euskadi y manifestaciones.
El PCE desplegó un formidable servicio de orden, formado por varios miles de militant