La historia del soviet (consejo) de los diputados obreros de San Petersburgo es la historia de cincuenta jornadas. Desde el 13 de octubre de 1905 en que se celebró la sesión fundacional hasta el 3 de diciembre en que fue disuelto por la tropas gubernamentales.

¿Cómo pudo lograr en tan poco tiempo una posición indiscutible no sólo en la historia del proletariado ruso sino incluso en la de la revolución rusa? 

El consejo organizaba a las masas, dirigía las huelgas políticas y las manifestaciones, armaba a los obreros…

Otras organizaciones habían hecho lo mismo antes que él, lo hacían al mismo tiempo y continuarían haciéndolo tras su disolución. Pero la diferencia consistía en que el consejo era, o al menos aspiraba a ser, un órgano de poder. El proletariado, y la prensa reaccionaria, denominaban al consejo «gobierno obrero», y es que de hecho el consejo representaba realmente un embrión de gobierno revolucionario. El consejo ejercía el poder allí donde ya se encontraba en sus manos y luchaba por él allí donde aún residía en manos del Estado militar-policiaco. Antes del consejo ya existían organizaciones revolucionarias proletarias, en su mayor parte socialdemócratas. Pero se trataba de organizaciones que evolucionaban en su seno y cuya lucha tenía como objetivo intentar conquistar influencia entre las masas. El consejo en sí era la organización del proletariado y su objetivo la lucha por el poder revolucionario.

Al mismo tiempo el consejo era la expresión organizada de la voluntad de clase del proletariado. En la lucha por el poder aplicaba los métodos que implica el hecho de que el proletariado es una clase: su papel en la producción, su masa, su homogeneidad social. Además vinculaba la lucha por el poder a la dirección inmediata de toda actividad social autónoma de las masas obreras; a menudo incluso se encargaba de arbitrar en los conflictos entre los representantes individuales del capital y del trabajo.

Pero aunque condujo a la victoria diversas huelgas y medió con éxito en diversos conflictos entre obreros y patronos, no fue porque existiera expresamente para estos cometidos. Al contrario, allí donde existía un sindicato potente éste se mostraba tan dispuesto como el consejo para dirigir la lucha sindical; la intervención del consejo sólo tenía importancia en función de la autoridad universal de que gozaba. Una autoridad que se debía al hecho de cumplir con sus tareas fundamentales, las tareas de la revolución, que iban mucho más allá de los límites de cada oficio y de cada ciudad y conferían al proletariado como clase un lugar entre las primeras filas de combatientes.

El instrumento principal del consejo fue la huelga política de masas. Una huelga de este tipo tiene la virtud de desorganizar el poder del Estado. Y cuanto más grande es la «anarquía» que produce, más cerca está la huelga de lograr sus objetivos. Pero esto sólo es cierto si a esta anarquía se llega por medios no anarquistas. La clase que día tras día hace funcionar el aparato de producción y al mismo tiempo la maquinaria del poder, la clase que cesando de trabajar en bloque no solo paraliza la industria sino todo el aparato estatal, debe estar suficientemente organizada para no convertirse en la primera víctima de la anarquía que ha originado. Cuanto en mayor medida estrangula la huelga la organización estatal existente, en mayor medida debe asumir la organización de la huelga las funciones del Estado.

El consejo de los diputados obreros proclamó la libertad de prensa. Organizó patrullas de calle para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Dominaba casi por completo el correo, el telégrafo y los ferrocarriles. Intentó instaurar la jornada de ocho horas con carácter obligatorio. Paralizando mediante la huelga al Estado absolutista, introdujo su propio orden democrático en la vida de las clases trabajadoras de la ciudad.


II

Tras el 9 de enero de 1905, la revolución demostró que predominaba en la cabeza de las masas obreras. El 14 de junio demostró, con la rebelión del acorazado «Potemkin Tavvitchesky», que podía convertirse en una fuerza material. Con la huelga de octubre demostró que podía desorganizar, paralizar y poner de rodillas al enemigo. Y haciendo surgir por todas partes los consejos obreros, mostró que era capaz de crear una forma de poder. Ahora bien, un poder revolucionario no puede apoyarse más que sobre una fuerza revolucionaria activa. El desarrollo de la revolución rusa puso de manifiesto que excepto el proletariado, ninguna clase social está dispuesta o es susceptible de apoyar el poder revolucionario. El primer acto de la revolución fue la lucha que opuso el proletariado a la monarquía en la calle. La primera victoria seria de la revolución se logró mediante una verdadera herramienta de clase del proletariado, la huelga política. Y el primer órgano embrionario de poder revolucionario fue un órgano de representación del proletariado. En la historia rusa moderna, el consejo es la primera forma de poder democrático. El consejo representa el poder organizado de la masa misma sobre cada una de sus partes. Constituye la verdadera democracia no especulada, sin dos cámaras, sin burocracia profesional, en la que los electores tienen derecho a revocar a sus representantes cuando lo estimen oportuno. El consejo dirige sin intermediarios, mediante sus miembros, diputados obreros electos, todas las manifestaciones sociales del proletariado en su conjunto y de sus diferentes sectores, organiza sus acciones de masa, le proporciona sus consignas y su bandera. Esta dirección organizada de la masas autónomas ha visto por primera vez la luz en suelo ruso.

El absolutismo dominaba a las masas pero no las dirigía. Creaba de forma mecánico un marco externo para la actividad de las masas y obligaba a pasar por él a los elementos díscolos de la nación. El ejército era la única masa que dirigía el absolutismo. Pero incluso en él dirigir no era otra cosa que mandar. Amontonando a los elementos que componían el ejército, el absolutismo anulaba en ellos todo vínculo moral. Lo substituía por la igualdad de las condiciones físicas y sometía su voluntad a la hipnosis embrutecedora del cuartel. Pero ahora, incluso la dirección de esta masa atomizada e hipnotizada escapa cada vez más de la influencia del absolutismo.

El liberalismo, por su parte, carecía de suficiente fuerza entre nosotros para dar órdenes a las masas y no tenía suficiente iniciativa para guiarlas. Cuando las masas hacían una aparición pública, y aunque ésta le reforzara directamente, reaccionaba como ante un fenómeno natural henchido de peligros, como un terremoto o una erupción volcánica.

El proletariado entró en el terreno de la revolución como una masa autónoma, con una total independencia política frente al liberalismo burgués.

«El consejo era la organización de clase de los obreros» -y ahí residía la fuente de su potencia en la lucha. Sucumbió en el primer periodo de su existencia, no podía ser de otra forma, no porque las masas urbanas lo abandonasen sino porque generalmente la revolución en las ciudades está reducida a unos límites. Las razones de su caída hay que buscarlas en la pasividad del campo y la inercia de los elementos campesinos del ejército. Su posición política entre la población urbana fue tan sólida como se podía desear.

El censo de 1897 arrojaba una población «activa» de cerca de 820.000 personas en San Petersburgo de los que unos 433.000 eran obreros y empleados domésticos. Es decir, el proletariado constituía el 53% de la ciudad. Si hubiéramos incluido a la población no activa la cifra hubiera sido un poco inferior (50,8%), ya que la mayoría de proletarios carecía de familia. En cualquier caso el proletariado constituía más de la mitad de la población petersburuesa.

El consejo de diputados obreros no era el representante oficial del casi medio millón de personas que formaban la población obrera de la capital. Organizaba a cerca de 200.000, en la mayoría obreros que trabajaban en la industria, y aunque su influencia política, directa e indirecta, era muy amplia, sectores importantes del proletariado (obreros de la construcción, criados, jornaleros, carreteros) quedaron casi por completo fuera de su radio de acción.

Sin embargo no cabe la menor duda de que el consejo expresaba los intereses de esta masa proletaria «en su conjunto». Si, en las fábricas, existían también elementos reaccionarios todo el mundo veía como su número disminuía no solo día tras día sino de hora en hora. Entre las masas proletarias de San Petersburgo sólo podía haber partidarios del dominio político del consejo, no enemigos. La única excepción eran los criados privilegiados, los criados de los lacayos cubiertos de condecoraciones de la alta burocracia, los cocheros de los ministros, de los especuladores de la Bolsa y de las cocottes, todos conservadores y monárquicos de profesión.

Entre la intelectualidad, tan numerosa en San Petersburgo, el consejo tenía más amigos que enemigos. Miles de estudiantes reconocían la dirección política del consejo y apoyaban sus iniciativas.

La intelectualidad diplomada y asalariada estaba por completo de su lado, salvo los elementos que se habían dejado llevar irremediablemente por la inercia. El apoyo activo que recibió la huelga de correos y telégrafos también atrajo la atención de las capas inferiores del funcionariado hacia el consejo. Todos los explotados de la ciudad, la gente honesta, quienes conservaban alguna energía, se sentían, instintiva o conscientemente, atraídos por el consejo.

¿Quienes se oponían a él? Los representantes del bandolerismo capitalista, los especuladores de la Bolsa que juegan con el alza de los precios, los patronos, los negociantes y los exportadores para quienes la huelga representaba pérdidas, los proveedores del hampa de cuello blanco, la banda del consejo municipal petersburgués, esa mafia de propietarios inmobiliarios, la alta burocracia, las cocottes mantenidas a costa de los presupuestos del Estado, los dignatarios, personajes públicos generosamente pagados, los partidarios de «Novoye Vremya», el departamento de policía, y, en general, todo lo que había de rapaz, grosero, disipado y condenado a desaparecer. Entre el ejército del consejo y sus enemigos habían también elementos políticamente indiferentes, dubitativos o inseguros. Los sectores más atrasados de la pequeña burguesía, que aún se mantenían al margen de la política, no tuvieron tiempo para observar suficientemente al consejo e interesarse por él. Pero por la naturaleza de sus propios intereses se encontraban más próximos al consejo que al antiguo poder.

Los políticos profesionales que había entre la intelectualidad, los periodistas radicales que no saben lo que quieren, los demócratas roídos por el escepticismo, proferían gruñidos condescendientes hacia el consejo, enumeraban sus errores y, en general, dejaban entender que en el caso de que ellos hubieran estado a la cabeza de esta institución hubieran conseguido la felicidad eterna para el proletariado. Pensemos que la total impotencia de estos señores les excusa.

En todo caso, el consejo era efectivamente el órgano de la mayoría significativa de la población. Sus enemigos en la capital no hubieran representado peligro alguno para su poder político si no hubieran encontrado la protección del absolutismo, aún bien vivo, que a su vez se apoyaba en los elementos atrasados de un ejército compuesto de campesinos. «La debilidad del consejo no era inherente a él» sino «la debilidad de una revolución puramente urbana». Esos cincuenta días representaron el período de mayor vigor de la revolución y el consejo fue su instrumento en la lucha por el poder. El carácter de clase del consejo vino determinado por la rigurosa división en clases de la población urbana y la profunda antinomia política entre el proletariado y la burguesía capitalista -incluso en el marco históricamente limitado de la lucha contra el absolutismo. Tras la huelga de octubre, la burguesía capitalista frenó abierta y conscientemente la revolución, la pequeña burguesía se reveló demasiado insignificante como para poder jugar un papel autónomo. El proletariado fue el jefe incontestable de la revolución urbana y «su» organización de clase fue su instrumento en la lucha por el poder.


III

Cuanto más desmoralizado estaba el gobierno, más fuerte se sentía el consejo. Conforme aumentaba la desorientación e incapacidad del antiguo poder del Estado, aumentaba la atracción del consejo sobre las masas no proletarias.

La huelga política de masas (general) era el principal instrumento con que contaba el consejo. Uniendo a todos los sectores del proletariado por un vínculo revolucionario directo y manteniendo la energía de los obreros de todas las empresas gracias a la autoridad y fuerza de la clase, el consejo podía paralizar toda la vida económica del país. Pues aunque los medios de producción y transporte seguían siendo propiedad privada de los capitalistas, y en parte del Estado, y el poder estatal seguía estando en manos de la burocracia, el consejo «disponía» de los medios de producción y transporte nacionales, al menos en la medida en que se trataba de «paralizar» la vida económica y política regular. Precisamente fue su capacidad, demostrada con hechos, para organizar la vida económica y sumir en la anarquía los asuntos oficiales del Estado lo que hizo del consejo lo que fue. En estas condiciones hubiera sido la más desesperada de las utopias el buscar un medio de hacer coexistir el consejo y el antiguo gobierno. Y sin embargo, si se quiere resumir el verdadero fondo de todas las objeciones que se han manifestado contra la táctica del consejo se apreciará que todas parten de una misma y quimérica idea: tras octubre, y apoyándose en todas las conquistas arrancadas al absolutismo, el consejo hubiera debido preocuparse por organizar a las masas y abstenerse de cualquier otra iniciativa agresiva.

Ahora bien, ¿en qué consistió la victoria de octubre?

Aunque el proletariado tenga derecho a reclamar todo el mérito histórico de la victoria, ello no impide a su partido apreciar lúcidamente los resultados obtenidos.

No cabe duda alguna que tras el asalto de octubre el absolutismo abandonó la partida. Pero propiamente hablando no había perdido la batalla, solamente había evitado el enfrentamiento. No hizo tentativa sería alguna para oponer su ejército campesino a las ciudades en rebelión. Claro que no se abstuvo por razones humanitarias, sino porque había perdido todo rastro de coraje y el dominio de sí mismo. Los elementos liberales de la burocracia, que esperaban pacientemente su turno, cobraron ventaja y cuando la huelga empezó a dar muestras de agotamiento publicaron el manifiesto del 17 de octubre, la abdicación de principios del absolutismo. Pero toda la organización material del poder, la jerarquía funcionarial, la policía, la justicia, el ejército, seguían siendo como antes propiedad personal de la monarquía. ¿En estas condiciones que táctica debía y podía seguir el consejo?

Su fuerza estribaba en el hecho de que apoyándose en el proletariado productivo era capaz de privar al absolutismo de la posibilidad de utilizar el aparato material del poder. Desde este punto de vista la actuación del consejo significaba la organización de la «anarquía». Si continuaba existiendo y desarrollándose ello significaba el incremento de la «anarquía». La coexistencia permanente era imposible. El futuro conflicto ya estaba inscrito en la semi-victoria de octubre, su base material.

¿Qué podía pues hacer el consejo? ¿Debía fingir que no había previsto la ineluctabilidad del conflicto? ¿Debía aparentar haber organizado a las masas para festejar un régimen constitucional? ¿Quién le habría creído? ¡Por supuesto que ni el absolutismo ni las masas obreras!

Mas tarde, el ejemplo de la duma nos demostró cuan mezquina defensa representa una corrección superficial, una forma vacía de lealtad, en la lucha contra el absolutismo. Para prestarse a una táctica de hipocresía constitucional hubiera sido preciso que el consejo hubiera estado hecho de otra pasta. Pero incluso en el caso de que hubiera sido así, ¿qué habría sucedido? Lo mismo que más tarde le sucedió a la duma. El consejo no podía hacer más que «reconocer que el enfrentamiento directo era inevitable» a corto plazo y no disponía de otra táctica que no fuera el «prepararse para la insurrección».

¿Y en qué podían consistir estos preparativos sino en extender y consolidar los atributos del consejo que le permitían paralizar el poder del Estado y constituían su fuerza? Evidentemente, los esfuerzos -inscritos en su naturaleza- que el consejo hacía para consolidar y extender su poder, aceleraban inevitablemente el conflicto.

El consejo cuidó -cada vez más- de extender su influencia entre el ejército y el campesinado. En noviembre llamó a los obreros a mostrar activamente su solidaridad fraternal con un ejército que estaba empezando a despertar de su letargo. No haberlo hecho hubiera sido no preocuparse de acrecentar sus fuerzas. Hacerlo correctamente era ir al encuentro del conflicto.

¿Hubiera habido, por casualidad, una tercera vía? ¿Acaso hubiera tenido que apelar a la pretendida «razón de Estado» del gobierno? ¿Hubiera podido, hubiera debido observar la frontera que separa los derechos del pueblo de los privilegios de la monarquía y detenerse ante este límite sagrado? Pero, ¿quién hubiera garantizado que la monarquía no traspasaría ese límite? ¿Quién hubiera sido el encargado de preparar la paz, o al menos un armisticio provisional, entre los dos adversarios? ¿El liberalismo? Una se sus comisiones propuso el 18 de octubre al conde Witte, como signo de reconciliación con el pueblo, retirar las tropas de la ciudad.

«Vale más quedarse sin electricidad ni agua que sin tropas», respondió el ministro.

Es del todo evidente que el gobierno no tenía intención alguna de deponer las armas. ¿Qué posibilidades tenía pues el consejo? O bien apartarse y dejar todos los asuntos en manos de la cámara conciliadora, la futura Duma del Imperio -lo que en verdad ansiaba el liberalismo. O bien tenía que prepararse para defender con las armas en la mano todo lo que había conquistado en octubre y, si fuera posible, organizar nuevos asaltos. Ciertamente ahora tenemos la completa evidencia de que la cámara conciliadora se ha convertido en escenario de un nuevo conflicto revolucionario. Por lo tanto, el rol objetivo de la duma no hizo más que confirmar la justeza de la hipótesis mediante la que el proletariado dedujo su táctica. Pero no es necesario llegar tan lejos. Es legítimo preguntarse: ¿qué es lo que podía y debía garantizar la reunión de esta «cámara conciliadora» que no podía conciliar a nadie? ¿Otra vez la razón de Estado de la monarquía? ¿O una solemne promesa por su parte? ¿O la palabra de honor del conde Witte? ¿O las procesiones de la nobleza rural a Peterhof por la puerta de servicio? ¿O las advertencias de Mendelssohn? O bien el famoso «curso natural de las cosas» por el que el liberalismo se descarga de todos su problemas desde que la historia le confía su solución a su iniciativa, a su energía, a su razón.


IV

Si se reconoce -y es imposible no hacerlo- que tras la semi-victoria de octubre las cosas se presentaban como acabamos de decir, aún debe uno preguntarse si el consejo se preparó como debía para este conflicto inevitable. A este respecto, la prensa burguesa democrática ha lanzado diversas acusaciones que desgraciadamente han tenido algún eco en la prensa del partido.

Si les damos crédito, el principal fallo del consejo y de los partidos revolucionarios consistió en agitar mucho y organizar poco. Por ello no pudo rechazarse con suficiente fuerza el asalto contrarrevolucionario. Pero nosotros no comprendemos bien qué tipo de organización tienen en mente estos acusadores.

El consejo organizaba alrededor de 200.000 obreros. Todas las fábricas tenían su centro organizativo: el colegio de diputados de la fábrica. Todos los barrios el suyo: la asamblea de los diputados de distrito. Y, finalmente, el conjunto del proletariado petersburgués tenía el suyo: el consejo. Se trataba de una vasta organización, libre, influyente y dotada de iniciativa. Se desplegó simultáneamente una intensa actividad para fundar sindicatos, que aspiraban vivamente a unirse. Disponían de un órgano coordinador: el buró central de los sindicatos. A partir de la delegación de las diversas empresas, el consejo mismo asumía la representación de las organizaciones de ramo. En su último período de existencia estaban representados dieciséis sindicatos.

Naturalmente, se le puede reprochar al consejo el haber organizado tan solo doscientos mil obreros y no cuatrocientos o quinientos mil. Se les puede reprochar al consejo y a la socialdemocracia no haber organizado más que dieciséis, y no treinta o cuarenta, sindicatos o no haber organizado a todo el proletariado en estas uniones. ¡Pero hay que tener en cuenta que para toda esta tarea la historia no concedió mas que «cincuenta días»! La socialdemocracia hizo mucho, pero no podía hacer milagros.

¿Fue acertado el trabajo de organización interna del partido? ¿No dejó pasar estos cincuenta días sin aprovecharlos bien? En la medida en que se trataba de armar a cientos de miles de obreros en el plazo más breve posible, el partido no podía hacer nada mejor que empeñar todas sus fuerzas para organizar y consolidar el consejo. Al fin y al cabo el consejo era íntegramente «su» trabajo. En lo tocante a su propia organización, al partido se le presentaban dos opciones: la vía conspirativa y la abierta. En nuestras filas, nadie con dos dedos de frente dudaba que el asalto de la contrarrevolución contra las organizaciones obreras abiertas era inevitable. Sin embargo, en unos momentos en que la vida política de las masas era intensa y abierta hubiera sido una completa estupidez dirigir toda la organización del partido en la clandestinidad. Para que el trabajo de agitación prosperase era indispensable que el partido saliera a la luz pública por medio de secciones y clubes socialdemócratas. Pero era evidente que estas organizaciones sufrirían en diciembre la misma suerte que el consejo de los diputados obreros, la federación campesina y todas las demás uniones sindicales, con las federaciones de ferroviarios, correos y telégrafos a la cabeza. Diciembre deriva de octubre como la conclusión de la hipótesis. El resultado de diciembre se explica naturalmente porque en ese momento del desarrollo revolucionario la reacción era mecánicamente más fuerte que la revolución. El liberalismo, está claro, estima que en todas las circunstancias se debe suplir la falta de fuerzas con unos pies ligeros. Para él, la táctica realmente valerosa, madura, reflexiva y adaptada consiste en desertar en el momento decisivo. Claro que puede hacerlo porque tiene la inmensa ventaja de tener esos pies ligeros, ya que no carga con la confianza de las masas ni es responsable ante ellas. Pero si la socialdemocracia o el consejo hubieran cedido sin luchar en diciembre, habrían despojado de contenido no sólo la manifestación de noviembre sino todos los esfuerzos derrochados y la victoria lograda en octubre. Hubiera significado, junto a la derrota material producto de la relación de fuerzas, la derrota moral producto de la traición que era la deserción.

Hemos dicho que diciembre era consecuencia directa e inevitable de octubre. Desde este punto de vista, las divergencias de opinión en la apreciación de la huelga de noviembre y de la lucha por la jornada de ocho horas tienen una importancia secundaria. Actualmente, cuando se observa retrospectivamente la actuación del consejo, la lucha por la jornada de ocho horas suscita cierto número de opiniones divergentes. No se trata cuestionar el hecho de la huelga de noviembre, pero ciertos socialdemócratas influyentes han puesto en duda su oportunidad. Por nuestra parte afirmamos lo siguiente: si la huelga de noviembre fue un error, si la instauración de la jornada de ocho horas por la fuerza fue otro mayor -opiniones que no compartimos en absoluto-, fueron dos errores de menor importancia. No modificaron la situación política, pues no fueron estos dos errores los que originaron la oposición entre el poder que se apoya en los soldados y el que lo hace en los obreros. Con o sin errores, el conflicto de diciembre estaba inscrito ya en esta situación contradictoria. La derrota de diciembre estaba prefigurada en la correlación de fuerzas. Más al sur, en los países bálticos, en el Cáucaso, no hubo ni huelga de noviembre ni instauración forzosa de la jornada de ocho horas. Y sin embargo las cosas sucedieron igual en todas partes y en diciembre se produjo el conflicto y la derrota.


V

Puesto que no se pueden encontrar las razones de la derrota en la táctica seguida, ¿acaso estarían en la «composición» del consejo? Se ha dicho que el pecado original del consejo era su carácter de clase. Para convertirse en órgano de la revolución nacional, se dice, era preciso que el consejo ampliara su base y estuvieran representadas en él «todas» las capas sociales. Ello hubiera consolidado la influencia del consejo y reforzado su poder.

¿Es eso cierto?

La fuerza del consejo provenía del papel que juega el proletariado en la economía capitalista. La tarea del consejo no consistía en transformarse en una parodia de Parlamento, sino en crear las condiciones del parlamentarismo. Tampoco tenía que organizar la representación equitativa de los intereses de los diferentes grupos sociales, sino organizar la lucha revolucionaria del proletariado. Su principal arma era la huelga política de masas, un método privativo de la clase de los obreros asalariados, del proletariado. La unidad de clase eliminaba las fricciones internas en el consejo y le confería la capacidad de iniciativa revolucionaria.

¿De qué forma se podía ampliar la composición del consejo? Se hubiera podido admitir a los representantes de profesiones liberales. Aunque no hubieran aportado nada al consejo podemos suponer que no le habrían molestado demasiado. Es inútil añadir que eso no hubiera cambiado para nada la fisonomía de clase del consejo.

¿Qué otros grupos sociales podrían haber estado representados? ¿El congreso de loa «zemstvos»? ¿El comercio y la industria?

El congreso de los «zemstvos» se reunió en Moscú en noviembre para deliberar sobre la cuestión de las negociaciones con el ministerio del conde Witte, pero no se le ocurrió plantearse la cuestión de las negociaciones con el consejo obrero.

Durante las sesiones del congreso estalló la insurrección de Sebastopol, lo que inmediatamente desplazó hacia la derecha a los representantes de los zemstvos . Miliukov tuvo que serenar al congreso con un discurso que decía en substancia que, a Dios gracias, la insurrección ya había sido aplastada. ¿Cómo hubieran podido llevar a cabo una acción revolucionaria común estos señores y los diputados obreros que saludaron a los insurrectos de Sebastopol? Uno de los dogmas, medio sincero, medio hipócrita, del liberalismo es la exigencia de que el ejército se mantenga al margen de la política. El consejo, por su parte, desplegó una intensa actividad para conducir al ejército a la política revolucionaria. ¿Sobre qué bases se podía haber llegado a una acción común en este terreno? ¿Qué hubieran podido aportar estos señores a la actividad del consejo excepto una oposición sistemática, debates inacabables y la desmoralización interna? ¿Qué hubieran podido aportarnos, aparte de advertencias y consejos como los que abundaban en la prensa liberal? Es muy posible que los cadetes y los octubristas tuvieran a su disposición la verdadera «razón de Estado», pero eso no implicaba que el consejo hubiera de transformarse en un club de debate político y educación mutua -era preciso que fuera un órgano de «lucha», y lo fue.

Mientras que, para el consejo, la huelga general era la única condición previa para la insurrección, donde los elementos no proletarios podían encontrar su sitio junto a los obreros, y mientras el consejo pedía a todos los grupos revolucionarios que prepararan con él la huelga directa e inmediatamente, el liberalismo burgués veía en la huelga política, de la que no podía formar parte activa, un método de lucha que había perdido toda eficacia y exigía la parte del león en la dirección de una lucha cuyo peso recaía exclusivamente sobre el proletariado.

¿Qué es lo que podían añadir a la potencia del consejo los representantes del liberalismo y la democracia burgueses? ¿Cómo hubieran podido enriquecer sus métodos de lucha? Basta con recordar el papel que jugaron en octubre, en noviembre, en diciembre, o con recordar la resistencia que opusieron estos elementos a la disolución de su duma, para comprender que el consejo podía y debía seguir siendo una organización de clase, es decir, una organización de lucha. Algunos diputados burgueses podían aumentar su importancia «numérica», pero eran absolutamente incapaces de incrementar su «potencia».


VI

La tarea central de la revolución es la lucha por el poder. Estas cincuentas jornadas y su sangrienta conclusión no sólo han mostrado que en Rusia las ciudades constituyen una base demasiado estrecha para esta lucha, sino que, en los límites de la revolución urbana, una organización local no puede asumir la dirección del proletariado. La batalla del proletariado en nombre de tareas «nacionales» exigía una «organización de clase de envergadura nacional». El consejo de Petersburgo era una organización local. Pero la necesidad de una organización central era tal que, de buen grado o no, tuvo que asumir las funciones. Desde esta perspectiva hizo todo lo que pudo, pero siguió siendo ante todo el consejo de diputados de «Petersburgo». Ya en la época del primer consejo se manifestó claramente la necesidad de un congreso obrero panruso, que inevitablemente habría supuesto la fundación de un órgano central. La derrota de diciembre impidió que esta tarea llegara a buen puerto. Quedó como un legado de estos cincuenta días. La idea del consejo echó raíces en la mente de los obreros, al igual que la necesidad previa de la irrupción revolucionaria de las masas. La experiencia demostró que el consejo no estaba adaptado ni era posible en todas las circunstancias. La organización del consejo significa objetivamente que surge la posibilidad de desorganizar al gobierno, significa la organización de la «anarquía», por lo tanto la condición necesaria para un conflicto revolucionario. Si un período de calma chicha en la revolución y triunfo desmesurado de la reacción excluye la posibilidad de un órgano de masas público, elegido, influyente, no cabe duda alguna que el próximo asalto de la revolución significará la constitución de consejos obreros por doquier. El consejo obrero panruso, organizado por la unión de todos los obreros del país, asumirá la dirección de las organizaciones locales elegidas por el proletariado. Claro que lo esencial no es el nombre ni los detalles de las organizaciones, sino su actividad: la dirección democrática y centralizada del proletariado en la lucha para poner el poder en manos del pueblo. La historia no se repite jamás, y el nuevo consejo no tendrá que pasar otra vez por los mismos acontecimientos de estos cincuenta días, sino que de este período podrá extraer un programa de acción completo. Y este programa está perfectamente claro: cooperación revolucionaria con el ejército, el campesinado y las capas populares de la población urbana.; abolición del absolutismo; destrucción de su organización material: en parte cambio radical, en parte disolución inmediata del ejército, disolución del aparato policial burocrático; jornada de ocho horas; armamento de la población, sobre todo del proletariado; transformación de los ayuntamientos en órganos de auto-administración de las ciudades; fundación de consejos de diputados campesinos como órganos de la revolución agraria; organización de elecciones a la Asamblea constituyente y campaña electoral en base a un programa determinado de trabajos de la representación popular.

Un plan de este tipo es más fácil de formular que de poner en práctica. Pero, si la revolución debe vencer, el proletariado ruso se verá obligado a seguir precisamente este programa. Desplegará una actividad revolucionaria como jamás ha visto el mundo. La historia de estos cincuenta días no será entonces más que una página menor en el gran libro de la lucha y victoria del proletariado.


Escrito: 1906
Primera Edición: Neue Zeit. 1907
Digitalización: Germinal
Fuente: T.O.T.A.L [*]
Esta Edición: Marxists Internet Archive, 2000


* Texto inédito en francés [y español], traducido del alemán a partir de un artículo publicado en la Neue Zeit en 1907 [Título ruso: «Sovet i revolyutsiya: Pyat desyat dnei»], transcrito para la web por T.O.T.A.L a partir de una versión francesa de Gérard Billy. Ciertos párrafos de este artículo figuran también en el capítulo «Conclusiones» de la obra «1905». Dicho capítulo es un análisis más completo.