El amanecer de todo, del antropólogo anarquista David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, ha sido ampliamente promocionado como una nueva visión radical de la historia humana tanto en la prensa dominante como en la izquierda. En este artículo, Joel Bergman somete esta obra a una rigurosa crítica marxista y expone los fallos fatales inherentes a la visión idealista del desarrollo histórico de los autores.
En otoño de 2021 se publicó un nuevo libro titulado The Dawn of Everything: A New History of Humanity (El amanecer de todo: una nueva historia de la humanidad), del antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow. Viniendo de Graeber, un anarquista bien conocido por su participación en el movimiento #Occupy que falleció en 2020, el libro ha sido bien recibido por muchos en la izquierda. Sin embargo, al examinarlo más de cerca, El amanecer de todo resulta ser una apología conservadora del statu quo, que socava nuestra capacidad de comprender la sociedad y, por tanto, de transformarla.
¿Una nueva ciencia de la historia?
El amanecer de todo nos presenta una promesa audaz se mire por donde se mire. Los autores afirman «dar la vuelta a la narrativa convencional» y, además, nos anuncian que «no solo presentaremos una nueva historia de la humanidad, sino que invitaremos al lector a que se adentre en una nueva ciencia de la historia, una que devuelve a nuestros ancestros toda su humanidad».
La tesis central de este libro es que los seres humanos podemos cambiar nuestra estructura social independientemente de nuestras condiciones materiales. De hecho, todo el método de este libro consiste en argumentar que la «voluntad humana» -el libre albedrío- y las ideas son los factores determinantes del desarrollo de la historia y que las únicas leyes que rigen el desarrollo histórico son las que «creamos nosotros».
Durante la inmensa mayoría de la historia de la humanidad, los autores sostienen que hemos «transitado fluidamente entre distintas disposiciones sociales, alzando y desmantelando jerarquías de modo habitual». Por tanto, nos dicen, el método científico de buscar los factores determinantes del desarrollo social más allá de la mente humana, no sólo niega a nuestros antepasados su voluntad y, por tanto, su «humanidad», sino que se basa en supuestos falsos y debe ser abandonado.
En consecuencia, las diversas explicaciones materialistas que se han propuesto para fenómenos como el auge de la realeza, la explotación de clase y la opresión de la mujer, son simplemente «mitos», que no hacen sino enturbiar nuestra comprensión del pasado. En su lugar, deberíamos preguntarnos «cómo nos quedamos atascados» en la creencia de que no podemos organizar la sociedad de otra manera. Este punto de inflexión es el llamado «amanecer de todo» que da nombre al libro: el momento en que todas nuestras ideas sobre cómo puede organizarse la sociedad quedaron fijadas.
Esto representa un enorme ataque a cualquier estudio científico de la historia y, como veremos, al marxismo en particular, aunque de forma más disimulada. Pero incluso si juzgamos El amanecer de todo en sus propios términos, su método idealista hace imposible que Graeber y Wengrow nos proporcionen respuesta alguna a las preguntas que plantean. Como era de esperar, en más de 600 páginas de texto y notas [más de 1700 en la edición en español], los autores nunca explican cómo «nos quedamos atascados».
Libre albedrío y determinismo
La contraposición de la «libertad» a lo que Graeber y Wengrow llaman «determinismo» en realidad no hace sino devolvernos a un viejo debate filosófico sobre la relación entre libertad y necesidad. Aplicado a la historia de la humanidad, se trata de un debate sobre hasta qué punto los acontecimientos y las instituciones que surgen a lo largo de la historia están moldeados por la libre elección de los individuos que componen la sociedad, o por leyes objetivas que escapan a su conocimiento y control.
Durante miles de años, filósofos e historiadores se han enfrentado a una aparente contradicción. Por un lado, los acontecimientos históricos se componen de las acciones de individuos que son seres humanos conscientes, motivados por su propia voluntad. Pero, por otro lado, el desarrollo de la sociedad humana en su conjunto muestra un notable grado de uniformidad, lo que apoya la idea de que se rige por leyes que son independientes de cualquier voluntad humana.
Marx resolvió célebremente esta contradicción de la siguiente manera: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado».
Los historiadores anteriores habían reconocido que nuestras ideas no caen del cielo, sino que están moldeadas por nuestro entorno, incluidas las condiciones sociales en las que nacemos. Pero se vieron atrapados en un ciclo infernal cuando intentaron explicar las fuentes de esas condiciones.
Instituciones como el Estado y la propiedad privada se consideraron producto de las constituciones de las distintas sociedades que han existido a lo largo de la historia. ¿Y qué determinaba las costumbres establecidas en estas constituciones? Las ideas de los «grandes hombres» que las redactaron. Sus ideas se explicaban por referencia a ideas aún más antiguas, y así sucesivamente hasta que finalmente se buscaba refugio en la gran causa final de toda la historia: la naturaleza humana, o Dios.
Fue Marx quien descubrió una salida a este callejón sin salida. Estableció el hecho básico de que el desarrollo de la sociedad humana dependía ante todo del desarrollo de las fuerzas productivas. En otras palabras, el desarrollo de la forma en que los seres humanos interactúan con su entorno para producir las necesidades materiales de la vida constituye la base sobre la que se construye la sociedad humana.
El modo en que los seres humanos producen su sustento Marx lo llamó «modo de producción», algo inherentemente social, en el que entran en ciertas relaciones que son » necesarias e independientes de su voluntad». Sobre esta base material de la sociedad surgen la cultura, la política y la ideología. Como explicó Marx: «El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia«.
Para Marx, las relaciones de producción no están fijadas para siempre por la naturaleza humana ni por ninguna otra cosa. Cambian junto con el desarrollo de la propia producción. Por lo tanto, la aparición de nuevas ideas sobre cómo dirigir la sociedad y las grandes revoluciones que han derrocado los modos de vida hasta entonces dominantes no son acontecimientos arbitrarios ni el producto de un único gran genio, sino, en última instancia, el reflejo de cambios profundos en los fundamentos materiales de la sociedad.
Pero esto no significa que los seres humanos carezcan de «voluntad». Al fin y al cabo, la historia no se compone más que de las acciones y elecciones de los seres humanos. Más bien, la visión marxista de la historia rechaza el poder sobrehumano que se había insertado erróneamente en el lugar de la actividad humana real.
Como explicó Engels, «la libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines». De este modo, el estudio de la sociedad humana se situó por primera vez sobre una base genuinamente científica.
Por desgracia, según Graeber y Wengrow, es precisamente este enfoque científico, que Marx y Engels desarrollaron más que nadie, el que nos ha llevado por mal camino. Pero, ¿cómo abordan esta cuestión? Parafraseando a Marx, empiezan afirmando: «hacemos nuestra propia historia, pero no bajo condiciones de nuestra propia elección». Pero continúan negando por completo esta misma idea al afirmar a continuación que, dado que «no podemos saber realmente» qué diferencia supone realmente la «agencia humana», «precisamente dónde se desea poner el límite entre libertad y determinismo es, en gran parte, cuestión de gustos». Así, en realidad, lo que se esconde tras las confusas advertencias de Graeber y Wengrow, es una rendición completa a la idea del «libre albedrío» como principal determinante de la historia humana.
Los autores explican: «Dado que este libro trata sobre todo de la libertad, nos parece
apropiado colocar el límite un poco más a la izquierda de lo habitual», con «la izquierda» favoreciendo la libertad frente al determinismo. El resto del libro es esencialmente una serie de intentos más o menos artificiosos de demostrar la premisa que adoptaron arbitrariamente al principio.
Sin embargo, de este modo resulta imposible explicar nada. Después de todo, si la respuesta a la pregunta «¿Por qué un determinado pueblo vive de una determinada manera?» es siempre «Porque así lo eligieron», surge inmediatamente la pregunta: «¿Por qué lo eligieron?» La respuesta de Graeber y Wengrow a esta pregunta consiste simplemente en enumerar las diversas ideas que las distintas sociedades tenían sobre cómo debía vivir la gente. Pero todo esto equivale a decir que la gente eligió vivir de una determinada manera porque pensaban que era la manera adecuada de vivir.
Si esto suena como una forma bastante circular de estudiar el pasado, es porque lo es. El defecto fatal de todo idealismo histórico radica en que se toma como punto de partida de la investigación lo que se quiere explicar, las ideas de los seres humanos. Este problema ineludible está personificado por el método del llamado «análisis» aplicado a lo largo del libro, en el que los resultados de las investigaciones de los autores están predeterminados por cualquier idea o prejuicio favorito con el que quieran impresionarnos. La única sorpresa es la tortuosa forma en que se deforman los hechos para adaptarlos a la teoría.
Se necesitarían cientos de páginas para responder a cada estudio de caso presentado o tergiversado en el libro, por lo que será necesario limitar esta reseña únicamente a los argumentos más importantes y representativos que exponen los autores.
Experimentos sociales audaces
En el primer capítulo, titulado «Adiós a la infancia de la humanidad», Graeber y Wengrow argumentan en contra de la creencia común entre los antropólogos de que las primeras sociedades de cazadores-recolectores eran igualitarias, con poca o ninguna desigualdad de riqueza o poder, afirmando que esto es una forma de «infantilizar» a los primeros humanos y privarles de «agencia».
En su lugar, afirman que, durante la gran mayoría de la existencia de nuestra especie, los humanos se dedicaron a «atrevidos experimentos sociales» y que la sociedad se parecía a «desfile carnavalesco de distintas formas políticas», lo que, según nos dicen, respalda la premisa general de que podemos elegir nuestra estructura social independientemente de las condiciones materiales. Pero esta premisa nunca se demuestra.
Lo más cerca que llegan los autores de demostrar que las sociedades se mueven «fluidamente entre distintas disposiciones sociales» son los ejemplos de sociedades de cazadores-recolectores que variaban sus estructuras sociales al ritmo de las estaciones . Hacen referencia a los nambikwara que viven en el Amazonas; los lakota de las llanuras norteamericanas; y los inuit del norte de Canadá, Groenlandia y Alaska.
Según Graeber y Wengrow, estas tres sociedades adoptaban estructuras sociales más o menos jerarquizadas en distintas épocas del año. Tomando a los inuit como ejemplo, los antropólogos señalaron que tenían dos estructuras sociales distintas, una en verano y otra en invierno. En verano, los inuit se dispersaban en pequeños grupos familiares bajo una rígida jerarquía encabezada por el cabeza de familia masculino, mientras que en invierno se congregaban todos juntos en comunidades más grandes donde predominaba un estilo de vida más igualitario.
Intentando apoyar su teoría general de que los humanos eligen conscientemente su estructura social, Graeber y Wengrow afirman que los inuit lo hacían «bajo el común entendimiento de que ningún orden social era fijo ni inmutable». Citan al antropólogo francés Marcel Mauss, que estudió a los inuit, y llegan a la conclusión de que: «En gran parte, pues, concluía, los inuit vivían del modo en que lo hacían porque creían que era como debían vivir los humanos». ¡Qué visión tan innovadora! Sin embargo, el problema con esto es que no es en absoluto lo que argumentaba Mauss.
Al hablar de la variación estacional de los inuit, Mauss explicó que: «El verano abre un área casi ilimitada para la caza y la pesca, mientras que el invierno restringe estrechamente esta área. Esta alternancia proporciona el ritmo de concentración y dispersión para la organización morfológica de la sociedad esquimal. La población se congrega o se dispersa como la caza. El movimiento que anima a la sociedad esquimal está sincronizado con el de la vida circundante».
En otras palabras, los inuit adaptaron su organización social a su entorno natural y a los recursos de que disponían en las distintas épocas del año. Incluso la espiritualidad inuit se estructuró en torno a las distintas condiciones en las que se procuraban alimentos y si había o no abundancia. En invierno, que en las regiones árticas dura nueve meses al año, estas tradiciones espirituales se basaban en no ofender a los espíritus de los animales para garantizar una buena caza. Durante esta época, existían todo tipo de tabúes y una tradición muy estricta de repartirse toda la comida. De no ser así, la sociedad probablemente perecería. Los grupos que desarrollaron estas tradiciones fueron los que pudieron sobrevivir en estas duras condiciones.
Sin embargo, en el corto periodo estival, las familias se dispersaban para aprovechar la plétora de nuevas oportunidades de caza/pesca disponibles, y acumulaban un excedente que les ayudara a capear el periodo invernal. En el Ártico no crece casi nada, por lo que la caza mayor proporciona la mayor parte de la ingesta calórica. Por lo general, la realizaban los hombres, que asumían así el liderazgo de los grupos familiares, reestructurados temporalmente para facilitar al máximo la caza.
Lejos de ser un ejemplo de una sociedad que se mueve conscientemente entre diferentes etapas de desarrollo, los inuit siguieron siendo en todo momento una sociedad de cazadores-recolectores comunistas, que adoptaron formas de liderazgo más rígidas de forma temporal y restringida para garantizar mejor la producción y reproducción de la vida. Que los inuit «sintieran que así es como deben vivir los humanos» no es sorprendente, pero este sentimiento no refuta el hecho de que su forma de vida estuviera evidentemente determinada por su entorno material y por el modo de producción de sus medios de subsistencia.
Como veremos, a lo largo del libro se produce un fenómeno similar: los autores tergiversan a los antropólogos, distorsionan los hechos e ignoran todo lo que no se ajusta a su narrativa.
¿No hay orígenes?
Tras argumentar que las sociedades han adoptado todo tipo de formas políticas, con independencia de su grado de desarrollo económico, Graeber y Wengrow se centran también en una cuestión posiblemente aún más importante: ¿vivían de manera comunitaria nuestros antepasados prehistóricos?
En su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels demostró que, lejos de ser características inmutables de nuestra sociedad, la propiedad privada, el Estado y la familia patriarcal no han existido siempre. Basándose en los estudios antropológicos modernos de la época, en particular los de Lewis Henry Morgan entre los iroqueses del Estado de Nueva York, Engels demostró que nuestros primeros antepasados vivían bajo lo que él denominó «comunismo primitivo». Estas primeras sociedades humanas eran cazadoras-recolectoras, entre las que se desconocían los conceptos de propiedad privada y todas las cosas más allá de las posesiones personales se tenían en común.
Desde la publicación de la obra de Engels, antropólogos y arqueólogos han estudiado cientos, si no miles, de yacimientos prehistóricos y sociedades modernas de cazadores-recolectores. La inmensa mayoría de ellos ha llegado a la conclusión de que la sociedad humana primitiva debía ser comunista o «igualitaria», haciéndose eco de las conclusiones de Engels. Incluso El amanecer de todo hace referencia al antropólogo estadounidense Christopher Boehm y al antropólogo británico James Woodburn, que estudiaron por separado docenas de sociedades de cazadores-recolectores y llegaron a la conclusión de que los primeros humanos debieron ser igualitarios.
Las cosas empezaron a cambiar con la transición de la caza y la recolección a sociedades basadas en la agricultura y la ganadería, que el arqueólogo marxista V. Gordon Childe describió célebremente como la «revolución neolítica». Este periodo marcó un enorme desarrollo de las fuerzas productivas de la humanidad y, por primera vez, se hizo posible un excedente estable. En correspondencia con ello, se plantaron las semillas de la propiedad privada y la sociedad de clases. Con el tiempo, una clase dominante se alzó con el poder, apropiándose del producto excedente, cimentando la explotación de las masas trabajadoras y construyendo un aparato estatal represivo para defender su posición privilegiada. Este proceso tuvo lugar de forma independiente y en distintos momentos en varios lugares del mundo.
Esta explicación plantea un problema para Graeber y Wengrow, porque sugiere que los pueblos que adoptaron las instituciones de la sociedad de clases lo hicieron bajo la presión de las circunstancias materiales, derivadas de la evolución de las fuerzas productivas y del modo de producción de la vida material, y no simplemente porque «eligieron» hacerlo. Reventar este «mito» ocupa, pues, la mayor parte de El amanecer de todo.
El primer punto de ataque es la idea misma de que las sociedades prehistóricas de cazadores-recolectores fueran comunistas para empezar. Graeber y Wengrow afirman que la estratificación social y la desigualdad siempre han existido y que, por tanto, la sociedad prehistórica no podría describirse como verdaderamente comunista o «igualitaria». Pero, como veremos, en lugar de derivar su teoría de los hechos, intentan encajar con calzador los hechos en su teoría.
A pesar de su exceso de confianza, todo lo que El amanecer de todo aporta para intentar demostrar que la desigualdad siempre ha existido son unos pocos enterramientos encontrados en Eurasia occidental durante el paleolítico superior, a los que se refieren como «enterramientos principescos» . Pero más adelante en el libro, se ven obligados a reconocer que los enterrados en esos yacimientos son con toda probabilidad individuos venerados por sus deformidades físicas y nada que ver con una clase alta privilegiada. De hecho, los autores se ven obligados a reconocer que es «altamente improbable» que la sociedad estuviera dividida «en torno a estatus, clase y poder hereditario» miles de años antes de los orígenes de la agricultura .
Los autores recurren entonces a un juego de definiciones, argumentando por ejemplo que como no existe una definición común de la palabra «igualdad» no hubo por tanto un pasado igualitario. En relación con los orígenes de la propiedad privada, juegan a un juego similar. En el capítulo cuatro, afirman: Si la propiedad privada tiene un «origen», es tan antiguo como la idea de lo sagrado». Ampliando esta idea, afirman que los amazónicos creían que «que casi todo lo que los rodea tiene un dueño, o es potencialmente una propiedad, de lagos y montañas a cultivares, arboledas y animales».
Pero, ¿quién sería el «dueño» de estas cosas? No los individuos, ni siquiera los grupos de forma colectiva, sino entidades sobrenaturales. De hecho, los autores aceptan que en otras sociedades de cazadores-recolectores, «Muchas veces se decía que los verdaderos «dueños» de la tierra u otros recursos materiales eran dioses o espíritus; los humanos eran meros ocupantes, cazadores furtivos o, en el mejor de los casos, cuidadores».
El juego de palabras de los autores no cambia el hecho de que la noción espiritual común entre los cazadores-recolectores de que los seres sagrados «poseen» el bosque, los lagos, los ríos y las montañas, etc., en realidad significa precisamente lo contrario de lo que Graeber y Wengrow intentan hacer entender: que estas cosas no pueden ser propiedad de nadie. Esto se debe a que se trataba de sociedades comunistas de cazadores-recolectores y confirma precisamente lo que predeciría una teoría materialista de la evolución social.
La «crítica indígena»
En el segundo capítulo, titulado ‘Maldita libertad: La crítica indígena y el mito del progreso», Graeber y Wengrow intentan refutar la existencia del comunismo primitivo utilizando testimonios de primera mano del tipo de sociedad en la que Morgan y Engels basaron sus teorías.
La mayor parte del capítulo está dedicada a la «crítica indígena» de la sociedad capitalista europea por parte del líder hurón-wendat de finales del siglo XVII, Kandiaronk Citan la crítica de Kandiaronk a la sociedad francesa:
«Afirmo que lo que llamáis dinero es el diablo de todos los diablos; el tirano de los franceses, la fuente de todos los males, el azote de las almas y el matadero de los vivos. Creer que uno puede vivir en el país del dinero y conservar el alma es como creer que se puede conservar la propia vida en el fondo de un lago. El dinero es el padre del lujo, de la lascivia, de las intrigas, de los engaños, de las mentiras, de la traición, de la insinceridad… de las peores conductas del mundo. Los padres venden a sus hijos; los maridos, a sus mujeres; las mujeres traicionan a sus maridos; los hermanos se matan entre sí; los amigos son falsos y es todo debido al dinero»
Kondiaronk continúa:
Una y otra vez he hablado de las cualidades que nosotros los wyandot creemos que definen la humanidad —sabiduría, razón, equidad, etcétera— y demostrado que la existencia de intereses materiales separados niega totalmente esas cualidades. Un hombre motivado por interés no puede ser un hombre de razón.
Critica aún más a la sociedad europea, afirmando que «se comete todo tipo de crímenes por causa de lo tuyo y lo mío«, y sugiere que los franceses sigan el ejemplo de los Wendat:
Si abandonarais las distinciones entre mío y tuyo, sí, tales distinciones entre los hombres desaparecerían; una igualdad niveladora tomaría su lugar entre vosotros como ahora lo tiene entre los wyandot.
¿Qué otra cosa es esto sino una apasionada crítica comunista de la sociedad de clases? Esto no debería sorprender, porque Kandiaronk vivió en una sociedad sin clases en la que la riqueza era común. Pero, sorprendentemente, Graeber y Wengrow tratan de distorsionar el significado obvio de las palabras de Kandiaronk. En un pasaje en el que rechazan el argumento de que las diferencias de riqueza acaban traduciéndose en diferencias de poder, los autores afirman: «Recordemos que la crítica indígena americana versaba al principio sobre algo muy diferente: la percepción de cómo las sociedades europeas no habían conseguido impulsar la ayuda mutua ni proteger las libertades personales». Pero esto no es en absoluto lo que dijo Kandiaronk.
Los autores afirman que a Kandiaronk le «resultaba difícil concebir que las diferencias en
riqueza se pudieran traducir en desigualdades sistemáticas de poder». Pero Kandiaronk, por su parte, parece haber comprendido bastante bien la forma en que las condiciones materiales, sobre todo los «intereses materiales separados», determinaban la estructura social de la sociedad europea de la época.
Se trata de una aplicación particularmente deshonesta del método idealista, en el que los autores desarrollan una idea a priori y luego intentan que los hechos la justifiquen.
El hecho es que en la sociedad hurón-wyandot los medios de producción se tenían en común y la estructura social era relativamente igualitaria, sin clase dirigente ni estructura estatal tal como la conocemos.
El papel de la agricultura
A continuación, los autores atacan la idea de que la llegada de la agricultura y la domesticación de los animales sentaron las bases materiales de las clases sociales. Explican que «se asumía que sin los activos productivos (tierra, ganado) y excedentes almacenados (cereal, lana, productos lácteos) facilitados por la agricultura, no había genuina base material para que nadie dominase a nadie». A continuación rechazan esta «suposición», señalando el ejemplo de un pueblo indígena de la costa noroeste de Canadá, los kwakiutl, que practicaban la esclavitud, para demostrar la existencia de una desigualdad social sin agricultura ni ganadería y, por tanto, sin base en la producción.
El caso de los kwakiutl es interesante como ejemplo de cómo una excepción al curso más común del desarrollo confirma en realidad el papel de la producción en el desarrollo social. La principal actividad productiva de los habitantes de la costa noroeste de Canadá no se basaba en la agricultura, sino en la pesca del salmón, lo que parecería contradecir la idea de que la sociedad de clases surgió junto con el auge de la agricultura.
De ahí sacan los autores la conclusión de que las «las causas últimas de la esclavitud» no hay que buscarlas en el modo de producción de los kwakiutl, sino en «los conceptos mismos de correcto ordenamiento de la sociedad de la Costa Noroeste». Demos un paso atrás para admirar esta perla de sabiduría: ¡el orden social de los pueblos de la costa noroeste era producto de sus conceptos sobre el orden adecuado de la sociedad!
Pero esto no nos dice nada sobre por qué los kwakiutl llegaron a considerar que éste era el orden adecuado de la sociedad, que incluso los autores reconocen que no fue así en todo momento. Resulta que los primeros exploradores europeos observaron que «el salmón abundaba tanto que no se podía ver el río debido a la cantidad de animales». Los salmoneros veían pasar millones de salmones durante una carrera del salmón.
Una vez desarrollada la capacidad de pescar y almacenar grandes cantidades de pescado, el control de estas manadas de salmones y del excedente que eran capaces de generar se convirtió en una inmensa fuente de poder y riqueza, de forma parecida al control de una zona agrícola muy fértil, de la que la gente depende para sobrevivir. En otras palabras, la presencia de un excedente importante en la producción empezó a permitir que una parte de la sociedad se elevara por encima del resto y se mantuviera gracias a la explotación del trabajo humano. Por lo tanto, esto se parecía más a una sociedad basada en la agricultura de lo que a los autores les gustaría admitir.
Tras haber sido destacado como la excepción que supuestamente echa por tierra la revolución neolítica como concepto, el caso de los kwakiutl en realidad no hace sino profundizar en nuestra comprensión del desarrollo de la producción necesario para dar lugar a la esclavitud y a las clases sociales. Es decir, si realmente se quiere comprender este proceso y no mistificarlo.
El Estado
En la misma línea, el capítulo diez se titula «Por qué el Estado no tiene origen». Aquí leemos: «En gran parte como la búsqueda de los «orígenes de la desigualdad», buscar los orígenes del Estado es prácticamente como perseguir un fantasma».
Los autores afirman: «Por ejemplo, se suele dar por sentado que los estados comienzan
cuando ciertas funciones claves del gobierno —militar, administrativa y judicial— pasan a manos de especialistas a tiempo completo. Esto tiene sentido si uno acepta la narrativa de que un excedente agrícola «liberó» a una notable proporción de la población de la onerosa responsabilidad de asegurarse cantidades adecuadas de alimento». Así, dan a entender que sólo se trata de aceptar una «narrativa». Pero cómo se supone que surge un Estado sin esta condición, los autores nunca lo explican.
Al igual que el juego posmoderno al que juegan con la cuestión de la desigualdad, los autores afirman que no hay «consenso entre los especialistas con respecto a qué constituye un Estado». Aunque introducen su propia interpretación de la definición marxista (sin ofrecer ninguna cita o fuente marxista, por supuesto), «los estados hacen su primera aparición en la historia para proteger [el poder] de una emergente clase gobernante», la dejan de lado. Según ellos, la definición marxista «introducía nuevos problemas conceptuales, como la definición de explotación», un problema aparentemente tan difícil que ni siquiera intentan abordarlo. Peor aún, añaden, que «los liberales la aborrecían», incluidos los autores de El amanecer de todo lo que al parecer .
Basándose en un libro anterior que Graeber escribió con el antropólogo Marshall Sahlins en 2017, titulado On Kings, los autores sugieren: «Los primeros reyes bien podrían haber sido reyes simbólicos». En cuanto a cómo se convirtieron en reyes de verdad, se nos informa de forma útil: «Los reyes simbólicos dejan de ser simbólicos cuando comienzan a matar gente.» Pero incluso si esta teoría infantil y frívola fuera cierta, cosa que en realidad nunca se establece en el libro, no avanza ni un ápice en nuestra comprensión de cómo surgieron los reyes de verdad.
Graeber y Wengrow dejan claro que creen necesario acabar con las «las aburridas abstracciones de la teoría evolutiva», como las «etapas» o los «modos de producción» . Pero al final los autores se ven obligados a recurrir a las suyas propias. Atrapados en su propio callejón sin salida filosófico, sin ninguna base fáctica para su teoría, «prueban» la existencia eterna del Estado mediante el siguiente experimento mental (¡presten atención!):
Imaginemos que Kim Kardashian tuviera un «un collar de diamantes valorado en millones de dólares» y quisiera evitar que otros se lo llevaran. ¿Cómo lo haría?
Un «personal de seguridad armado y entrenado para tratar con potenciales ladrones» podría servir. Pero, ¿”imaginemos que todo el mundo bebe una poción que le impide hacer daño a los demás»?
En ese caso, podría esconder su collar «si la mantuviera oculta en una caja fuerte, cuya combinación solo conociera ella, y solo exhibiese el collar ante audiencias en las que confiara y en acontecimientos que no se publicitasen de antemano». ¿Problema resuelto? Tal vez, a menos que «que todo el mundo en el planeta bebe otra poción que los vuelve incapaces de mantener un secreto, e incluso incapaces de hacer daño físico a otros».
Frente a esta multitud de invulnerables contadores de la verdad, la única esperanza de Kim sería «convencer a todo el mundo de que, por ser Kim Kardashian, es un ser humano tan único y extraordinario que se merece tener cosas que nadie más puede.» .
Por lo tanto, tras llevar su «experimento» a buen puerto, los autores sugieren que lo que llamamos «Estado» es en realidad una combinación más o menos arbitraria de tres «principios»: control de la violencia, control de la información y carisma individual. A continuación argumentan que allí donde encontremos cualquiera de estos «elementos» encontraremos un Estado .
A pesar de que esta «prueba» presupone tanto la propiedad privada como la desigualdad, es completamente circular. Los criterios se han hecho lo más abstractos posible para poder encontrarlos en cualquier parte. Tal es el poder de su «nueva ciencia de la historia».
Pero, sorprendentemente, después de haber «demostrado» la existencia eterna del Estado, luego lo refutan en el momento en que se ven obligados a volver a los hechos, reconociendo que antes del neolítico no vemos ninguno de los “atributos habituales del poder centralizado: fortificaciones, almacenes, palacios». » En lugar de ello, a lo largo de decenas de miles de años, vemos monumentos y enterramientos magníficos, pero poco más que sugiera la aparición de sociedades jerarquizadas, y mucho menos nada que se asemeje remotamente a «estados»».
Así que después de haber sido llevados a dar un enorme rodeo, finalmente volvemos a la misma teoría que Graeber y Wengrow están tratando de refutar: que el Estado no siempre existió, que por lo tanto tiene un «origen», y que su origen se puede encontrar en la producción de excedentes sobre los que eventualmente surgieron las clases sociales.
La lucha de clases
Hasta ahora hemos visto cómo Graeber y Wengrow se atascaron en sus propias tautologías. Pero, ¿cómo quedó «atrapada» la humanidad en nuestros actuales «grilletes conceptuales»? En algún momento, según Graeber y Wengrow, la gente simplemente dejó de experimentar y jugar con las estructuras sociales. Por desgracia, la razón por la que toda la humanidad acabó sufriendo este destino sigue siendo un misterio para los autores de El amanecer de todo. Pero están muy orgullosos de haber conseguido plantear la cuestión.
De hecho, la clave para responder a esta pregunta está contenida en algunos de los casos que tratan, pero se oculta asiduamente a lo largo del texto: la lucha de clases. La ausencia de la lucha de clases en El amanecer de todo es la razón por la que sus argumentos sobre la agencia humana y la «libertad» suenan tan unilaterales y abstractos. La sociedad de clases, el Estado, la opresión y la explotación no son simplemente ‘elegidos’, son impuestos por una parte de la sociedad a la otra.
Tomando el ejemplo de los indígenas de la costa noroeste de Canadá antes mencionado, Graeber y Wengrow afirman que la esclavitud fue simplemente elegida porque la consideraban el «ordenamiento adecuado de la sociedad». Pero podemos ver que la razón de la esclavitud fue que la técnica productiva de la recolección del salmón se desarrolló hasta tal punto que en un determinado momento fueron capaces de producir un excedente significativo por encima de lo necesario para la supervivencia inmediata. Esto creó no sólo la posibilidad de una mayor diferenciación de clases, sino también, y de manera crucial, una necesidad positiva de mano de obra intensiva para «cosechar» y procesar el salmón necesario para mantener dicho excedente.
Al final, quienes controlaban la pesca del salmón tenían un interés material en esclavizar a los prisioneros de guerra, en lugar de adoptarlos en la tribu. Por ello no es de extrañar, como explican los autores, que los esclavos «estaban sobre todo implicados en el cultivo masivo, la limpieza y el procesado del salmón y otros pescados anádromos».
Vemos un proceso similar con el advenimiento de la agricultura intensiva en Mesopotamia, Egipto, Mesoamérica y otros lugares del mundo. A partir de este momento, como explicaron Marx y Engels, «toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad , es una historia de luchas de clases.». No es casualidad que el periodo en el que nos «atascamos» coincida exactamente con el auge y la expansión de las sociedades de clases.
Los ejemplos de Teotihuacán y Uruk planteados en El amanecer de todo también demuestran que el resultado de determinadas luchas de clases no está predeterminado de antemano; es una lucha de fuerzas vivas.
Graeber y Wengrow describen cómo, a medida que la ciudad de Teotihuacán (situada en el México actual) se desarrollaba desde aproximadamente el año 100 a.C., avanzaba «un poco por el camino del gobierno autoritario», presentando una impresionante arquitectura monumental, como las famosas Pirámides del Sol y de la Luna, y la práctica de sacrificios humanos, al igual que otras civilizaciones mesoamericanas, como la maya. Sin embargo, hacia el año 300 d.C., la ciudad «cambió de dirección». Añaden la siguiente conclusión significativa: «posiblemente hubo algún tipo de revolución, seguida por una distribución más equitativa de los recursos de la ciudad y el establecimiento de algún tipo de «gobierno colectivo»».
La antigua ciudad sumeria de Uruk también fue testigo del surgimiento de una burocracia de templo privilegiada, seguida de un periodo de inestabilidad y colapso a finales del IV milenio a.C.. Sin embargo, a diferencia de Teotihuacán, la burocracia del templo reaparece en el registro arqueológico, junto con reyes de pleno derecho, palacios y todos los demás adornos de la sociedad de clases.
La comparación de estos dos casos, tan separados tanto en el espacio como en el tiempo, nos dice algo muy importante. Es muy probable que en todas partes el intento de una clase emergente de explotadores -como las burocracias de los templos de Teotihuacán y Uruk- de consolidar su posición en un orden social fijo fuera resistido por las masas explotadas. A veces esta lucha dio lugar a la consolidación de estados, que mantuvieron el orden sobre esta base, suprimiendo cualquier intento de «reimaginar» la sociedad por la fuerza, como en la antigua Sumeria.
Allí donde las sociedades de clases y los Estados lograron establecerse, como en la Sumeria dinástica temprana o en las ciudades-estado mayas, surgió una poderosa ideología de gobierno que justificaba este nuevo orden como el «orden adecuado de la sociedad». Como dijo Marx: «Las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes». La religión, por ejemplo, cambió, volviéndose más jerárquica.
Pero el resultado de esta lucha entre clases emergentes no siempre acabó de la misma manera. El ejemplo de Teotihuacan demuestra que otras veces la clase dominante fue derrotada y la sociedad volvió a funcionar de forma más igualitaria. Pero, finalmente, el retorno al comunismo primitivo fue seguido de la desintegración de las ciudades que siguieron este camino y su sustitución por asentamientos más pequeños o por sociedades de clases y estados más desarrollados, lo que demuestra que estaba en juego una necesidad más profunda.
En Teotihuacán, hacia el año 550 d.C., «el tejido social de la ciudad había comenzado a deshacerse por las costuras. … Todo parece [sic] haberse desintegrado desde dentro. De un modo casi tan repentino como el de su unión, unos cinco siglos antes, la población de la ciudad volvió a dispersarse, …»
Todo esto sirve para subrayar el punto central, que Graeber y Wengrow se esfuerzan tanto en negar, de que mientras el destino de las sociedades individuales fue el producto de una lucha de fuerzas vivas, con muchos resultados posibles, la línea general de desarrollo en todo el mundo fue hacia el fortalecimiento del dominio de clase y de los estados, culminando en el punto en el que nos encontramos hoy, cuando la desigualdad, la explotación y la opresión son universales.
¿Cómo podemos ser libres?
La lucha de clases es, por tanto, esencial para entender cómo nos hemos «atascado». Pero también nos dice cómo podemos liberarnos.
Graeber y Wengrow nos dicen que necesitamos «redescubrir las libertades que nos convierten, en primer lugar, en seres humanos», empezando por leer su libro. Con el tiempo, esperan, los académicos se convencerán de abandonar todas sus teorías materialistas anteriores sobre el desarrollo social, y descubrirán que sus «nuevas verdades» son evidentes. «Somos optimistas. Confiamos en que no tardaremos tanto.», añaden . Pero si la conquista de la libertad humana depende de la crítica del mundo académico, lamentablemente estaremos esperando eternamente.
De hecho, es precisamente en la lucha contra la opresión y la explotación donde encontraremos el camino hacia la libertad humana. Como señalaron Marx y Engels hace más de cien años:
Se trata de … mantenerse siempre sobre el terreno histórico real, de no explicar la práctica partiendo de la idea, de explicar las formaciones ideológicas sobre la base de la práctica material, por donde se llega, consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción a la «autoconciencia» o la transformación en «fantasmas», «espectros», «visiones», etc., sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales, de que emanan estas quimeras idealistas; de que la fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda otra teoría, no es la crítica, sino la revolución.
Enfrentados a la crisis más profunda del sistema capitalista desde la Gran Depresión, existe un odio generalizado al sistema y un movimiento creciente contra la desigualdad y la austeridad. Muchos jóvenes se están dando cuenta de que, si queremos salir de esta pesadilla, tenemos que derrocar al capitalismo. Según una encuesta reciente, el 29% de los jóvenes británicos de entre 18 y 34 años cree que el comunismo es «el sistema económico ideal». ¿No es éste un ejemplo de seres humanos «reimaginando» un nuevo orden social?
¿Qué aporta este libro a este creciente movimiento? Lo primero que proponen estos «anarquistas» radicales es que deberíamos abandonar por completo la lucha por el comunismo: la propiedad privada y la desigualdad están aquí para quedarse. En su lugar, deberíamos simplemente redefinir el ‘comunismo’, “no como un régimen de propiedad, sino en el sentido original de «de cada uno según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades»”.
Este famoso principio del comunismo es interpretado por Graeber, tanto en El amanecer de todo como en otras obras, como «comunismo de base», es decir, cualquier instancia de compartir, cuidado o bondad en la sociedad, como la «ayuda mutua» o, más concretamente, lanzar a alguien una cuerda si se está ahogando (un ejemplo utilizado por Graeber). De este modo, al igual que en la teoría del Estado de los autores, el «comunismo» se redefine simplemente para que signifique lo que ellos quieran.
Pero divorciar el comunismo de la noción de propiedad común y luego presentarlo como su «sentido original» es otra distorsión típica. El comunismo siempre ha estado asociado a la propiedad común. Incluso se cree que la frase «de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades» proviene de Morelly, un francés, que afirma explícitamente que bajo el comunismo todos los bienes se tendrían en común. Nunca en la historia el comunismo ha significado simplemente un comportamiento amable, o sacar a alguien del mar si se está ahogando.
De hecho, el llamado «comunismo de base» de Graeber no es más que liberalismo de izquierdas redactado en lenguaje pseudo radical:
La cuestión fundamental en la historia de la humanidad no es nuestro acceso igualitario a recursos materiales (tierra, calorías, medios de producción), si bien estas cosas son, obviamente, importantes, sino nuestra igual capacidad para contribuir a decisiones acerca de cómo vivir juntos.
En lugar de acabar con la desigualdad, se nos dice que debemos reordenar la sociedad para que a la gente se le deje de decir «que sus necesidades son irrelevantes, ni que sus vidas carecen de valor» . En lugar de acabar con la explotación, hay que paliar los sufrimientos de los pobres con una buena dosis de «ayuda mutua». En lugar de luchar por desmantelar el Estado burgués, y finalmente acabar con el Estado por completo, deberíamos aspirar a que todo el mundo tenga la misma voz. Esta es una visión de la sociedad que sería bien recibida por cualquier ONG o incluso por el Papa.
No se trata simplemente de un debate académico. Toda teoría es una guía para la acción, y en este sentido El amanecer de todo sirve al propósito de desarmarnos para las batallas de clase que se avecinan. Si la sociedad ha de encontrar colectivamente una salida a la pesadilla en la que nos encontramos bajo el capitalismo, no será a través de otra cosa que de la lucha consciente de la clase obrera por transformar la sociedad.
En esta lucha, la clase obrera no puede confiar ni en el poder opresor del Estado, ni en la riqueza ilimitada de los multimillonarios, ni en los lucrativos contratos de libros y la promoción por parte del establishment mediático. En última instancia, los trabajadores sólo pueden confiar en el poder de la organización y en la comprensión más clara y científica de la sociedad.
Por eso, a pesar de todas sus pretensiones «radicales», El amanecer de todo es una píldora envenenada. En su cruzada por una libertad ficticia, y su hostilidad hacia una investigación genuinamente científica de nuestro pasado, la filosofía de El amanecer de todo no sólo es incoherente y fundamentalmente deshonesta; es reaccionaria, enemiga de la misma libertad humana que pretende defender.
Deberíamos ser optimistas, pero no por la misma razón que Graeber y Wengrow. En el momento de escribir este artículo, millones de trabajadores están luchando contra el sistema capitalista, no porque lo hayan «elegido», sino porque no les queda otro remedio. Ellos, la mayoría, tienen un interés material directo en el derrocamiento del capitalismo y en el control de los medios de producción por parte de la sociedad en su conjunto en beneficio de todos; tienen el poder para hacerlo realidad; y son cada vez más conscientes de este poder a medida que lo ejercen a través de la lucha.
En última instancia, así es como podremos ser libres. Con el control democrático de la economía, la humanidad se convertirá colectivamente por primera vez en dueña consciente de nuestras relaciones sociales:
La propia existencia social del hombre, que hasta aquí se le enfrentaba como algo impuesto por la naturaleza y la historia, es a partir de ahora obra libre suya. Los poderes objetivos y extraños que hasta ahora venían imperando en la historia se colocan bajo el control del hombre mismo. Sólo desde entonces, éste comienza a trazarse su historia con plena conciencia de lo que hace. Y, sólo desde entonces, las causas sociales puestas en acción por él, comienzan a producir predominantemente y cada vez en mayor medida los efectos apetecidos. Es el salto de la humanidad del reino de la necesidad al reino de la libertad.